sábado, 30 de septiembre de 2017

Aere perennis. Quinto Horacio Flaco vs. Bruce Sprignsteen




Aere perennis. Quinto Horacio Flaco vs. Bruce Sprignsteen

En mi librería particular hay dos novelas del escritor húngaro Laszlo Passuth, ambas de la editorial Luis de Caralt. Libros generosos con el lector en cuanto al número de páginas, compactos y voluminosos, incluso el editado en cartoné, “Señor natural”, una biografía de don Juan de Austria, el bastardo de Carlos V, de Jeromín, como le llamaban durante su infancia en Leganés. Era el perfecto caudillo porque a sus dotes innatas para el mando unía su regio linaje, ser hijo de quien lo era. El otro, editado en tapa dura con forro de tela, como queriendo hacer honor a su título, es “Más perenne que el bronce”, una biografía del pintor Velázquez. Ahí sigue, en el estante superior de mi librería, gravitando sobre mi cabeza mientras escribo esto, tan lozano como el día que lo adquirí en la sede de Espasa Calpe en la Gran Vía. En mis tiempos de cazador de letra impresa, los libros que compraba hacían, como norma impuesta, un pacto con el diablo para mantenerse ya por siempre jóvenes. Quería discípulos de Dorian Gray. La codiciada pieza que hubiera completado la trilogía de frescos sobre la historia de España es “El dios de la lluvia llora sobre Méjico”, la biografía de Hernán Cortés, pero nunca llegué a encontrarla. Don Passuth si que sabía escoger títulos para sus libros.

¡El tono de la novela casa tan bien con el título! Es solemne, al tiempo que ensimismado, sonámbulo, hipnótico, como el parlamento del fantasma del rey asesinado a su hijo Hamlet. ¡Y el título es tan atinado!, porque Velázquez pintó para que su obra perdurara, y lo hizo desde el virtuosismo -Es asombroso como sus pinceladas, que parecen exactas a la media distancia del lienzo, se desdibujan en borrones incomprensibles en la corta-, pero también desde la reflexión profunda. El que hay autorretratado en “Las Meninas”, es un Velázquez que medita con sumo detenimiento cual va a ser su próxima pincelada, como si fuese un filósofo en la oficina. El bronce es un material apreciado por los artistas porque perdura, porque resiste las inclemencias del tiempo, tanto del meteorológico como del cronológico, y es sabido que todos los artistas trabajan con la intención de ser apreciados a través de su legado en futuros remotos. ¿Qué hay más perenne que el bronce? Supongo que lo inmortal, como los cuadros de Velázquez. Pero el bronce también tiene cualidades musicales, una sonoridad especial que le hizo ser en seguida muy apreciado por los luthiers –perdón por el “palabro”- en cuanto se supo como manipularlo y se empezaron a fabricar con él instrumentos musicales. La frase que da título a la novela de Passuth también parece fabricada en bronce, por su sonoridad, por el alcance de sus intenciones. Durante años resonó en mi cerebro fascinado con su musicalidad cuando la recitaba en voz baja, como el tañer de una campana catedralicia.

¿Qué he sabido de Quinto Horacio Flaco todos estos años? Apenas nada: Que era romano; tal vez griego; de la época clásica seguro; y escribía versos; o algo parecido. Y ni siquiera estoy seguro de haber sabido eso. Y, sin embargo, Horacio ha estado en mi entorno desde siempre o, para ser más preciso, he sido yo el que ha estado inmerso en su obra desde mis inicios como persona, inadvertidamente, siendo parte fundamental de la atmósfera cultural que respiraba. Porque, oh sorpresa, ayer mismo me topé de bruces con el arranque de su Oda trigésima del tercer libro, la última, y con esa expresión en ella contenida: “Aere perennis”, que podemos traducir como “Más perenne que el bronce”. ¡Gotcha! ¡Qué gracia!, Resulta que la frase también era suya. Empiezo a pensar que lo son todas las que molan de las que por primera vez se formularon en Latín, al menos las que percuten en el oído como los címbalos.

Horacio publicó sus tres primeros libros de odas de forma conjunta, como una obra unitaria, de la que la oda trigésima del tercer libro hacía las veces de epílogo, de colofón a la que creía que iba a ser su creación magna. Así es como arranca:
He dado cima a un monumento más perenne que el bronce y más alto que el regio sepulcro de las pirámides; tal que ni la lluvia voraz ni el aquilón desatado podrán derribarlo; ni la incontable sucesión de los años, ni el veloz correr de los tiempos”.

Cierto que a Horacio no le faltaba abuela, pero tampoco razón. Su poesía ha perdurado, ha atravesado océanos de tiempo y áridos desiertos culturales. Como el periodo de la caída del Imperio Romano, y ahora es parte integral en lo que alimenta nuestro espíritu aunque no nos demos cuenta. Ni Atila y sus huestes ni el Aquilón, el frío e intempestivo viento procedente del septentrión, como nos apunta él mismo, ni la desidia actual por todo lo que huela a pasado, han logrado derribarla de la memoria colectiva.

Y, sin embargo, Horacio creyó notar tibieza en el grado de aceptación de su colección de odas entre los lectores y críticos contemporáneos suyos. Escuchaba pocos elogios. En menor cantidad, al menos, de los que creía merecerse. Quería que le hicieran más la pelota, como Vivian en “Pretty Woman”, y pensaba que su tomo de poemas iba a ser su Edward Lewis particular que le permitiría ir de paseo triunfal por el Rodeo Drive del Monte Palatino. La rabieta le hizo abandonar el género lírico durante mucho tiempo y retomar el de las epístolas, una suerte de reflexiones de andar por casa, aunque escritas también en verso, aunque en uno de un tipo menos preciosista, el hexámetro. Reflexiones entre las que incluyó también no pocos latinajos memorables. Años después editaría un cuarto libro de odas cuando el emperador Augusto le pidió que compusiese sendos poemas para glosasen las proezas de sus dos hijastros, los hijos de su mujer Livia, la víbora áspid de “Yo, Claudio”, habidos en su primer matrimonio: Druso y Tiberio. El segundo quien luego heredaría la púrpura imperial.

Dice Horacio en la segunda estrofa:
No moriré yo del todo y gran parte de mi escapará a Libitina. Sin cesar creceré renovado por la celebridad que me espera, mientras al Capitolio suba el pontífice con la callada virgen”.
Cree Horacio que sobrevivirá a la muerte, que escapará a la necesidad de ampararse en Libitina, una diosa del inframundo encargada de cerciorarse de que los vivos cumpliesen sus obligaciones para con los muertos, esto es, la líder patronal del gremio de pompas fúnebres. Cree, también, que su fama no hará más que incrementarse con el correr de los siglos, que pervivirá en la celebridad mientras dure Roma, tal como la concebían sus habitantes en aquel entonces, esto es, invicta y con vocación de ser eterna. Mientras el sumo pontífice y la decana de las vestales subieran la cuesta para cumplir con los ritos en el templo de Júpiter capitolino, mientras Roma siguiera siendo Roma, el tendría un sitial asegurado en el Parnaso. Lego Roma pasó a ser otra cosa, y más tarde otra distinta, y ahí seguía Horacio.
De mí se dirá -allá por donde violento el Áufido retumba y Dauno, escaso de agua, reinó sobre pueblos montaraces- que, poderoso a pesar de mi origen humilde, fui el primero en llevar el canto eolio a las cadencias itálicas”.
Horacio se jactaba de haber rescatado los ritmos arcaicos griegos del olvido, los que debieron su origen a la tradición instaurada por Safo de Lesbos y sus contemporáneos, y haberlos injertado en la lengua latina. También de haber alcanzado altas metas a pesar de su origen humilde, siendo como era hijo de un liberto, aunque esto hay quien lo pone en duda. En su biografía destaca un periodo juvenil de formación en Atenas, algo no al alcance de cualquier bolsillo. Fue allí donde Cayo Bruto, fugitivo de Roma tras haber asesino a Julio césar, le reclutó para su causa, que en aquel momento sonaba románticamente revolucionaria. La derrota en Filipos del ejército de Bruto y Casio le dio una lección de pragmatismo que ya nunca olvidaría. A partir de entonces prefirió arrimarse al árbol de mayor porte, al mejor plantado y que mayor sombra diera.
Acepta este orgullo debido a tus méritos, y con el laurel de Delfos, Malpómene, cíñeme de buen grado los cabellos”.
Pero, a ver, ¿estaba borracho, o qué, Horacio cuando escribió esto? Ya sabemos que le gustaba pimplar y que creía en la cualidad del vino para hacer creerse mejores a sus consumidores. ¿No va y dice que no sería él el honrado si le coronase de laurel la musa de la tragedia, sino la propia diosa al serle concedido el poder distinguirle? Pero, calla, que la verdad es que casi le envidio la insolencia, su capacidad de autoestima, la confianza en el más allá de sus fuerzas. Otros, como yo, solo hemos nacido para correr, como el protagonista de la canción de Bruce Springsteen, y nos contentaríamos solo con que no nos estrelláramos de bruces con el muro del kilómetro 30 en nuestra maratón solitaria. Por supuesto sin público alguno.


viernes, 29 de septiembre de 2017

Hispanofobia


Hispanofobia

Ayer, en la tertulia política matinal del programa de Ana Rosa Quintana, Arcadi Espada ha vuelto a salirse. Ante el discurso “progre” de Montserrat Domingo no ha podido refrenarse y se lo ha dejado muy claro: “Se dice mucho que por cada minuto que habla Rajoy o alguien del PP se crea un independentista, y es rotundamente falso. Quien crea un independentista por cada minuto de alocución es gente como tú, con tu discurso, que después de la que se ha montado, de los desmanes que hemos tenido que soportar, de los desplantes a la ley de los separatista, quiere premiarles con diálogo”. La discusión no ha degenerado en gritos ni descalificaciones porque ambos son personas educadas y de buen talante, pero se notaba que la andanada había dado en el blanco y que había dolido. Estoy con Espada, el de Cataluña no es un problema de ideas sino de xenofobia, en la variante de hispanofobia, para ser más precisos. Y contra eso no hay diálogo que valga, solo educación y desmontar fronteras, no crearlas, que la gente viaje, se mezcle y se contamine con lo que le han enseñado su mayores que son una lacra.

No. No es un problema de ahora. Hablando de viajar. Hace muchos años, así como 20, en mis tiempos de universitario, un amigo mío pasó unas vacaciones en Egipto. A la vuelta traía regalos para nosotros, y para él una novia. A la sombra de las pirámides había cuajado un romance entre dos de los integrantes del grupo organizado. Lo curioso es que él, mi amigo, era de Madrid, y ella de Barcelona. Es como si solo se hubieran podido conocer en el extranjero. Y no parecía haber mayor problema que el de la logística. El romance progresó tras el retorno a España, y hubo de hacerlo por vía telefónica y ferroviaria. Pensemos que entonces no había alta velocidad. Trenes rigurosamente vigilados por el reloj, el tiempo apremiaba, partían cada viernes por la tarde de la Ciudad Condal con destino a Madrid, o al contrario, para que los amantes tuvieran unas cuantas horas de encuentro. La situación se hizo tan insoportable que acabaron casándose. Pero me estoy precipitando. Varios fines de semana después de iniciarse el asunto, una de las veces que a la catalana le tocó visitar los madriles, fue oficialmente presentada en sociedad. No éramos un grupo excesivamente lucido. Baste decir, para que se acepte lo que afirmo, que yo era una parte sustancial de aquella comandita. Pero rebozábamos en cariño. Éramos los allegados, los que tenían que aceptar tácitamente esa relación.

Seamos justos, En ese primer encuentro hubo mucha rechifla, pero dirigida íntegramente contra mi amigo. Quizás ella se dio por aludida por nuestras risas o simplemente le molestara que nos riéramos de su futuro marido. En cualquiera de los dos casos no se explicaría en parte lo que luego vendría. Al ver tan formal a mi amigo, tan campanudo, tan defensor de los valores tradicionales, como un Cicerón o un Catón en el senado romano, yo le insistía mientras le daba con el codo: “Cuéntale a tu novia el chiste de los elefantes”. Y luego, dirigiéndome a ella, añadía: “¿No te lo ha contado todavía? Ah, que no. Pues es buenísimo. Nosotros estuvimos toda una fiesta Noche Vieja descojonándonos vivos”. Es lo que tiene la ingesta masiva de ginebra, que adelgaza el muro de contención de la risa hasta convertirlo en papel de fumar. Además mojado. En alcohol, por supuesto. Los amigos comunes, reunidos alrededor de la mesa en la que estábamos tomando el aperitivo no podían parar de reír al ver el envaramiento de nuestro amigo ante una situación que le desbordaba. Y como notaba que sudaba la gota gorda, yo insistía en que se lo contara.

Dos de los de aquel grupo, yo uno de ellos, teníamos ínfulas de poetas. El tiempo acabaría demostrando que aquel de los dos que no era yo no se equivocaba, porque acabaría publicando. El domingo firma libros en una feria. El caso es que nuestro amigo común, el del puente ferroviario, se burlaba de nosotros siempre que podía. Cierto día íbamos caminando por la calle en comandita y, de repente, se detuvo. El resto se freno dos pasos más adelante y se giró para ver qué pasaba “Atención, un poema”, dijo de forma solemne. Y tras un minuto de silencio dramático para crear expectación entre la callada audiencia soltó un sonoro cuesco. Con esta anécdota trato de decir que donde las daban las tomaban, y que quizá, y sin el quizá también, quien más daba era mi amigo. El caso es que aquella tarde se le veía vulnerable y mí me apetecía cobrarme venganza. El famosísimo chiste de los elefantes en realidad era una tontería. Se reducía a un simple acertijo: ¿Cómo se sabe que ha habido una orgía de elefantes? Respuesta: Porque a la mañana siguiente la selva está llena de bolsas de basura. Dependiendo de la cantidad de alcohol consumida se tarda más o menos en caer en la cuenta una vez te dan la solución. A alguno aquella Nochevieja hubo que explicárselo con un croquis. Una pista: El meollo está en las connotaciones sexuales.

Mi amigo quería mostrar ante su novia una imagen blanca y neutra, lavada con Perlán, prolongar la vigencia de la imagen impoluta que había logrado crearse ante sus ojos. Las palabrotas, las procacidades y las blasfemias estaban prohibidas. No digamos ya los pedos. La situación era gozosa, como siempre que alguien sufre en sus dignidades fatuas. La otra chica del grupo, la mujer de uno de nosotros, le decía entre risas, cuando le veía ponerse digno: “Anda. Recítale un soneto”. Y a ella: “¿No sabes que compone? ¿No te lo ha dicho?”. Y todos estallábamos en carcajadas, como las palomitas en una sartén sobre el fuego, ante la perplejidad de la catalana.

¿Nos tomó manía a los madrileños aquella misma tarde? ¿Nunca antes había tenido contacto con gente del foro? ¿Había puesto el listón muy alto la imagen censurada de su novio? Yo creo que no. Al correr del tiempo quedó patente que no soportaba la capital. Ya casada con mi amigo, su monotema en todas las quedadas que hacíamos era lo desagradable que era vivir en Madrid y cuanto perjudicaba sus nervios. Cierta tarde que paseábamos junto al Retiro por la acera de Menéndez Pelayo le propuse mostrarle el parque en un intento sincero de acercamiento. Ante mi insistencia, casi literalmente se agarró a la verja perimetral del parque para no tener que entrar y conocer tal vez algo que pudiera gustarle. Era de esas personas que gozan saboreando la opinión negativa que tienen de algo o de alguien, en este caso mi ciudad y mis convecinos. Compréndase que me molestara aquella madrileñofobia. Pero lo soporté como un hombrecito. La fractura llegó un año más tarde, una noche que alguien cometió el error de introducir la política en nuestras charlas. Pronto quedó clara la opinión de ella: Nos toleraba a los españoles, pero le molestaba que las facturas las pagase siempre Cataluña. “España nos roba” y todo lo que rima con ese verso para hacer pareados. Como la cosa se desmabraba, intentando contemporizar, intentó regalarnos el oído a quienes allí estábamos. No, no tenía nada contra nosotros. Nos dijo: “A quienes no aguanto es los andaluces y a los extremeños, porque son unos vagos redomados”. Y, que pena, ahí pinchó en hueso. Yo le repliqué: “Pues que sepas que mi padre era de Badajoz y que ya quisiera el tuyo ser la mitad de trabajador de lo que él lo era”. El cisma estaba servido. Se me empezó a marginar de las quedadas. Yo tampoco hacía nada por romper el cerco. Los amigos comunes me decían que estaba siendo injusto, que la chica no era separatista, que ni siquiera era del Barça. Como si ese fuera el problema. Lo que sí lo era es que tenía una hispanofobia de caballo, supongo que mamada en la escuela y en la calle, que le rezumaba por todos los poros de la piel cuando hablaba. Ni que decir tiene que acabaría alejando a mi amigo de Madrid.

Hace bastantes menos años, comencé a viajar a la tierra de la mujer de mi examigo. He visitado Barcelona aproximadamente una docena de veces y otras tantas el resto del territorio de la región. No me tengo por un experto en la materia, Dios me libre, pero algo he aprendido. Nunca olvidaré una comida en un hotel de carretera, junto a la A-2. La carta estaba escrita en Catalán, en Inglés y en Francés. El camarero al dirigirse a mí obviaba el Castellano, entiendo que de forma deliberada porque yo solo le interpelaba en se idioma, no por nada, sino porque estaba seguro de que era el único en cuyo conocimiento coincidíamos. Aun así me pude hacer entender señalando con el dedo lo que quería, como si yo fuera sordomudo o aquello el aula de un parvulario. Y es que justo al lado del nombre de cada plato había un dibujito ilustrativo. Sospechoso, pero conveniente. No, el problema no son las ideas sino la hispanofobia, y ese es un problema general de los catalanes, incluso de los españolistas. Tampoco es algo de hoy sino de hace mucho, ni algo que vaya arreglarse en un fin de semana, en el que hoy comienza. Ni en un par de docenas. Mi amigo no pudo.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Quinto Horacio Flaco vs. Roxy Music




Quinto Horacio Flaco vs. Roxy Music

Escuchar música en bucle es en mí una costumbre, repetir una y otra vez una determinada pieza, hasta que todo acaba abruptamente, el chapuzón musical, me refiero, porque no queda tiempo para otro bis. Aunque con la sensación, a veces, también es verdad, de que en ese acabarse todo podría ir implícito el final de la propia vida. Porque instalado en el núcleo acogedor de algunas canciones, en ese vientre maternal y sonoro, la sensación que me abruma es la de no querer emerger ya nunca a la superficie, la de no querer romper su yugo, con su influencia anímica. Porque se trata de eso, de que determinadas canciones hacen que mi alma entre en resonancia con determinados estados de ánimo, cuya amplitud de vibración en mí se incrementa notablemente, volviéndose adictivos, necesarios, suficientes, convirtiéndose en la consecuencia que es su propia causa, en el sumidero que nunca se sacia pero nunca rebosa y que no para de absorberlo todo, en la máquina del movimiento perpetuo, fabricada con sentimientos y emociones en vez de tuercas y rodamientos.

Por si no hubiera sido suficiente que mi una iniciación en el pop se produjera justamente en los ochenta, década en la que eclosionó la banda Roxy Music, antes solo escuchaba música clásica, en la que la repetición sin variaciones de corte hipnótico está proscrita, “More than this” quedó indeleblemente tatuada en de mi psique gracias a algunos bizarros fotogramas de “Lost in traslation”, película en cuya banda sonora estaba incluida. Inevitable ver a Scarlett Johansson, sentada en el alfeizar de la ventana del hotel, sola y en silencio mientras contempla la ciudad de Tokio a vista de pájaro -no sé si mencionar que solo viste una bragas y una camiseta en la escena es relevante para lo que digo-, y no querer ser ese poco más que anhela, lo leemos en su mirada, y que tal vez pueda darle sentido a la árida vida del personaje que interpreta... Perdón, un momento, que tengo que poner otra vez la canción en marcha... ¿Por dónde iba? Ah, sí, por esa sensación de que las raciones que nos proporciona la vida son como las de un comedor en la mili, quien la haya hecho entenderá el símil, que siempre parecen exiguas, como denunciaba Woody Allen en no recuerdo cual de sus comedias. Y por malo que sea el chef, no es el paladar quien se queja, sino el estómago. Dame más de esto aunque me cueste trasegarlo. A todo esto, ¿de qué se queja Bryan Ferry al recitar la letra de “More than this” como si estuviera declamando una elegía, de las cantidades o de las calidades? Es algo que me pregunto cada vez que la oigo. Y ya va la media docena veces solo en esta tacada.

Había algo decadente en la imagen de los Roxy Music. Eso que luego llamaron look. Esos tipos nos parecían demasiado mayores a los chicos de entonces -que inconscientes éramos, como si la edad no acabase siendo un asunto de todos-, maduritos disfrazados de poperos para tratar de parecer más jóvenes, pero que no podían renunciar a los refinamientos que solo se adquieren cuando ya tienes nómina. Gomina en el pelo y tendencia a la ropa de marca. Representaban el melancólico resplandor del ocaso, al que ponían la justa melodía sus canciones, ese fuego que arde en el cielo cuando el día toca a su término, el dorado de la fronda cuando regresa el otoño a la foresta... (Nueva pausa para pinchar de nuevo el vinilo)... Me releo y me sorprendo a mi mismo plagiando con descaro a Quinto Horacio Flaco, la actual lectura que descansa sobre mi mesita de noche: El carácter cíclico del tiempo; El que redacta pasando lista a las estaciones como si estuviésemos al comienzo de la clase de meteorología; La muerte leyendo por encima de mi hombro aquello que escribo. Ya es curioso que en todo lo que componía Horacio la muerte acabara asomando sus orejas de lobo tarde o temprano. Que ya daba lo mismo que hablara de la primavera y de la danza de las Gracias entre las flores, de su queridísima villa en Las Sabinas a las afueras de Roma o de banquetes de buen yantar y mejor compaña, que al final siempre acababa asomando las narices en sus poemas la puerca de la guadaña. Normal que fuera un obseso sexual, como cotilleaba Suetonio en su biografía sobre el poeta romano. Las paredes de su alcoba, aseguraba, estaban forradas de espejos para poder mirarse mientras surfeaba sobre la cresta de la ola. Y las prostitutas eran invitadas permanentes en su morada. Eros y Tanatos van siempre cogidos de la mano. No hay nada como acordarse de que un día moriremos para que acto seguido nos entren unas ganas irresistibles de bajarle esas feas bragas a Scarlett -la belleza de la Johansson se mide por su capacidad para lucir unas bragas tan desafortunadas- y hacer algo Homérico sobre la cama que hay en el mismo encuadre, en el sentido de la expresión que le daba Michaeleen Oge Flynn en el “El hombre tranquilo”, aunque ya haya pasado la camarera del hotel por la habitación, aunque ya se la haya pedido el bueno de Bill Murray.

Escucho la canción de Roxy Music, y vamos por los tres cuartos de docena en cuanto al número de audiciones, mientras trato de descifrar la prosa de Horacio y me pregunto si no estaré incurriendo en una contradicción en los términos. “Aura mediocritas”, clama el escritor romano en su oda décima del libro segundo. “No desees más de lo que quiera ofrecerte la Fortuna”, podríamos parafrasearlo así, me aconsejan desde el teto escrito. Confórmate, practica la virtud del término medio, como un equilibrista sobre el alambre. Y, mientras tanto, como banda sonora, un Brian Ferry plañidero me pregunta por los auriculares si no hay algo más que esto que vemos, si eso era todo al fin y al cabo, este danzar en el viento de las hojas caídas (ahora quienes plagian son los Roxy Music) y ese subir y bajar la marea, rotando como un derviche, sin un mayor propósito. Y la pregunta es pertinente. No con la lectura, con los recuerdos. Tan solo un poquito de ella aquella vez y las raciones habrían parecido, no digo ya suficientes, abundantes incluso. Hasta sabrosas, si me apuras. Yo creo que por ahí van los tiros de lo canta Brian, de que aquel amor al que no menciona pero al que alude en cada estrofa, mi alma lo escucha claramente aunque con otro nombre, al final quedó solo en agua de borrajas. Y vale que Horacio no quiera darse por enterado, a él con sus putas le basta y le sobra, pero ni Scarlett ni ella, la ella de Brian y mi ella tampoco, se podrán considerar nunca como términos medios, como medianías estadísticas. En el amor se aspira a todo y es por eso que casi siempre la ganancia es cero…

… Venga a repetir que nos contentemos con la verdurita, o con unas habas rehogadas, si es que no hay otra cosa en la despensa, que una cena frugal ayuda a mantener en forma el cuerpo y el espíritu, y luego te enteras de que era un Sancho Panza en toda regla. Suetonio vuelve a ser el chivato. Nos cuenta que en una carta en agradecimiento por un libro que le acababa de dedicar y regalar Horacio, el emperador Augusto bromeaba con su poeta de cabecera acerca del contraste entre lo minúsculo del librito y las dimensiones humanas de quien lo había redactado. “La próxima vez”, le aconseja, “escríbelo en papiro basto para que abulte más y esté de acorde con el tamaño de tu barriga”. Y, sin embargo, por hipócrita que sea, cuan hermosa es su oda: “Mejor vivirás, Licinio, si no buscas siempre el mar abierto ni, por prudente temor a la borrasca, te arrimas demasiado a la insegura orilla. Quien prefiere el término medio, que vale lo que el oro [aurea mediocritas], se libra, seguro, de las miserias de una casa arruinada; y se libra, sobrio, de un palacio que le valga envidias”. Hermoso y sabio: “En la desgracia mantiene la esperanza y teme en la prosperidad la suerte adversa el ánimo que está bien prevenido”. Y qué emocionante, aunque incompresible, es la canción de los Roxy Music. Me la pongo un par de veces más y luego me hago la cena. Ensalada de lechuga, tomate y zanahoria. Por si al destino le da de repente por funcionar por sumas ponderadas y me proporciona más adelante también un poquitito de ella. Si como pasto tal vez Apolo me amenice con la citara en vez de amenazarme con el arco, como diría Horacio. Bueno, acabaré estás líneas y cenaré si es que logro salir del vientre materno. Que esa es otra. Lo mismo acabo alimentándome de placenta, como los cienciólogos.


sábado, 16 de septiembre de 2017




A mis años he empezado a frecuentar las bibliotecas públicas. Han sido todo un descubrimiento. Almacén de libros olvidados y de personas prescindibles. Nunca he creído en la superioridad de la persona que lee. Quizá sí si es mujer, pero esa es otra historia. La lectura ha sido en muchos casos un refugio para cobardes, para aquellos que no se atrevían a leer la vida, la de verdad, no la novelada o ensayada en un discurso prolongado. En las clases de los colegios, al menos por los que yo anduve, el marginado era casi siempre alguien que leía mucho. No le quedaba otra si quería acceder a una realidad soportable.

Siempre he sido más de librerías que de bibliotecas, del olor a página recién impresa que del olor a papel manoseado por otros. Detesto los libros viejos. Por eso, aceptando la doctrina que Pérez Reverte expone en “El Club Dumas”, no me considero un bibliófilo, por mucho que haya leído, por mucho que mi nicho ecológico sea el imperio de los libros, que se agolpan junto y bajo mi cama, sobre la mesa en la que ahora escribo, en la estantería que se cierne sobre mí, hasta en el armario ropero y en los cajones de la cómoda tan escasos en lo que debería de ser su contenido. La seducción de un libro recién editado es tan poderosa como la de una mujer hermosa a la que ves por primera vez y en su mejor momento. Ava Gardner en “Mogambo”, Halle Berry en “El último Boy Scout”, Audrey Hepburn en “Desayuno con diamantes”. Es inevitable amar las flores que recién se abren, al día cuando el sol despunta. Pero hay que hacer de la necesidad virtud y si entrara un libro más en mi casa muy probablemente tendría que salir yo por la ventana acto seguido. Y hablamos en un séptimo piso. Hace tiempo que se acabaron los safaris en la Casa del Libro, en los VIPS, en las librerías de mi barrio, en la del Corte-Inglés de castellana que, a lo tonto a lo tonto, es la mejor de España. O lo era cuando aun manejaba el rifle y calzaba el salacot. Ya no hay dinero en mi bolsillo para caprichos ni paciencia para ver mermado su espacio vital en quienes conviven conmigo. Además, aun hay mucho pro leer en la jungla que habito. Así que, a mis años, empiezo a frecuentar las bibliotecas públicas. Y el ritual es justamente el contrario. Antes me lavaba las manos previamente a abrir un libro, para no macharlo. Debían estar inmaculadas para poder tocar el material. Ahora lo hago tras la lectura, para quitarme de los dedos, que siento polvorientos, el invasivo olor de los otros.

Es cuestión de documentación, me digo. Necesito bucear en los textos de Filostrato el Viejo, Ovidio y Cátulo para entender a Tiziano, para saber por qué pintó la leyenda de Narciso y Eco en “La bacanal de los andrios”, o por qué a Dioniso nos lo muestra como si fuera un discóbolo que acaba de arrojar el disco en su “Baco y Ariadna”. Y todo eso está al alcance de la mano en las bibliotecas públicas. He tenido que esperar a peinar canas para descubrir el encanto de los cementerios de palabras. Ese silencio solemne que respetan y cultivan quienes contigo comparten la tierra sagrada de nuestros ancestros. Los estantes con los libros son como los nichos de los cementerios, tras las losas hay oculta una historia personal y colectiva que se diluye en el polvo a ojos vista. Solicitar el préstamo de las poesías de Cátulo y descubrir que hace más de un año que no había sido solicitado por nadie, que apenas interesa. Y tiene su lógica. Hasta hace apenas unas semanas yo apenas sabía quién era, apenas el recuerdo de un personaje secundario en una de las novelas de Gordiano el Sabueso, el detective de época de Steven Saylor. Tan analfabeto he sido. Tan analfabeto con seguridad sigo siendo. Pero me di de bruces con el “Carmen 64”, si poema más famoso, por culpa de un cuadro de Tiziano que andaba desentrañando. Y ahora me las doy de experto. Cuando acabe la novela que tengo entre manos “Maratón” de Andrea Frediani, du título no engaña, solicitaré una novela sobre los amores de Cátulo con Clodia en la Roma de César, Cicerón y Marco Antonio. “Lesbia mía” de Antonio Priante (Editorial Seix-Barral. 1992). Una novela por vez y cinco libros de ensayo. Sé quién es Cátulo por culpa de Tiziano y de Mario Equícola, su guionista, por así decir, quien le dictaba las pautas a seguir en la ejecución de los cuadros que debía pintar para el Camerino de Alabastro de Alfonso I de Este. Lo mejor de un buen libro es las lecturas adicionales que te sugiere. Si no te sugiere ninguna, si no te provoca hambre de conocimiento en asuntos tangenciales, no se puede considerar en absoluto un buen libro. Todo funciona como una cadena. Comienzas investigando sobre “La vieja friendo huevos” de Velázquez -obra de la que algún día escribiré porque está en Edimburgo en vez de en la calle Recoletos y, por tanto, es perfecta candidata para “El Prado en el exilio”-, en un libro editado por la Fundación de Amigos del Museo del Prado y acabas indagando sobre quien era Tiresias en un manual de mitología del impagable Carlos García Gual para Editorial Siglo XXI. En un mundo en el que los libros ya no valen nada, intenté hace poco vender la mitad de los que tenía, y ni regalados querían buena parte de ellos. Muchos ejemplares acabaron en el contenedor para papel y cartón de la esquina de mi calle. Entonces se me ocurrió donarlos a alguna biblioteca pública. Y ese fue el germen de todo. Ahora paso las tardes en la “Selva esmeralda”, reconvertido de urbanita cazador en pedestre naturalista, como el protagonista de aquella maravillosa película de John Boorman. Si indagar en librerías es caza mayor, o menor, porque lo de menos es la entidad de la pieza cobrada, cual es su peso, su peligrosidad o su rareza, husmear en las bibliotecas es puro senderismo, naturalismo de la vieja escuela. Nunca codiciarás aquello que veas y te llame la atención, por mucho que te tiente Anibal Lecter. O, mejor, podrás codiciarlo, pero un grueso cristal separará y aislara tus instintos consumistas del desabrido exterior. Si por casualidad descubro un libro sobre Garci que no conocía, “Garci. Entrevistas” (Notorius ediciones. 2010), pongo por caso, aunque sea un ejemplo real, puedo disfrutarlo unos momentos, como quien ve una puesta de sol junto a la trocha por la que discurre, pero no pensaré en colgarlo como un trofeo en algún estante de la librería de mi alcoba.

Le pregunta Oti Rodríguez Marchante, el crítico cinematográfico de ABC, a Garci en una de las entrevistas que recopila el libro acerca de su pasión por los periódicos, y su respuesta no solo me parece antológica, sino que siento además que me en parte me retreta: “Desde niño leo periódicos. [Yo también. En mi casa el ABC era uno más de la familia, y siempre digo que ingresó en ella antes que yo, que era como un hermano mayor] Me fascinan esos periódicos viejos que descubres en una casa a la que te invitan a pasar unos días de vacaciones. [A mí en absoluto. Los periódicos envejecen incluso peor que los libros] Mi periódico de toda la vida ha sido el ABC. En mi familia, que era de clase media baja, siempre nos permitíamos tres lujos: tener radio (una Eco que compró mi padre cuando se casó y con la que yo escuché ya el mundial de Brasil del 50), comer y cenar con vino todos los días (mi madre estaba enferma del corazón, Y Marañón, como lo oyes, don Gregorio Marañón, le recomendó vino en las comidas y las cenas, porque, dijo, que el tanino le iba a sentar muy bien. Tuvo razón don Gregorio. Mi madre resistió hasta los 65 años; murió en 1987), y el tercer lujo fue el “ABC”. Mi padre, cuando iba a trabajar, a eso de las ocho de la mañana, compraba en el puesto, luego kiosco, que había, y hay, en Narváez esquina a Ibiza, el periódico de la grapa mágica. Yo lo leía por las noches, después de hacer los deberes. Empezaba por la información deportiva, luego seguía con el cine y el teatro y, por último, con los artículos. Azorín, Ruano, toda aquella galaxia Gutenberg. En “ABC” siempre han escrito los mejores novelistas, dramaturgos, articulistas, filósofos, etcétera. Y confieso que la primera vez que me publicaron una tercerita, que decía Fernández Almagro, fue para mí algo fabuloso [¡Qué cabrón! El si que pudo] Escribir en “ABC” de fútbol es una de las cosas que más me gustan en esta vida. Ah, el “ABC” que traía mi padre del Palace, trabajaba en la peluquería del hotel, olía a Floyd”. Luego, en una pregunta posterior le cuestiona sobre el parque del Retiro y le contesta: “Algún día me gustaría ser corresponsal de ABC en el Retiro”. A mi alma de cazador le duele saber que jamás será mío este libro.

Tiresias, Garci, Orfeo, Tiziano, Esquilo. Llevo dos novelas seguidas sobre las Guerras Médicas en las que el dramaturgo griego es el protagonista. Que peleó en Maratón, Salamina y Platea y que murió descalabrado por un águila que le arrojó en pleno vuelo una tortuga sobre la calva cuando vivía en Sicilia son los dos lugares comunes sobre el personaje. Todo se amalgama en mi cabeza las tardes entre semana. Hasta me impaciento los findes en espera de que llegue el lunes. Este viernes copié para mi artículo sobre “La bacanal de los andrios” la leyenda de “Narciso y Eco” que se incluye en las “Metamorfosis”. Cuenta Ovidio que Liríope, la madre de Narciso, preguntó a Tiresias, el famoso adivino de Tebas, acerca del futuro de su hijo, si viviría feliz y por muchos años. Lo había tenido tras ser violada por el dios-río Céfiso, una vez que quiso refrescarse en su corriente. El oráculo ciego le contestó que la vida de su hijo sería larga, siempre y cuando no llegase a conocerse a sí mismo. Los expertos señalan, hasta en dos ediciones distintas de “Metamorfosis”, la de editorial Gredos y la de Cátedra, aparte del manual de García Gual, he captado este mismo comentario, que se trata de una ironía de Ovidio, un chiste a costa de la leyenda que, dicen, podía leerse sobre el portal de entrada al Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Ovidio no respetaba casi nada: los dioses, la fidelidad del matrimonio, el decoro público. Por eso lo desterró el emperador Octavio Augusto a los confines del imperio, al país de los getas, en Rumanía, y no es un juego de palabras. Al menos intencionado. Por eso y porque tal vez se acostara con su hija. No recuerdo que decía al respecto Robert Graves en “Yo, Claudio”. Y la profecía se cumplió. Una tarde que hacía mucho sofoco, Narciso se acercó a beber a una fuente que había en un claro del bosque, vió su reflejo en las aguas, se conoció a sí mismo, se enamoró y murió de amores no correspondidos. Y todo empieza con Tiresias, se mezcla con Orfeo, aunque no recuerdo como, discurre hacia Tiziano, que es la meta de todo esto, transcurre en paralelo a Esquilo, que escribió sobre estos temas y otros afines, y se contamina con Garci en un ratito de descanso en que brujuleo en la sección de cina. Todo se amalgama en mi cabeza, y si no lo suelto aquí, en completo desorden, tal como coexiste habitualmente en mi cabeza, ésta lo mismo me estalla. Y si lo hago en Facebook y no en Twitter es porque es como una Biblioteca Pública, un reino donde gobierna el silencio, donde nadie va a querer interpelarme, preguntarme esto o aquello. Cada uno a lo suyo en su sitio de lectura.

Orfeo es mi penúltimo descubrimiento. Sobrevivió a la travesía del estrecho donde habitaban las sirenas, pero sin necesidad de atarse al mástil del barco, como hizo Odiseo. Venció su hipnótico cantó tañendo su lira y entonando poemas. Así salvo a sus compañeros de singladura, a los celebérrimos argonautas. Era digno hijo de Apolo, en lo artístico al menos, aunque mucho más consecuente y constante en el amor. Enamorado de la bella Eurídice, la siguió hasta los dominios de Hades cuando murió víctima de una picadura de serpiente. Al dios del inframundo y a su mujer Perséfone les emocionó su devoción y les deleitó su arte. Consintieron en que se la llevase de vuelta a la superficie, pero con una sola condición, que no mirase hacia atrás hasta cruzar el umbral de los infiernos. Si recuerda a la parábola de Lot supongo que no es asunto casual. Hay que decir que si fracasó en la prueba fue porque iba delante y le preocupaba la seguridad de su amada. Orfeo murió descuartizado por las servidoras de Dioniso, nadie sabe dar una razón, porque es un dios al que favoreció en su Tracia natal al extender su culto. Existe cierto consenso entre los filólogos en que tal vez fuese envidia mezclada con celos. Orfeo fue fiel a su mujer el resto del tiempo que le tocó vivir entre los vivos y rechazó a cuantas se le acercaron con la intención de intimar con él. Me parece una parábola muy actual en estos tiempos en que los hombres carecemos según la doctrina de lo políticamente correcto. Las Musas, no en balde Calíope era su madre, la más bella de todas, le organizaron un emocionante funeral. Le enterraron al pie del Monte Olimpo, salvo su cabeza y su lira, que arrojaron al río Hebro, con hache. Lástima, porque la historia es cojonuda y dan ganas de apropiársela. Y mientras eran arrastradas por la corriente camino del mar podía escucharse en los parajes que atravesaban gritos de llamada a su amada Eurídice. Después llegaron al Egeo, cuyas corrientes permitieron que recorrieran de punta a punta, hasta arribar a Lesbos. Allí se dieron por fin sepultura a sus últimos restos. Dejo que García Gual remate la historia: “Por eso renació con muy potente ímpetu en Lesbos la poesía lírica y allí, en la isla de Safo y Alceo quedó guardada la cabeza y la lira del poeta tracio. Allí, en torno a la tumba santa de la cabeza de Orfeo, acudían a cantar melodiosos lamentos los mejores ruiseñores del mundo griego”. Y no era para menos, era justo honrar la memoria del hombre que había vencido con su arte al horror y con su amor a la muerte. Cierto que en ambos casos solo en primera instancia. Pero es que ninguna victoria de un mortal es definitiva. Solo el triunfo de los dioses es para siempre. Ocho siglos después de todo aquello retomarían la tradición unos joven romanos movilizados en torno a Cátulo que miraban al futuro con los ojos puestos en el pasado, dando lugar a la poesía elegiaca en idioma latino. Nada es para siempre pero todo renace tarde o temprano o, como dijo no recuerdo quien, todo está interconectado de tan sutil aunque tan recia, que es imposible destrozar una flor sin trastornar una estrella. Ni que decir tiene que ando peinando las bases de datos de la biblioteca de Madrid en busca de libros sobre todo este asunto.


viernes, 15 de septiembre de 2017

Carpe diem




Carpe diem

A principios de este verano mi hermano sufrió un cólico nefrítico. Era fin de semana y la ciudad estaba completamente vacía. Me despertó de madrugada y me pidió que le acompañase a urgencias. Con los años te acostumbras a este tipo de emergencias sanitarias a horas intempestivas. En la anterior nuestra madre casi se nos va. En la anterior a la antepenúltima fui yo mismo quien acabó en la UVI del hospital de La Paz. Claro que yo tuve al menos la deferencia de pedir socorro cuando aun estábamos dentro del horario laboral. Solicitud que debí de hacer por gestos, no recuerdo bien, porque una de las primeras cosas que me hurtó el ictus fue la facultad del habla. El caso es que tras encontrar un taxi a solo dos manzanas de casa, suerte que era el momento en que empezaban a cerrar las discotecas y mi barrio está cuajadito de ellas, fuimos juntos a las urgencias habituales, las del Sanatorio San Francisco de Asís, con orden y concierto, sin tener que mediar palabra con el mundo, mi hermano vomitando entre los coches aparcados y yo adelantándome para encontrar transporte en única avenida transitada a aquella hora, la de Orense. Mi hermano ya es todo un veterano en lo que a la minería renal se refiere y yo, con los años, me he convertido en algo así como un personaje sin frase de una película de Woody Allen. Nadie sabe nunca por qué herida respiro porque soy una tumba. Pienso que esta impasibilidad, esta falta de necesidad de dar mi parecer en cualquier debate que me ronde, sobre todo si soy yo el asunto que se discute, es una secuela del derrame cerebral que sufrí. Cierta psicóloga me advirtió que suelen acarrear cambios bruscos de personalidad. El alma muta y a veces lo hace meramente por causas fisiológicas. O puede que esa sea la única causa posible, que House tenga razón y nadie cambie a sabiendas. El caso es que la relativa prisa con la que salimos de casa, de la cama al ascensor en menos de diez minutos, sin siquiera un café entre medias para espabilar de cara a lo que se nos venía encima, sobre todo a mí, porque mi hermano iba a estar perfectamente entretenido con sus dolores, no me impidió acordarme de llevar un libro conmigo: “Carmina” de Catulo. En la edición de la Editorial Gredos. Sello que durante el tiempo que sobrevivió a la adversidad de ocupar un nicho ecológico escaso en clientela, el de la literatura clásica griega y romana, estuvo suministrando a las librerías bellísimas ediciones, en lo físico y en lo espiritual. Libros llenos de notas a pie de página, que nunca he entendido por qué le molestan tanto a la gente. Todas las cosas realmente trascendentes en la vida nos las perderíamos, nos pasarían desapercibidas, si el corazón no anotase su parecer, si no escribiese un apunte aclaratorio a pie de texto. En el libro que yo portaba aquella noche llamaba la atención su cuidada encuadernación en cuero azul oscuro, tan característica de la editorial Gredos, que le daba una gran prestancia, aun a pesar de tratarse de un ejemplar solicitado en préstamo a una biblioteca pública, viejo y con evidentes muestras de haber pasado por infinidad de manos –Bueno, en realidad no tantas, como delataba la hojita pegada en el interior de la tapa con las fechas para las devoluciones-. Supongo que lo lógico es editar los libros de los autores cuyo recuerdo ha atravesado el océano del tiempo de una forma que se simule cierta sensación de perpetuidad. No, el “Carmina” de Catulo no es precisamente un título de rabiosa actualidad, una obra que una ola del presente haya depositado en la orilla del tiempo, a nuestros pies sobre la arena de la playa, para ponerla a nuestro alcance. Forma parte, más bien, de los restos de un naufragio ocurrido en altamar, lejos de la costa. Imagino que al médico de guardia le llamó la atención ver a alguien tan enfrascado en la lectura mientras tenía un pariente atiborrado de calmantes en la habitación contigua. Ni siquiera me di cuenta cuando se acercó a donde estaba sentado. “¿Me permites el atrevimiento de hacerte una pregunta?”, me dijo y, sin esperar a tener la venia, añadió: “¿Qué estás leyendo?”. “Las obras completas de Catulo”, le contesté, y como vi por la expresión de su rostro que no se agotaban ahí sus interrogantes, añadí: “Un poeta contemporáneo de Julio César”. Se dibujó una sonrisa traviesa en su rostro. “Algo así me imaginaba. ¿Y lo lees por obligación o por gusto?”. Me pareció una magnífica pregunta. Además muy pertinente. Dudé unos instantes la respuesta, dejé que madurara porque ni yo mismo la tenía clara. Supongo que en la madrugada uno lee o bien para conciliar un sueño que le es esquivo o bien por mero gusto, para llenar el espacio baldío del insomnio con las palabras de otro, harto ya de escuchar los pensamientos propios. Quizá, como tercera alternativa, y con ella se agotan las posibilidades, creo yo, para preparar un examen, pero mis canas parecían descartarla rotundamente. “Se trata del análisis de un cuadro. Hay cierta obra de Tiziano que se basa en un poema de Catulo. Por eso lo estoy leyendo, para poder entender mejor el lienzo”. No sé si soné convincente, pero el caso es que las preguntas cesaron. ¿Leer a los clásicos por obligación o por gusto? Me temo que este es uno de esos muchos casos en que la verdad no nos hace más guapos. Que se lo digan sino a la Editorial Gredos, a la cabra montés que berrea exultante desde su logotipo, como si no tuviera rivales dignos en su reinado, y que a la larga ha tenido que transigir y dejarse absorber por una filial de la Editorial Plantea, para subsistir en un país abarrotado de lerdos siendo pasto en los coleccionables de los quioscos. Si Tolstoi, Conrad y Goethe, pongo por caso, ya nos parecen gente de la prehistoria, sin más interés, desde nuestro marcado chovinismo del presente, que el meramente paleontológico, que el referencias solo útiles en el caso de que alguien desentierre por accidente un hueso de dinosaurio, que decir entonces de un tipo, como Catulo, que departió con Cayo Julio César desde el triclinio contiguo en muchos simposios. Peor, Gredos se atrevió a editar en su día a gente como Herodoto, Homero y Apolodoro, anteriores con mucho al inicio de nuestra era. Hay que ver cuánto asusta la abreviatura a. C. Pero, seamos sinceros. Para qué mentir estando solos en la madrugada. No está bien que me ponga medallas que no me corresponden, yo jamás habría sabido de Catulo si el bueno de Tiziano no me lo hubiera restregado por las narices. A lo largo de los años he sabido de él por muchas lecturas -“Los idus de marzo” de Thorton Wilder; “La suerte de Venus” de Steven Saylor; “Rubicón” de Tom Holland-, me he dado cuenta ahora, pero su nombre no llegó a captar nunca mi interés. Soy un lerdo más del rebaño que quizá necesita también del pasto que crece en los quioscos para cultivarse. Sin embargo, había genuino deleite en mi lectura aquella madrugada, sentado en el pasillo de un hospital, sin apenas nadie a mi alrededor: un celador en el otro extremo y un médico, un enfermero y un pariente doliente, en la habitación de al lado. El resto seres literarios. Ariadna en la playa de Naxos tras ser abandonada a su suerte por el pérfido Teseo. Ariadna colérica por las promesas incumplidas de su amante, solicitando un castigo de las Furias por su flaca memoria. Teseo víctima de otra desmemoria, infringida en este caso por las Erinias y no por su egoísmo, y que es la causa indirecta de la muerte de su padre Egeo. Ariadna perpleja ante la llegada de Dioniso, su redentor, en un carro tirado por dos fieros leopardos. Aunque esto Catulo no lo cuente exactamente así en su poema. Lo de los felinos al menos. Por mucho que Tiziano lo pintara tal cual en su cuadro. Esa pequeña discrepancia, y algunas otras, me obligaron en su momento a beber en otras fuentes escritas para entender al veneciano: En la de Nonno de Panópolis y sus “Dionisíacas”; en La de Ovidio y su “Arte de amar”; en la de Filostrato el Viejo y sus “Imágenes”. Aunque en realidad ninguno de los dos primeros hablen de leopardos sino de tigres, y el tercero incluso creo recordar que no menciona en ningún momento carro alguno. Aunque cito de memoria. Releer ahora sería como hacer trampa. Y todas esas viñetas de comic estampadas en una colcha, en un nórdico diríamos ahora, el del lecho nupcial en el que van a fornicar Tetis y Peleo durante su noche de bodas para engendrar a Aquiles. Quien no disfrutaría con estas pequeñas cosas. A la octava o novena lectura del Carmen 64 mi hermano ya estaba en perfecto estado de revista. Había superado la crisis, le habían atiborrado de suero para reequilibrar su descompensada química corporal y nos podíamos ir a casa con todas las bendiciones del escéptico médico. “Vini, vidi, vinci”. Y en mi caso no tuve ni que echar una ojeada a los galos, me bastó con leer un libro.

Qué tendrá el latín, me pregunto, que todo lo que está escrito en esta lengua parecen sentencias que no requieren ser demostradas, siquiera argumentadas, que parecen escritas en relieve sobre mármol pantélico, incontrovertibles, incuestionables e imperecederas. “Conócete a ti mismo”, podía leerse a la entrada del templo a Apolo en Delfos en tiempos de Pericles, y la frase aun sigue haciendo fortuna, aunque casi nadie la entienda del todo y sean aun menos quienes la ponga en práctica. Cierto que me estoy equivocando, aunque a posta: Aquella frase estaba escrita en griego. Pero la idea es el misma, no altera mi discurso. Es más, lo refuerza. Muchas sentencias de origen griego han hecho fortuna al ser traducidas y/o reformuladas por los romanos, como aquella de “Mens sana in corpore sano” de Juvenal. De hecho, “conócete a ti mismo”, dicha en esos términos, suena más bien a frase de hippies o de libro de autoayuda. Cómo envidiaba a los que estudiaban derecho porque tenían que aprender tantas frases en latín. A mi padre, que era abogado, le oí decir una vez aquello de “in dubio pro reo” cierta vez que se ventilaba si yo era merecedor de un castigo por mi comportamiento y, aparte de agradecido, me sentí fascinado por su oratoria. La sabiduría expresada en latín parece más y mejor. Nosotros en la escuela de ingenieros de montes nos teníamos que contentar con la fórmula de “Conditio sine quanon” del enunciado de algunos teoremas de Álgebra. Y bien poco más. Si me gustó el “Club Dumas” de Arturo Pérez-Reverte, para que nos vamos a engañar, fue sobre todo porque me reveló la existencia de epatante frase que adornaba los relojes de sol en los tiempos de Pilatos: “Omnia vulnerant, postuma necat”, en referencia a las horas, aunque también vale para la pasión del Señor. Todas hieren y la última mata. Luego vendría el conocimiento de aquella otra, la que hay escrita en una filacteria que un ángel despliega tras el caballero en el cuadro de Antonio Pereda: “Aeterna pungit, cito volat et occidit” -pronúnciese la “c” de cito como si fuera una “q”, con su “u” correspondiente, por supuesto, como si se estuviera mentando la capital de Ecuador, para que ningún enteradillo nos corrija-, tan emparentada en cuanto a significado, y casi llegué al éxtasis. Eternamente hiere, vuela veloz y mata. Es como el enunciado de un acertijo cuyo resultado es, que nadie se devane los sesos, el tiempo. El caballero sueña con las beneficios que puede traer la vida: fama, dinero, honores, y el ángel le advierte, o más bien a nosotros, porque el caballero parece más allá de cualquier enseñanza, sumido como está en su sueño de gloria, que cualquier bien de este mundo es pasajero, que solo los bienes del alma pueden ser acarreados a la otra vida.

Estaba claro que en este revival personal de los clásicos, no siempre voluntario, tarde o temprano iba a acabar arribando a la literatura de Horacio. Si el haber tenido que investigar sobre el cuadro “Baco y Ariadna”, el tercero de la serie del Camerino de Alabastro, me deparó la sorpresa del descubrimiento de Cayo Valerio Catulo, “La bacanal de los andrios”, el último de la serie, cuyo análisis inicio estos días, me ha obligado a darme por enterado también de la poesía de Quinto Horacio Flaco. Resulta que uno de los personajes del lienzo, que muchos consideran un retrato de la amante del pintor, Violante, por las flores con ese mismo nombre que luce en el pelo, tiene junto a sí un papelillo con una canciocilla cuyas estrofas son un elogio a las cualidades del vino, a su capacidad para infundir en los hombres la creencia de que son mejores de lo que en realidad son. Según leí en un artículo la letra de la composición está inspirada en una sátira de Horacio. Se trata de una carta que el poeta envía a un amigo, un tal Torcuato, a modo de invitación para un banquete que piensa celebrar en su casa. El amigo es abogado. Desciende de un linaje de hombres concienzudos, entregados al deber y marciales en sus actos: Los Manlios, cuya severidad les ha forjado una reputación a lo largo de los siglos. El primero en destacarse en este linaje se hizo célebre tras sentenciar a muerte a su propio hijo por desobedecer una orden suya. Y eso que el resultado había sido positivo: Una victoria contundente sobre el enemigo cuando se había dado orden expresa de no atacarlo. Otro posterior había declinado el asistir al funeral de un allegado, también un hijo -parece que éstos, los hijos, son siempre los peor parados en anecdotario de los Manlios-, para poder atender a sus obligaciones como patrono, que juzga ineludibles. Horacio trata de engatusar a su amigo para que acuda al fiestorro que quiere montar, donde sobre todo correrá el vino, que alaba sin medida: “¿Qué no destapa la ebriedad? Descerraja secretos, confirma esperanzas, empuja al cobarde al combate, exime de carga a espíritus angustiados, adiestra en artes. ¿A quién unos cálices fecundos no hicieron elocuente, a quién no aliviaron su estrecha pobreza?”. Normal que estos versos de Horacio ilustren un cuadro dedicado a Dioniso. Horacio le dice a Torcuato que deje el cumplimiento de sus obligaciones para otro momento, que olvide el ridículo proceder habitual de los Manlios y se desentienda de clientes, que se avenga a gozar con él de la velada que está preparando. Y tras esta conclusión es inevitable acordarse de la famosa sentencia: “Carpe diem, quam minimum credula postero” que, mire usted por dónde, tendría que haberlo sospechado desde un principio, también es de Horacio. “Atrapa el día”, nos aconseja Horacio en una de sus odas, “no otorgues ningún crédito al futuro”. Apostar por él es despilfarro. Si juegas al parchís no te guardes para luego las cuentas de diez, esas con las que se te premia por llevar las fichas hasta la meta, materialízalas cuanto antes, vive el momento presente, porque no puede saberse que nos deparara el futuro, siquiera si tendremos alguno esperándonos a la vuelta de la esquina. Escucho el consejo de Horacio, me dejo convencer plenamente por él al serme formulado en latín, además del bueno, y luego caigo en la cuenta de que si hay una enseñanza a la que he hecho menos caso a lo largo de mi vida ha sido a esa. La que llevaba las fichas a la meta a las primeras de cambio cuando jugaba con ella al parchís era mi madre, mi rival más encarnizada. Yo era más de dejar ese plus para el último apuro y, a menudo, me tenía que comer con patatas las cuentas de diez porque cuando llegaban ya no podían ser aprovechadas por ficha alguna. Tantas veces le quise decir a la adorable Paula: “Es conditio sine quanon que me sonrías para que fluya en mí la felicidad”, mientras el profesor Cerillo nos explicaba los teoremas de Poincaré que preludiaron las teorías de Einstein, y nunca fui capaz de agarrar el momento por las solapas, a pesar de lo mucho que me gustaba. Cuánto donaire y cuanta peca. Y no fue por ninguna estrategia de ahorro ni por altruismo, para no supeditar las metas de los demás a las mías propias, que es lo que yo creo que esconde el reverso de exhortación de Horacio. Fue sencillamente por cobardía. La sentencia “Carpe diem” no fue acuñada para los cobardes, ni para los que se dejan convencer solo por su tristeza. Horacio le dice a Torcuato que la cena se celebrará la víspera de la fiesta del natalicio del César Augusto, que podrán pasar la resaca en cama si así les place, y nos imaginamos que acabará convenciéndolo. Conmigo no habría forma. Soy completamente inmiscible en la alegría ajena. Rehúyo las fiestas como a la peste. Y eso que había señales. En el asunto de Paula me refiero. Ella y su amiga llegaban siempre después de mí, que era uno de los primeros en entrar en el aula, y se junto a mí, habiendo tantos otros sitios disponibles. Entiéndaseme: Las dos se sentaban a mi vera. Esto es: Una a cada lado, conmigo entre medias. Y no paraban de hablar durante toda la clase, en cuchicheos que quedaban siempre en la trayectoria de mi oído, de pelearse en broma utilizándome como campo de batalla. Si se trataba de una contienda de bolas de papel yo acaba siendo la mesa de ping-pong. Si se pasaban notitas con bromas yo ejercía de involuntaria estafeta. Aquello significaba algo, pero a mí me aterraba sacar mis propias conclusiones. Aun hoy, tantos años después, desconfío de las apariencias, no me atrevo a alargar la mano para agarrar un futuro retrospectivo que podría moldear a mi antojo. Quizá es que me enamoré del ángel andrógino de Pereda con su promesa de muerte.


domingo, 10 de septiembre de 2017

Retorno al Prado (18) - El Prado en el exilio (9) – El Camerino de Alabastro (2) - "Ofrenda a Venus" de Pedro Pablo Rubens


Ofrenda a Venus” de Pedro Pablo Rubens (Museo Nacional, Estocolmo)

Retorno al Prado (18) - El Prado en el exilio (9) – El Camerino de Alabastro (2) - "Ofrenda a Venus" de Pedro Pablo Rubens

En 1518 Tiziano hereda, casi en sentido literal, el encargo realizado por Alfonso I de Este a Fra Bartolomeo para la decoración de su Camerino de Alabastro en la Vía Coperta. La muerte del pintor florentino había paralizado el proyecto casi en sus inicios, aunque al menos había dejado un dibujo preparatorio, más bien un simple bosquejo, que trasladado al lienzo por uno de sus discípulos dio como resultado un cuadro que no fue en absoluto del agrado del duque de Ferrara. El duque decidió volver a la casilla de salida, recomenzar desde cero, y para ello se fijó en uno de los pintores que ya formaban parte de su séquito artístico, además discípulo de Giovanni Bellini, el autor del único cuadro de la serie ya acabado, aunque anterior a su concepción. Así, se envió a Tiziano el dibujo de Fra Bartolomeo para que prosiguiese el trabajo donde su predecesor lo había interrumpido, junto con una traducción al Italiano del texto que se suponía que debía ilustrar la obra. Dicho texto era un fragmento de la obra “Imágenes” (“Eikones”) del historiador y filósofo griego Flavio Filostrato, nacido en la isla de Lemnos en el siglo III después de Cristo. Se le suele apodar como el Viejo o el Mayor, para poder distinguirlo de su nieto, también llamado Filostrato y que, para incrementar las posibilidades de confusión, también escribió un libro titulado “Imágenes”, con idéntica temática, intenciones y estilo que el de su abuelo. El libro de Filostrato el Viejo es una recopilación de prolijas descripciones de una serie de cuadros, supuestamente vistos por él en una galería de pintura privada de la ciudad de Nápoles, constituyendo uno de los escasos vestigios existentes en la actualidad, en este caso literario, de lo que fue la pintura grecorromana. Poco sabemos acerca de cómo era este arte en aquel entonces. El tiempo nos ha legado muy poco, solo unas pocas obras supervivientes en Pompeya y Herculano, así como un puñado de Ekphrasis, que es como se denomina a las descripciones literarias de pinturas ya desaparecidas.


Ofrenda a Venus” (dibujo preparatorio) de Fra Bartolomeo (Galería degli Uffizi, Florencia)


En el capítulo introductorio de “Imágenes”, Filostrato desengaña a todos los que en su obra intenten buscar un texto científico con análisis técnicos sobre estilos, géneros o corrientes pictóricas de la Época Grecorromana o con reseñas historiográficas sobre pintores concretos:
La historia de quienes han sobresalido en este arte, y la de las ciudades y reyes que les rindieron culto, ha sido ya contada por otros. [...] El presente libro no trata de pintores ni de sus biografías, sino que ofrece descripciones de pinturas que sirvan de modelo a los jóvenes, para que aprendan a interpretarlas y se apliquen a una tarea estimable”.
No se trata para Filostrato de efectuar un análisis intelectual, historiográfico o estilístico sobre obras de arte concretas, sino más bien de practicar el viejo juego de equivalencias y reflejos que para los grecolatinos existía entre la Literatura y la Pintura. El poeta Simónides -el mismo que escribió el famoso epitafio para Leónidas y los 300 espartanos en Las Termópilas- lo explica en una frase: “La pintura es una poesía que calla, la poesía una pintura que habla”. En “Imágenes”, por lo tanto, lo que se intenta es traducir imágenes a palabras, obras pictóricas a textos escritos, sin que en el trasvase entre lenguajes artísticos se pierda un ápice de las emociones y experiencias sensoriales que nos procuran los cuadros. A Tiziano y al resto de pintores implicados en el proyecto decorativo del Camerino de Alabastro les incumbía recorrer el camino inverso, traducir la palabra a imágenes pictóricas, con la dificultad añadida de conseguir al final del proceso retornar al punto de partida, esto es, obtener una obra pictórica lo más semejante posible a la original, a la contemplada por el poeta grecorromano que la había descrito. Casi magia. Como sacar un conejo de una chistera. O como tratar de atraparlo mientras realiza abruptos quiebros en su carrera, como intentan los amorcillos en el cuadro de Tiziano.

En la introducción a “Imágenes”, Filostrato crea una puesta en escena para las descripciones de los cuadros que vendrán a continuación, pacta con sus lectores la ilusión de que está recorriendo la galería privada de un rico comerciante napolitano, situada en una villa junto al Mar Tirreno. El hijo del dueño le aborda y le propone recorrer juntos la extensa galería paterna para que le instruya acerca de las obras. Al acceder Filostrato a su ruego, el niño llama a sus amigos y comienza entonces el itinerario descriptivo con el filósofo acompañado de una joven y nutrida muchedumbre de oyentes, como si se tratase de un guía de nuestros días en una pinacoteca cualquiera pastoreando con sus explicaciones a un rebaño de turistas. Es por eso que en su discurso de vez en cuando se alude a uno o varios interlocutores que se supone que le están escuchando. En realidad somos nosotros, sus lectores, que con este artificio o triquiñuela literaria Filostrato pretende acercarnos emocionalmente a sus descripciones.
He aquí cómo me surgió la idea de este tratado: estaban celebrándose juegos en Nápoles, ciudad de Italia fundada por griegos cuyos habitantes demostraban su helenismo en su pasión por la palabra; yo no quería exponer en público mis discursos, pero una multitud de jóvenes venía a importunarme ante la casa de mi huésped. Vivíamos extramuros, en un barrio residencial frente al mar; había allí un pórtico orientado al céfiro, de cuatro –creo- o cinco pisos, con vistas al Tirreno. Cuántos mármoles puede proporcionar el lujo se daban cita en él, brindando esplendor al edificio, pero su mayor gala la constituían los cuadros que colgaban de sus paredes, que me parecían coleccionados con muy buen criterio, pus se manifestaba en ellos la maestría de muchos pintores. Ya se me había ocurrido a mí describir las pinturas cuando el jovencísimo hijo de mi huésped, que a la sazón tenía diez años, pero que era un niño muy aplicado y lleno de curiosidad por aprender, tras no quitarme ojo mientras yo iba y venía de cuadro en cuadro, me pidió que se los explicase. Para no parecerle descortés, le dije: Sea, pues. Haremos de ellos el tema de un discurso en cuanto vengan los jóvenes. Cuando estos llegaron les dije: Que el niño se ponga delante. A él irán dedicadas mis palabras. Seguidme vosotros, y no solo escuchéis, sino también haced preguntas si no entendéis algo de lo que voy a deciros”.
Mucho se ha discutido, literalmente durante siglos, acerca de si los cuadros que describe Filostrato, la pinacoteca en sí, existieron realmente. Es verdad que en su obra hay sobre todo un afán de lucimiento en la declamatoria. Sofista como era, el asunto del discurso era en muchos casos secundario respecto al estilo, siendo plausible que inventase obras enteras o porciones de las mismas que le permitiesen lucir su oratoria y arrancar exclamaciones entre sus lectores o sus oyentes. No obstante, queda claro que las hipotéticas obras recogidas en “Imágenes” parecen corresponderse con los temas habitualmente tratados en la pintura de su época, con un sesgo quizás hacia las pinturas que narraban exequias o muertes heroicas. En todo caso, ese camino contrario al de Filostrato que debía de emprender Tiziano, empezó a recorrerse con cierta asiduidad en el Renacimiento. Una traducción del Latín al Italiano de “Imágenes” fue encargada precisamente por Isabel de Este en 1510 a uno de los integrantes de su séquito de intelectuales: Mario Equícola, por lo que no sorprende la preponderancia como fuente de inspiración de los textos de Filostrato en la temática de la decoración pictórica del Camerino de Alabastro, ni tampoco la labor como director teórico de Equícola en el proyecto filosófico para el estudiolo, sabiendo como sabemos, además, de la influencia de esta mujer sobre Alfonso I. La traducción en cuestión, editada por el famoso editor Manuzio, fue prestada por Isabel de Este a su hermano precisamente por las fechas en que empieza a fraguarse el proyecto.

Tiziano aceptó el difícil reto con entusiasmo, pero no solo desde un punto de vista meramente técnico sino también intelectual, tratando de que en la traducción entre lenguajes hubiera no solo traslado de emociones y sensaciones sino también de conceptos e intenciones. En una carta dirigida al duque al recibir el encargo, le muestra su total disposición a jugar el juego de reflejos que se le propone con los cinco sentidos puestos en la empresa y su intelecto a pleno rendimiento:
"Ilustrísimo señor mío:
El pasado día, con la debida reverencia, recibí su carta llegada junto con el chasis y la tela que [su Señoría] me manda, y leída la carta y la información incluida me pareció lo más bella e ingeniosa que hallarse pudiera, y cuanto más lo pienso, tanto más me confirmo en la opinión de que la grandeza del arte de los pintores antiguos venía en gran parte ayudada por aquellos principios, que tan ingeniosísimos los ordenaban, de los que después obtenían tanta fama y alabanzas [...] Pero dejémoslo estar... le aseguro que no me podía ordenar más grata cosa ni más conforme a mi corazón Vuestra Ilustrísima Señoría, y estoy para poner toda mi industria y estudio, a fin de que sea cosa bella”.



Ofrenda a Venus” de Tiziano Vecellio (Museo del Prado, Madrid)


El fragmento que ha de ilustrar Tiziano recibe el título de “Los amores” (“Los Erotes”) y se corresponde con la sexta descripción del libro primero de “Imágenes”. Describe un jardín presidido por la diosa Venus en el que un numeroso grupo de niños alados, descendientes de las ninfas, se entregan a un simbólico juego amoroso. Lo reproduzco íntegro a continuación porque su mera lectura es una forma muy válida y efectiva de aproximarse por primera vez al cuadro de Tiziano. Elijo la traducción del libro “Imágenes” editado por Luis Alberto de Cuenca y Miguel Ángel Elvira (Edicones Siruela, 1993) por parecerme con mucho la menos farragosa de cuántas he consultado, incluso elegante por momentos:
"1. Mira unos Erotes que recogen manzanas. Y no te sorprenda su número. Son hijos de las Ninfas y gobiernan a todos los mortales, y son muchos porque son muchas las cosas que aman los hombres; además, dicen que hay un amor celeste que rige los asuntos divinos. ¿Sientes algo de la fragancia que llena todo el jardín, o no se et alcanza? Escúchame con atención, junto con mis palabras te llegarán también las manzanas.
2. Hay aquí unas hileras de árboles, con espacio suficiente para pasear entre ellos, y blando césped bordea los senderos, dispuesto como un lecho para quien quiera acostarse encima. En los extremos de las ramas, manzanas doradas, rojas y amarillas, invitan al enjambre entero de Erotes a recolectarlas. Sus aljabas están tachonadas de oro, y de oro son también los dardos que contienen; pero sus dueños las han colgado de los manzanos, y sin estorbo y libres revolotean todos en banda. Sobre el césped yacen sus mantos de variadísimos colores. No necesitan más corona sobre sus cabezas que los propios cabellos. Sus alas, de color azul oscuro, púrpura y, en algunos casos, dorado, se diría que golpean el aire con armonía musical. ¡Ah, esos cestos en los que recogen las manzanas! ¡Cuántas sardónices y esmeraldas las adornan! Y las perlas parecen de verdad. El trabajo es digno Hefesto. Más los Erotes no precisan de escaleras fabricadas por el dios, pues vuelan por lo alto hasta donde cuelgan las manzanas.
3. Por no hablar de los que danzan o corren, o duermen, o que como gozan comiendo las manzanas, reparemos en lo que significan estos de aquí; míralos, son cuatro Erotes, más bellos que el resto y están separados de los demás; dos de ellos se lanzan el uno al otro una manzana; la otra pareja se dedica a dispararse mutuamente con el arco , más no hay hostilidad en sus rostros, sino que ambos presentan el uno al otro el pecho, para que los dardos se lo atraviesen. ¡Hermoso enigma! Observa, a ver si soy capaz de entender al pintor. Esto es amor, niño, y deseo mutuo. Los Erotes que juegan con la manzana están empezando a enamorarse; por eso uno besa la manzana antes de tirarla, y el otro la recibe con las manos tendidas para besarla a su vez en cuanto al coge y volverla a tirar. En lo que atañe a la pareja de arqueros, están confirmando un amor ya existente. En una palabra, los que juegan inician el amor, mientras que los que tiran flechas no dejan de quererse.
4. Aquellos de allá, rodeados de infinidad de espectadores, se enfrentan animosamente, entregados a una especie de lucha. Describiré la lucha, ya que insistes: el uno ha agarrado a su contrincante, revoloteando por detrás de él, y lo aprisiona para ahogarlo, sujetándolo con las piernas; el otro no se rinde, se mantiene en pie e intenta librarse de la mano que le asfixia, retorciéndole un dedo a fin de que los demás cedan y abandonen su presa; a su vez el primer Eros, doliéndose ante el contraataque, muerde la oreja de su oponente; semejante infracción, contraria a las normas de al lucha, despierta la indignación de los Erotes, espectadores, que lo apedrean con manzanas.
5. Que no se nos escape aquella liebre: démosle caza junto a los Erotes. El animal estaba sentado a la sombra de los manzanos y se alimentaba de los frutos que caían al suelo, dejando muchos a medio comer. Los Erotes lo persiguen y se precipitan tras él, uno batiendo palomas, otro gritando, un tercero agitando su clámide; unos vuelan por encima de la liebre, otros siguen su rastro a pie; toma uno impulso para lanzarse sobre ella, pero la bestezuela le hace un regate y consigue escapar en el momento en que otro Eros intenta agarrarla por una pata. Los Erotes, riéndose, ruedan por el suelo, uno de costado, otro de bruces, otros de espaldas, todos con gesto de fiasco. Nadie utiliza el arco, pues intentan coger viva a la liebre, como ofrenda gratísima para Afrodita. 6. Porque pienso que sabes que se dice de la liebre, que tiene mucho que ver con Afrodita. Dícese, en efecto, de la hembra que, mientras amamanta a la cría que acaba d parir, lleva ya otra camada en el vientre, a la que nutrirá con al misma leche. Queda fecunda inmediatamente, de tal manera que no hay momento en que no esté preñada. En cuanto al macho, no solo engendra, de acuerdo con la naturaleza masculina, sino que, contra lo establecido, también queda preñado. Los amantes perversos han encontrado en este animal un cierto poder afrodisíaco y un medio eficaz para cazar muchachitos.
7. Pero dejemos estas cosas para los hombres malvados e indignos de ver correspondido su amor, y fíjate en Afrodita. ¿Dónde está? ¿Debajo de qué manzano? ¿Ves la gruta que hay en esa roca, de donde mana una corriente del más profundo azul, fresca y potable, que se distribuye en regueros para alimentar los manzanos? Piensa que Afrodita está allí: las Ninfas le han levantado -creo- un santuario, pues ella las ha hecho madres e los Erotes y, por ende, de bellos hijos. El espejo de plata, aquella sandalia dorada, los broches de oro, todos ellos son objetos colocados allí intencionadamente; proclaman que pertenecen a Afrodita: eso rezan las inscripciones , y se dice que son regalos d las Ninfas, y los Erotes ofrecen las primicias de las manzanas y, en corro, ruegan a la diosa que su vergel mantenga para siempre su belleza”.
La primera decisión que toma Tiziano, y una de las más importantes, que le separa netamente de la solución adoptada por Fra Bartolomeo, es acerca de la ubicación y preponderancia de la diosa Venus dentro de la obra. El pintor florentino le había asignado una ubicación central, organizando el dibujo de forma piramidal, con los personajes girando a su alrededor en un esfuerzo centrífugo, con la diosa situada en el vórtice del remolino. Tiziano relega a Venus a un lateral de la imagen, aunque conserve una posición preponderante dentro del cuadro, elevada respecto al resto de personajes. Es de notar también que se trata de una imagen escultórica no de un personaje de carne y hueso porque, ¿qué es lo que nos dice Filostrato en su texto acerca de la presencia de la diosa? Muy poco, y más bien hacia al final, y sin salirse de una deliberada ambigüedad: “[...] fíjate en Afrodita. ¿Dónde está? ¿Debajo de qué manzano? ¿Ves la gruta que hay en esa roca, de donde mana una corriente del más profundo azul, fresca y potable, que se distribuye en regueros para alimentar los manzanos? Piensa que Afrodita está allí: las Ninfas le han levantado -creo- un santuario […]”.

Venus está, si se quiere, en espíritu. Toda la escena está ocupada por una muchedumbre de erotes. Más de medio centenar. Ya nos advierte Filostrato: “[…] Y no te sorprenda su número. Son hijos de las Ninfas y gobiernan a todos los mortales, y son muchos porque son muchas las cosas que aman los hombres”. En un afán de llegar al fondo de las cosas, y que mejor sendero que la vía de los números, intente contarlos y perdí varias veces la cuenta. Son cincuenta y tantos, creo yo, incluyendo los que posiblemente se me hayan escapado por estar ocultos entre la fronda de la arboleda. Eso sí, estoy casi seguro de no errar al afirmar que se trata de un número impar, por razones que luego se harán evidentes.


Ofrenda a Venus” (detalle) de Tiziano Vecellio (Museo del Prado, Madrid)


Los Erotes se organizan generalmente en parejas, entregados al juego amoroso en muy diversas formas y estados del proceso. Las dos parejas situadas en primer término se dedican a lo que Filostrato describe en su texto: “son cuatro Erotes, más bellos que el resto y están separados de los demás; dos de ellos se lanzan el uno al otro una manzana; la otra pareja se dedica a dispararse mutuamente con el arco , más no hay hostilidad en sus rostros, sino que ambos presentan el uno al otro el pecho, para que los dardos se lo atraviesen. ¡Hermoso enigma! Observa, a ver si soy capaz de entender al pintor. Esto es amor, niño, y deseo mutuo. Los Erotes que juegan con la manzana están empezando a enamorarse; por eso uno besa la manzana antes de tirarla, y el otro la recibe con las manos tendidas para besarla a su vez en cuanto al coge y volverla a tirar. En lo que atañe a la pareja de arqueros, están confirmando un amor ya existente. En una palabra, los que juegan inician el amor, mientras que los que tiran flechas no dejan de quererse”.

Una variante que introduce Tiziano respecto al texto y que puede parecer trivial, aunque no lo es, es que la pareja que juega a lanzarse una manzana no está en el momento exacto de la acción del juego que indica Filostrato. El que se prepara para lanzar la pieza de fruta está ya en el inicio del movimiento del brazo que le permitirá arrojarla, no en el instante previo de acercársela a la boca para besarla. Deja ese protagonismo a uno de sus compañeros, como veremos enseguida. En cuanto a la otra pareja, el que se prepara gustoso para recibir la flecha nos recuerda más que ninguno otro de sus compañeros, por más que los Erotes parezcan todos gemelos exactos, al Niño Jesús de la sacra conversación de Tiziano existente en el Prado, de la que ya hablamos en una entrega anterior de la serie (ver “El obispo Jacopo Pesaro presentado a San Pedro por el papa Alejandro VI”).


Virgen con el Niño entre dos santas” de Tiziano Vecellio (Museo del Prado, Madrid)




Víctor I. Stoichita tiene una maravillosa intuición sobre el cuadro en su ensayo “Cómo saborear un cuadro” (Editorial Cátedra, 2009), en cuyo tercer capítulo analiza precisamente “Ofrenda a Venus” de Tiziano. Entre todo el enjambre de cupidos, nos advierte Stoichita, destaca uno que, al contrario que el resto de sus compañeros, se muestra solo, desparejado, y haciendo algo sorprendente: Nos está mirando. Es el amorcillo situado en segunda fila en el frente de batalla que se nos enfrenta, el que está situado inmediatamente a la derecha del que se muestra presto a recibir en su pecho la flecha del amor e inmediatamente detrás del que se prepara en primera fila para recoger la manzana que le van a arrojar en un instante. Además de mirarnos este amorcillo hace otra cosa, sostiene en su mano una manzana y se la acerca al rostro. No sabemos si la está mordiendo, aspirando su perfume -por un momento parece que estuviese arrugando la nariz al olisquearla- o palpando su tersura con los labios. El gesto es ambiguo. La pieza de fruta le oculta parcialmente el rostro y eso favorece el suspense. Tiziano nos deja deliberadamente con la duda porque así consigue abarcar con su sonido visual un abanico más amplio del cúmulo de sensaciones que describe Filostrato en su imagen sonora. En su descripción Filostrato involucra los cinco sentidos. Las manzanas tienen ese don, además de ser el emblema de Venus y un icono universal del deseo amoroso.


Ofrenda a Venus” (detalle) de Tiziano Vecellio (Museo del Prado, Madrid)


Una vez identificado el Cupido solitario fijémonos en él detenidamente. El eje de acción de las dos parejas que le rodean es paralelo al plano del cuadro, tanto el dardo que va a ser disparado como la manzana que será arrojada describirán trayectorias contenidas en él, mientras que el eje de acción del amorcillo solitario, su mirada para empezar, es netamente perpendicular a dicho plano. Entonces nos damos cuenta: Tal vez esté besando la manzana porque está pensando en arrojarla para poder procurarse un cómplice. Pero, ¿quién?, sería la pregunta. El hijo del dueño de la villa napolitana, el primer oyente de la descripción de Filostrato, esa parece la respuesta más plausible. O a nosotros mismos que miramos el cuadro, para así involucrarnos en el juego amoroso con el que los cupidos festejan a Venus. Es una genialidad de Tiziano que la que se podría decir que cumple la promesa hecha al duque en su carta de aceptación del encargo.

Algunos aspectos del texto de Filostrato son relegados por Tiziano en su cuadro, aunque no deje de incluirlos. Es el caso, por ejemplo, del episodio de la caza de la liebre, al que tanto espacio le dedica el poeta griego: “[...] Que no se nos escape aquella liebre: démosle caza junto a los Erotes. El animal estaba sentado a la sombra de los manzanos y se alimentaba de los frutos que caían al suelo, dejando muchos a medio comer. Los Erotes lo persiguen y se precipitan tras él, uno batiendo palomas, otro gritando, un tercero agitando su clámide; unos vuelan por encima de la liebre, otros siguen su rastro a pie; toma uno impulso para lanzarse sobre ella, pero la bestezuela le hace un regate y consigue escapar en el momento en que otro Eros intenta agarrarla por una pata. Los Erotes, riéndose, ruedan por el suelo, uno de costado, otro de bruces, otros de espaldas, todos con gesto de fiasco. Nadie utiliza el arco, pues intentan coger viva a la liebre, como ofrenda gratísima para Afrodita [...]”. La escena está recogida en el cuadro aunque relegada al fondo, en una zona donde el gentío de amorcillos dificulta su detección. Quizá esta marginación se deba a que la viñeta de la caza de la liebre la relaciona Filostrato con asuntos más o menos “turbios” según las épocas, como la homosexualidad y la pederastia: “[...] Los amantes perversos han encontrado en este animal un cierto poder afrodisíaco y un medio eficaz para cazar muchachitos [...]”. El primero lo era sin duda en época de Tiziano, tal vez también en la de Filostratro. El segundo lo es incluso en nuestros días.


Ofrenda a Venus” (detalle) de Tiziano Vecellio (Museo del Prado, Madrid)


De especial relevancia en el texto de Filostratro es el episodio que se refiere a la lucha que se entabla entre dos cupidos. Tiziano lo sitúa a la izquierda de la imagen, en una zona especialmente poblada por amorcillos, por lo que su detección también es difícil. Pero ahí está, y en este caso con plena fidelidad al texto que ilustra, ya que el mismo Filostrato lo ubica al fondo del cuadro que está explicando a su pequeño anfitrión: “Aquellos de allá, rodeados de infinidad de espectadores, se enfrentan animosamente, entregados a una especie de lucha. Describiré la lucha, ya que insistes: el uno ha agarrado a su contrincante, revoloteando por detrás de él, y lo aprisiona para ahogarlo, sujetándolo con las piernas; el otro no se rinde, se mantiene en pie e intenta librarse de la mano que le asfixia, retorciéndole un dedo a fin de que los demás cedan y abandonen su presa; a su vez el primer Eros, doliéndose ante el contraataque, muerde la oreja de su oponente; semejante infracción, contraria a las normas de la lucha, despierta la indignación de los Erotes, espectadores, que lo apedrean con manzanas”. Esta pelea entre cupidos alude al amor forzado, que no se atiene a las reglas pactadas. Se puede luchar por el amor pero la violencia extrema, morder una oreja o retorcer un dedo, están fuera de lugar. Por eso el disgusto de los espectadores de alrededor y el que arrojen manzanas a los contendientes. El amor llega de forma fluida aunque haya que lucharlo a veces, nos viene a decir Filostrato y su traductor a imágenes Tiziano.


Ofrenda a Venus” (detalle) de Tiziano Vecellio (Museo del Prado, Madrid)


Una de las grandes sorpresas que me deparó el documentarme sobre la “Ofrenda a Venus” de Tiziano fue averiguar que existía una copia de Rubens en el Museo Nacional de Estocolmo. Quizá no debería haberme sorprendido tanto. Al menos debería haber estado avisado. Rubens copiaba de forma compulsiva aquello que le gustaba o pensaba que podía ayudarle en su trabajo o formación como pintor. En el caso de Tiziano copiaba prácticamente todo lo que caía al alcance de su mirada. A este menester dedicó buena parte del tiempo que pasó en Madrid en las dos visitas que hizo a la corte de Felipe IV. Era bien conocida en el extranjero la fabulosa colección de Tizianos del rey. A su muerte, en el inventario de sus bienes había hasta 30 copias de su mano de otras tantas obras del pintor veneciano, buena parte de ellas realizadas durante sus viajes a España en misión diplomática. ¿Qué raro?, me dije. ¿En Estocolmo? Tirando del hilo mis peores sospechas quedaron confirmadas plenamente. En 1987 se realizó en el Museo del Prado una pequeña exposición, de apenas 7 cuadros, mínima pero selecta, en la que se pudieron contemplar juntos tres originales de Tiziano del museo madrileño enfrentados a sus respectivas copias realizadas por Rubens. Una de las parejas de mellizos estaba compuesta en su totalidad por obras pertenecientes a la colección del Prado. Me refiero a “Adan y Eva”, que, además, tienen un eco en una obra de Durero, también perteneciente al museo madrileño. Las otras dos eran obras del Camerino de Alabastro: “Ofrenda a Venus” y “La bacanal de los andrios”, ambas separadas por miles de kilómetros cuando están en sus residencias habituales, Madrid y Estocolmo. La séptima obra, desparejada en su caso, era “El rapto de Europa”. Se conoce que el museo que hoy día es su dueña no quiso o no pudo prestarla. Aunque ahí estaban “Las hilanderas” de Velázquez para resolver el problema, ya que hoy día se desconoce si lo que copió el pintor sevillano para el tapiz situado en la estancia del fondo de la imagen fue el original de Tiziano, entonces en el Alcázar de Madrid y hoy un cuadro integrante más del Prado en el exilio, o la copia que hizo Rubens y pudo rescatar Felipe IV en su almoneda. En todo caso, son tan parecidas que tanto da. Averiguar la existencia de sendas copias de Rubens de dos de las obras de Tiziano del Camerino de Alabastro me ha dado materia para dos capítulos más de esta serie de “El Prado en el exilio”.

Existen dudas acerca del dónde y cuándo Rubens copió los cuadros de Tiziano. Se sabe que visitó España dos veces, en 1603 y en 1622, pero las copias son necesariamente posteriores porque en ambos casos el pintor flamenco pinto alla prima, es decir, directamente sobre el lienzo, sin imprimación previa, una técnica que “copió” de los maestros venecianos, del propio Tiziano entre otros, pero que no empezó a emplear hasta la década de los 30 del siglo XVII. Los dos Tizianos llegaron a Madrid en 1638 mucho después de su segunda visita a la corte de Felipe IV, por lo que se cree que debió copiarlos cuando aun estaban en Roma. Se ha barajado la posibilidad de que efectuara un tercer viaje en 1638, momento en que está documentado que se efectuó un envió de hasta 112 obras suyas encargadas por el rey, pudiendo haber acompañado el valioso cargamento para supervisar su entrega e instalación en los reales sitios, pero no se tiene constancia de este viaje y parece, además, improbable por su delicada salud en aquellos sus últimos años de vida. También se ha propuesto que el propio rey pudiera enviarle los originales a Amberes como muestra de deferencia y que fuese el mismo quien le encargase las copias. En todo caso, a la muerte del Rubens, acaecida en 1640, ambas copias, junto con bastantes más obras maestras, entre ellas, por ejemplo, las celebérrimas “Tres gracias”, fueron adquiridas por Felipe IV a su viuda. Debió de ser un privilegio para el monarca poder contemplar juntas originales y copias de dos de sus artistas preferidos.

La copia de Rubens de la “Ofrenda a Venus” no es literal, aunque es bastante fiel al modelo, en líneas generales. Por supuesto que es evidente el cambio de estilo. Basta un mero vistazo para identificar copia y original. No obstante, Rubens introdujo algunas variaciones interesantes. El flamenco se decantó por hacer más evidente la presencia de Venus, que en el texto de Filostrato -es decir, en el cuadro que describe- y en la versión de Tiziano, solo se intuye. Por su forma de dibujar, Rubens no puede evitar que su estatua de la diosa parezca más viva, que el mármol parezca estar transformándose en carne, mientras que la Venus de Tiziano es meramente piedra. Pero para evitar cualquier equívoco la sitúa también en lo alto, surcando el cielo en su carro tirado por cisnes.




La copia de Rubens de la “Ofrenda a Venus” no es literal, aunque es bastante fiel al modelo, en líneas generales. Por supuesto que es evidente el cambio de estilo. Basta un mero vistazo para identificar copia y original. No obstante, Rubens introdujo algunas variaciones interesantes. El flamenco se decantó por hacer más evidente la presencia de Venus, que en el texto de Filostrato -es decir, en el cuadro que describe- y en la versión de Tiziano, solo se intuye. Por su forma de dibujar, Rubens no puede evitar que su estatua de la diosa parezca más viva, que el mármol parezca estar transformándose en carne, mientras que la Venus de Tiziano es meramente piedra. Pero para evitar cualquier equívoco la sitúa también en lo alto, surcando el cielo en su carro tirado por cisnes.

“Ofrenda a Venus” (detalle) de Pedro Pablo Rubens (Museo Nacional, Estocolmo)


Copiar la “Ofrenda a Venus” de Tiziano indujo a Rubens a pintar su propia versión del tema. Hablamos de “La fiesta de Venus”, una obra que pertenece a la Gemäldegalerie de Viena, en la que toma varios préstamos de la obra del veneciano, como la presencia de la estatua de la diosa -aunque por su ubicación central casi que recuerda más a la Venus de Fra Bartolomeo-, las vestimentas renacentistas de algunas mujeres y el ejército de cupidos. Sin embargo, la fuente literaria en este caso no es las “Imágenes” Filostrato sino “Los Fastos” de Ovidio. Hubiera sido, por tanto, una buena pareja en el Camerino de Alabastro del “El festín de los dioses” de Giovanni Bellini. La fiesta tenía lugar dentro del calendario romano en las calendas de abril. Se ofrendaba a la diosa principalmente rosas y mirto. Asimismo, las mujeres que iban a casarse ofrendaban a Venus las muñecas con las que habían jugado de niñas.


La fiesta de Venus” de Pedro Pablo Rubens (Gemäldegalerie, Viena)


A pesar de que la fuente literaria es otra, como ya hemos dicho, el haber copiado previamente la “Ofrenda o Venus” de Tiziano “contaminó” “La Fiesta de Venus” con aspectos de la obra de Filostrato. Así, es curioso como la gruta y la fuente descrita en el texto del filósofo griego, donde se supone que mora el espíritu de la diosa, esté reflejada con mayor detalle y exactitud en el segundo cuadro que en primero. Recordemos lo que dice Filostrato al respecto: “[...] ¿Ves la gruta que hay en esa roca, de donde mana una corriente del más profundo azul, fresca y potable, que se distribuye en regueros para alimentar los manzanos? Piensa que Afrodita está allí [...]”. Incluye incluso un amorcillo bebiendo del manantial para subrayar su frescura y potabilidad. Luis Alberto de Cuenca y Miguel Ángel Elvira, en la introducción a su edición del texto del autor griego se malician que Rubens jamás lo leyera, y que por eso todos los cambios significativos que introdujo respecto al modelo, como el cambio de sexo en un cupido o la presencia del carro de Venus surcando el cielo, fueron totalmente desacertados. El detalle que mencionamos pone al menos en duda esta afirmación.


La fiesta de Venus” (detalle) de Pedro Pablo Rubens (Gemäldegalerie, Viena)

Las dos copias de Rubens fueron robadas por el ejército francés durante la invasión napoleónica. Se desconoce cómo llegaron a manos del mariscal Jean-Baptiste Bernadotte, porque tengo dudas hasta de que pisara España. El caso es que, por avatares del destino, Bernadotte triunfó allá donde otros integrantes del clan Bonaparte -estaba casado con una cuñada de Napoleón, con la hermana de Josefina- fracasaron. Pudo acceder a una corona real, la del Reino de Suecia, donde era muy popular, y retenerla cuando el clima de guerra en Europa se sofocó a la muerte del emperador, creando una dinastía que dura hasta nuestros días. Su heredero Carlos XV donó las dos copias de Rubens al Museo Nacional de Estocolmo en 1865. Al menos durante algunas semanas del año 1987 volvieron a la que debió de ser su casa.