domingo, 13 de diciembre de 2015

Album de fotos (24)


10 de diciembre de 2015

En el episodio "Autopsia" de la segunda temporada de "Doctor House", para mi gusto no sólo el mejor de la serie sino también una obra maestra de las ficciones para televisión, a Gregory House le asignan un caso imposible, amargo, sin gloria alguna posible. Debe prorrogar la vida de una niña que de todas maneras está llegando a su término, haga lo que haga, tenga éxito o no en su diagnóstico. Andie es una niña de nueve años, una de tantas pacientes del doctor Wilson, el oncólogo amigo de House, que está aquejada de un cáncer en fase terminal. Le quedan tal vez dos o tres años de vida, pero algo diferente, otra enfermedad que nadie sabe diagnosticar, ha empezado a manifestarse con virulencia y amenaza con acabar con ella en semanas o tal vez días. Al rompecabezas que le proponen a House no solo le faltan muchas piezas sino que ha de resolverlo en un tiempo record. Observando a su paciente desde el otro lado de la pared de cristal, como suele -solo accederá a hablar con ella ya muy avanzado el episodio en uno de los diálogos más hermosos y emocionantes que se han escrito para la televisión-, comprueba que es ella la que consuela a su madre y no al revés. Su madurez y entereza, su estoicismo, le parecen impropios de alguien de su edad. En realidad de cualquier persona que esté doblemente deshauciada. Andie acepta con auténtico fair play, con humor incluso, su situación, su día a día circunscrito a las salas de los hospitales, donde es sometida continuamente a pruebas molestas y denigrantes, cuando no además dolorosas. Hay en ello un enigma que para House tal vez tenga un respuesta médica. "¿Qué harías si os dijeran que os vais a morir?", pregunta a sus ayudantes tras entrar en tropel en su oficina. "Acojonarme, supongo", contesta Foreman a bote pronto. "Exacto", certica House, "y sin embargo la niña...". "Andie...", sale en su ayuda Cameron. "... Sí, eso... Sin embargo, como se llame lo escucha imperturbable, como si fuese una roca". Para House la asombrosa fortaleza de Andie puede ser un síntoma del mal que le aqueja. Y aunque al final sale derrotado en la defensa de su tesis, que todos rechazan de forma visceral desde el minuto uno, en especial Wilson y Cameron, su particulares Pepitos Grillos, por parecerles indecente que pretenda hurtarle a una niña el mérito por su heroíca conducta, al menos su error le hace buscar en el lugar adecuado. Buscando un tumor o una lesión en el cerebro encuentra un coágulo en un vaso sanguíneo y consigue concederle a Andie una corta moratoria en el pago de la deuda contraída con la muerte.

Si ayer lo hice con el oeste, auqnue de forma indirecta, aprovechando el juego de reflejos, hoy me centro en el edificio este de las Torres Kio. Lo hago para fijarme en el juego visual, en el baile con el obelisco de Santiago Calatrava, que con su postura erguida, tiesa, parece marcarse un chotis con la torre inclinada. El monumento del ingeniero valenciano tiene una altura de 96 metros, aunque iba a llegar a los 120, ese era el encargo del cliente, Caja Madrid, que pretendía donarlo a la ciudad de Madrid, pero la densa red de túneles subterráneos en la zona desaconsejo perpretar tal exceso. En teoría iba a estar dotado de movimiento, pero la maquinaria se "descacharó" enseguida, en unos pocos meses, y el alto coste de la reparación y mantenimiento hizo que el juguete quedará abandonado en el suelo.

¿Es legítimo temer a la muerte? Un biólogo nos diría que aparte de algo lógico es sobre todo útil. Es el miedo a morir lo que nos hace huir del peligro, lo que acreecienta nuestras posibilidades de sobrevivir al transcurso del día. Yo siempre le había tenido terror a la muerte. Ese pavor nacía de la certeza de que es algo inevitable, que es un abismo insondable, en el más puro sentido de la palabra, al que algún día tendré que mirar cara a cara. Es una cita ineludible con el futuro, que lo cercenará todo de medio a medio. La única certeza en una existencia dominada por la duda. Recuerdo haber despertado súbitamente muchas veces en mitad de la madrugada,bañado en sudor tras haber irrumpido el terrible concepto en mitad de mis sueños. La muerte es la negación de todo y, sin embargo, me parecía lo único real. ¿Qué sentido tenía vivir si el final era inevitable? Pero no se trataba de una objeción filosófica, era puro pánico a la oscuridad y el silencio absolutos. ¿Cuando estas muerto vives en una cárcel en la que careces de percepciones en la que nada puede ser percibido? Y si ser es ser percibido, como afirmaba George Berkeley, desde un punto de vista subjetivo la muerte no solo supone la negación del propio ser sino también la de todo lo que existe de forma independiente a uno. Tras mi muerte ni siquiera me quedará el consuelo de que todas esas hermosas personas y lugares que he conocido que dan sentido al caos sigan embelleciendo el universo porque yo no podré percibirlas. No sé si lo que digo es confuso, supongo que sí. Hasta pueril. En todo caso, imagino que es superfluo que trate de justificar, y menos aun de explicar, el miedo a la muerte, ya que debe ser un sentimiento muy común entre los que pudieran estar leyendo ahora mismo estas líneas. El asunto es, y con esto vamos al fin a lo mollar en mi exposición, que durante mi ictus, en especial mientras me conducían en ambulancia en mitad de la noche hacia el hospital de La Paz, sólo, sin ninguna persona conocida junto a mí, no sentí la más mínima inquietad o angustia. Decir que me sentía bien quizá sea excesivo, aunque lo cierto es que el derrame apenas me provoco incomodidades, al margen de la imposibilidad de poder valerme por mi mismo. Pero en ausencia de dolor o malestar cabe hablar de un proceso con más aspectos agradables que desagradables, con más armonía que disonancia. Únicamente me inquietaba que algún vecino me pudiera ver saliendo en camilla por el portal de mi casa. Ese pánico escénico que siempre me ha acompañado, pero que dejó de tener relevancia una vez me embarcaron en el vehículo. Gracias a Dios era domingo y la gente ya se había recogido en sus casas. No hubo miedo en aquella noche ni en los tres días que la sucedieron. Hablo de mí, lógicamente, porque mi hermana lloró liberando toda la tensión aumulada cuando al cabo de ese plazo le comunicaron que había salido de peligro y ya no se temía por mi vida.
 
 

Torre Espacio es el rascacielos situado más al norte del cuarteto de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid. Junto a ella se sitúa la denominada como Torre de Cristal. Mientras camino en dirección a La Paz, al pie de la Torre de Norman Foster, el duo de rascacielos del extremo me lanza un guiño. Puedo ver reflejada en el vientre de la Torre de Cristal a la Torre Espacio, pero en pequeñito, como si aquella hubiera quedado preñada de ésta última y estuviera gestando un vástago a su imagen y semejanza. Ese juego de reflejos de unas en otras, como ya dije ayer, es lo más espectacular de las torres de la Bussines Area de Madrid. Torre Espacio fue proyectada por el arquitecto Henry N. Cobb y posee una extraña silueta. Tiene sección cuadrada en el plano basal y sección ojivale en la cúspide, transformándose progresivamente de un tipo de perfil al otro a medida que se asciende de altura. Esta extraña fisionomía de la Torre Espacio le confiere una forma que muta si uno gira en torno suyo, que varía según la dirección en que es contemplado, pareciendo bien un cohete de juguete, y tal vez de ahí su nombre, como los que se veían en la serie de dibujos animados "Los supersónicos" -sí, yo soy de esa época-, o, más exactamente, como el que aparece en la portada del album de Tintín "Objetivo la Luna", si es vista desde el norte, o bien un medio cilindro con un arabesco en forma de curva trazado sobre su fin piel de vidrio si es visto desde donde yo la contemplo ahora mismo. La tonalidad azul metáico de ambas torres casa extraordianariamente con el color azul invierno del cielo. Mirar tan en vertical forzando las cervicales me produce vértigo.

No, en ese rato, tampoco demasiado prolongado que tengo la sensación de que se ha extraviado de mi memoria, el tiempo de espera hasta la llegada de la ambulancia, no ví ninguna luz al final de un túnel ni mi vida pasó ante mis ojos en forma de resumen al modo de esos montajes que en el inicio de los episodioos de las series de televisión una voz en off titula"en episodios anteriores de... ". Nadie me dijo que el cielo podía esperar, si es que el ático es mi destino cuando palme. En realidad el cielo lo saboreé en la UCI. Siempre había escuchado que las unidades de cuidados intensivos eran lugares terroríficos, una especie de purgatorios, y es verdad que he visto algunos desde detrás de una cristalera y buena pinta no tenían, sobre todo si conocías a algún inquilino entubado de la sala. Pero mi estancia en la UCI de La Paz solo puedo calificarla como una experiencia plácida y placentera. Es verdad que ningún tubo salía de mi cuerpo, excepción hecha de la sonda que pendía de mis partes pudendas y que en vez de depreocuparme por tener que levantarme para ir el servivio me procuraba unas ganas permanentes de orinar, pero mi situación en general lejos de incomodarme,  de parecerme denigrante, terrorífica o tediosa, me tenía sumido en un sopor benigno que arañaba la felicidad. Había un tropel de enfermeras, todas hermosas sin excepción, que se desvivían por tener vigilado y cómodo, en la medida que ello era posible. Y no estoy hablando de una fantasía sexual hecha realidad. Más bien lo contrario. Me parecían ángeles, esto es, seres físicamente perfectos, extremadamente bondadosos y totalmente asexuados. Todas eran estilizadas como sílfides, amables y solítitas, morenas del prototico ibérico, ya que se trataba de un cielo español, salvo la enfermera jefe, que era pequeñita e inquieta. Con su reloj en la solapa y su bata blanca, que sonsultaba constantemente, cuando brincaba entre las camas de los enfermos, alrededor de la mía, me recordaba al conejo de "Alicia en el País de la Maravillas". No me permitía que cerrara los ojos en todo el día. A mi me gustaba hacerlo para que nada me distrajera de mis pensamientos. Pero en cuanto lo hacía se personaba al instante en mi cama y me zarandeaba. Luego, cuando abría los ojos y la miraba me preguntaba mi nombre, dónde estaba y en qué día de la semana estábamos. Siempre contestaba como mucho dos preguntas de cada tres, así que me daban un suficiente raspado. Luego supe que tanto empeño en no dejarme desconectarme era por temor a que no volviera a abrir los ojos nunca, a que cayera en coma prorundo.

En "Autopsia" a House se le presenta el inconveniente de tener que averiguar la ubicación exacta del coágulo en la cabeza de Andie. La red arterial del cerebro es como un universo ramificado practicamente hasta el infinito. Tiene una ligera idea de la región en la que puede encontrarse, pero topar con él es como tratar de encontrar una aguja en un pajar y entes de abrir para extirparlo ha de saber la ruta sobre seguro. Sus jefes le apremian y el pide más tiempo para acotar la búsqueda. Alguien le replica: "A este paso encontrar el trompo en la autopsia", y es cuando tiene la gran ocurrencia que llega en cada episodio. Eso es precísamente lo que va a hacer: Matar a la niña en una mesa de quirófano y auscultar su cadáver, para luego reanimarla y devolverla al país de los vivos. La cosa se explica así: Le reduce la temperatura corporal, le extrae toda la sangre y se la retorna al organismo poco a poco, permitiendo que un escáner le indique a medida que va ingresando el punto donde se produce una anomalía, una fluctuación, al penetrar en las arterias cerebrales. A esta operación la denomina trasfundir el organismo. Tras sufrir mi ictus tuve la sensación de que mi cuerpo se reiniciaba. Antes era habitual que tuviera hemorragias de todo tipo: oculares, intestinales, bucales. Fue como si la rotura capilar en el cerebro hubiese aliviado la tensión y la hubiese reducido a niveles tolerables. El cuerpo en tensión rompió por donde pudo una vez más, en la última ocasión en un lugar vital. Pero no solo se corrigió la tensión, también mejoró mi artristis, las molestias en la vejiga, la espalda. De repente era capaz de aguantar sin ir al baño el doble de tiempo. A mi también me apagaron pulsando el interruptor para a continuación reiniciaron, como House hizo con Andie.

Voy pillado de tiempo, no quiero alargar en exceso el paseo. Al pie de la Torre Espacio ya tengo una buena panórámica del complejo de edificios de La Paz, del que tiene forma de robot de la Guerra de las Galaxias, de uno con la misma línea que R2D2, el fiel escudero de Luke Skywalker. Solo son 15 pisos y sin embargo rcuerdo que cuando yo era niño parecía un rascacielos. A la derecha está el hospital donde permnecí ingresado. Dicen que es el mejor hospital de España. Me lo creo, aunque descartemos en esa valoración tan halagüeña la sección de urgencias, que conozco como familiar de paciente y es lo más parecido al infierno en la Tierra que conozco. Pero la UCI era como el cielo, así me lo pareció a mí. 120 minutos. He vuelto a batir el record.

 

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