sábado, 9 de septiembre de 2017

Empapado en abejas





Tengo una amiga que me apoda poeta. Yo creo que me lo dice como cumplido, por más que al oírla más de uno caiga en la tentación de mirarme la cremallera del pantalón a ver como la llevo. “Apenas si he escrito algún que otro poema. Y de eso hace ya mucho”, le repliqué una vez, “Y, desde luego, ninguno era bueno”. “Cuando te llamo poeta no me refiero a lo que haces sino a lo que piensas, a tu forma de ver la vida”. Esa fue su explicación. He heme aquí meditando hace rato sobre ello. Sin ningún fruto reseñable, me temo. ¿Hay oficio más superfluo que el de la creación lírica? Cuando lo es, porque casi nunca lo llega a ser. Oficio, me refiero. ¿Es que acaso alguien sabe de alguien que se ganara la vida escribiendo poesía? Yo no conozco ningún caso. Y si obviamos lo meramente crematístico, la parte funcional del asunto, lo prosaicas que son las verdades del barquero, ¿acaso alguien está seguro de haber captado el verdadero mensaje de aquel poema que una vez apresara su atención y algo le prendiera dentro?

Empapado en abejas,
en el viento asediado de vacío,
vivo como una rama.

Así empieza cierto poema de Cortázar que leí por primera vez en el catálogo de una exposición de pintura de los que coleccionaba mi padre y atestaban sus estanterías. ¿Qué pintor era, en opinión del autor de la reseña del catálogo, aquel cuyas pinturas casaban tan bien con el poema de Cortázar, tanto que lo había decidido utilizarlo como ilustración literaria y como reclamo? Ya no lo recuerdo, aunque tampoco creo que tenga mayor importancia. Aunque, ciertamente, habrían quedado más redondas estas líneas de texto. Quizás algún paisajista castellano. En mi casa hay algún paisaje de Pedraja. Esos horizontes manchegos, casi desprovistos de anécdota alguna, que riman tan bien con la soledad que rezuma, como miel en panal viejo, de los versos de Cortázar. Quien recorrió a pie los predios de la Tierra de Campos antes de la siembra, un oleaje terroso de lomas grises hasta donde la vista alcanza, quizá se sentirá concernido por la creación de Cortázar. Hay comprensiones que son telúricas, que tienen que ver con la percepción del suelo bajo las plantas de los pies más que con nuestra capacidad de raciocinio. Pero, a lo que iba. Jamás he llegado a entender el poemita de marras del poeta argentino y, sin embargo, probablemente sea mi preferido. Solo esos tres primeros versos. Luego la sensación que me provocan se diluye poco a poco en la total extrañeza. Pero en esas primeras frases se obra el pequeño milagro de intuir que se me está revelando una verdad incuestionable, tal vez un dogma con el que poder construir un paradigma científico o edificar una iglesia. Creo que escribir poesía tiene que ver con eso. No, con iglesias no, por más que sea imprescindible una comunión. Con estar empapado en abejas, con sufrir el asedio del vacío y con adquirir los hábitos de una rama. Normal que nadie extraiga un sueldo decente, que alcance hasta final de mes, de una actividad tan estéril y superflua. No hay soledad más absoluta que la de quien escribe poesía. Son palabras mudas las suyas dichas para oídos sordos, una certeza absoluta de comunicación nula. Y, sin embargo, uno lanza el sedal a ver si los peces pican. El del poeta es un universo propio, distante e incomprensible, un firmamento para el que rara vez puede haber un observador capaz de resolver la trayectoria de sus astros. Todo lo más, un poema puede ser como una placa fotográfica que nos permite atisbar dibujos de constelaciones en esa negrura sin confines que son los otros. Vamos, que cuando mi amiga me llama poeta lo que quiere hacerme ver es que no me comprende pero tiende hacia mí su telescopio.

Igual queda presuntuoso decirlo, pero hubo un tiempo en que escribía sonetos, como Quevedo. Como Petrarca. Como Miguel Hernández. A mí me salían más ramplones, desde luego, aunque la intención era la misma: Un afán de qué sé yo que trascendencia. Escribir sonetos consiste en juntar cuartetos con tercetos, un par de cada, sin variar la métrica, siempre endecasílabos. Aunque igual es más difícil de lo que suena. Al menos a mí me costaba lo suyo. Que las cosas hayan de rimar, nimio detalle, y que se intente que lo hagan con cierto donaire, supone tener que descartar primeras ideas, tantear otras soluciones, reconsiderar las formar, incluso a veces los fines, agitar y mezclar el mejunje en la fuente de la que mana todo, que sería el corazón si es que ha habido suerte, barajar y repartir de nuevo los naipes constantemente.

y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida.

El poema de Cortázar acaba de forma abrupta, como si se hubiese interrumpido la escritura por accidente. O por designio divino, porque es normal que lo trascendente quiera callar las verdades. Primero se diluye la magia y luego cesa por completo. Yo creo que todos mis intentos como poeta se deben a un vano intento de restaurar y prolongar la magia de los tres versos de ese poema que leyera cuando era un niño, de formular los corolarios al dogma. Y mis sonetos fueron uno de mis intentos más decididos. Llegaron a ser treinta. Los escribí cuando estudiaba tercer curso de una carrera de Ingeniería. La materia prima me fue concedida en segundo curso, porque si no se ha amado nunca se puede afirmar que nada se sabe que merezca la pena ser transmitido. Y si no se ha penado por amor no merece la pena tratar de transmitirlo por escrito. Releerlos ahora es un suplicio. Qué cosa tan torpe. A Dios gracias que apenas nadie se enterase de ellos.

Tengo mío para soñar tu cumbre
no más herramienta que mi tesón
y en el centro mismo del corazón
un amor ardiendo para tu lumbre.

Así empezaba el soneto veinticinco. Y si a alguien le horroriza, mejor que ni intente leer el resto ni los otros veintinueve sonetos, porque me parece lo más potable de todos ellos. Pero me vuelvo a desviar del tema. Pienso que el Diecinueve fue un burdo y ridículo intento de reformular y completar el poema de Cortázar.

Navegan la noche estrellas de cera,
barcas venidas de mares lejanos,
velas henchidas de vientos arcanos
siempre al soslayo del alba primera.

Todo el infinito que el tiempo dijera
son espejos de plata y brillos ancianos,
son estrellas de cera y fuegos livianos
en el mar seco que la noche genera.

Un hilo de voz que el silencio enhebra
allí por donde el vacío se quiebra
y ya para siempre debiera reinar.

Luz de vida que en la muerte se integra,
cosecha blanca en la noche negra
cautiva en las redes de un loco soñar.

Pero no di con la tecla. Lo mejor que tiene la poesía es que es un fracaso casi siempre sin testigos. El otro día, mientras caminaba entre una biblioteca y otra, entre la que esté en la glorieta de Iglesia y la que está en la de Cuatro Caminos, las dos que frecuento, escuchando la radio con los auriculares, y la música parecía dictarme nuevos poemas mientras caminaba por la acera de los pares, me preguntaba si tendría alguna importancia que volviese a intentarlo, si ahora que están claras las cosas, ahora que es evidente hacia que he derivado, ahora que chapoteo en la inutilidad absoluta, que nada hago para justificar mi existencia, ni siquiera el gasto de aire cuando respiro, ahora que soy en definitiva un ser perfectamente superfluo, si tendrá importancia, digo, que vuelva a dedicarme a una actividad tan superflua como es la poesía. Huelga buscar una respuesta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario