jueves, 10 de diciembre de 2015

Album de fotos (23)



9 de diciembre de 2015

Hoy me dirijo hacia el norte en busca de La Paz. Me parece buen titular, equívovo si no se repara en en el uso de mayúsculas. En todo cao reconozco mi intención de hacer un juego de palabra. Camino despacio bajo un cielo limpísimo. Parcee mentira que sigamos en alerta por contaminación. Algo debe haber descendido porque los edificios se perfilan perfectamente sobre el fondo azul. Fotografío la sede del INE, que ya he dicho en alguna parte que me gusta por su aspecto naïf, como de cachivache de juguete. Desde la acera dentral de La Castellana parece lucir tupé Rock abilly por esa extraña cubierta de la que la han dotado. Alguna vez he estado en sus entrañas en mis tiempos de universidad, buscando información sobre censos para algún trabajo de economía. Bien mirado el edificio más bien parece una grapadora de diseño de esas que se compran en tiendas de material de oficina, para los adictos a las grapas, los bolis y las libretas de espiral. La Grapa saldría por donde está el cartel de Soraya Sáenz de Santamaría. Decididamente me gusta. Leo en Wikipedia que el edificio fue construido en 1973 pero que fue reformado profundamente entre 2006 y 2008, respondiendo el aspecto general resultante al diseño del escultor José María Cruz Novillo, a quien no tengo el gusto de conocr, y que lo denominó "Diafragma decafónico de dígitos". Pues eso mismo, lo que yo decía.

Recuerdo perfectamente que era domingo, incluso esa especial sensación que trae ese día de la semana, que se nota en la base del estómago y que se empieza a sentir ya en los tiempos de colegio, esa melancolía de ver atardecer sabiendo que mañana tocará madrugar, que se agota la luz de la libertad, que al día siguiente volverás a ser un reo de la rutina y las obligaciones. Eso en el mejor de lso casos, porque peor aun es no tenerlas y tener edad sobrada para ello. Era domingo y ya solo me cabía esperar a que empezara el partido de fútbol del Real Madrid. Tenía previsto verlo en el PC a través de una emisión pirata de Canal Plus. En aquella época vivía en un desasosiego permanente, quizá eso explique lo que inmediatamente iba a ocurrir, en un enfado sordo continuo y sin motivo concreto, pero en parte relacionado con las infantiles paleas en las que me involucraba cuando accedía a Twitter. También en mi desastrosa vida personal, por supuesto, o mejor decir que inexistente. El caso es que había convertido lo que debía ser una mera evasión de los problemas reales en una nueva fuente para ellos, en este caso virtuales, pero igual de estresantes y de una foma casi igual de caudalosa, así que mis días no tenían tregua, ni en el mundo real ni en la nebulosa de Matrix. Era primavera y el encuentro que iba a disputar el equipo era contra el Athletic de Bilbao, ya no recuerdo si en casa o en el Santiago Bernabéu. Iba a comenzar en un rato y decidí ir al servicio. La tensión me aumenta las ganas de orinar, es una de mis respuestas fisiológicas ante los nervios. Una vez hube acabado intenté subir la cremallera, pero ésta se obstinaba en no querer subir. Lo intente durante un rato, pero nada, no había forma. Era más que nada irritante, pero ninguna alarma sonó en mi cabeza. Quizá mis neuronas se habían tomado un respiro para un Kit-kat. De alguna forma, que cuando rememoro aquel momento soy incapaz de explicarme, me vi no solo con la cremallera bajada sino también con el cinturón desabrochado. ¿Tal vez producto del forcejeo? ¿Había ido a lo otro y mi pudorosa memoria lo ha censurado' Que sé yo. En todo caso, creo que es cosa de ponerse a explicar a estas alturas la mecánica de una visita al cuarto de baño para mear o para la tarea alternativa, me parece innecesario además de tedioso y desagradable, pero imagino que a todos se les alcanzará que para hacerlo no es necesario desabrocharse el cinturón, que para eso los pantalones tienen bragueta. El caso es, y eso es lo que importa, que me veía incapaz de volver a ajustarme el pantalón y este empezó a deslizarse por mis piernas camino del suelo. Aquello empezaba a ser bochornoso e iba de mal en peor. "Mira que hoy estas especialmente torpe", me dije tras mi enésimo intento fallido de encajar el gancho del cinturón en la correspondiente agujero. Entonces pensé en simplificar el asunto. Si ajustarse un cinturón se había convertido en un asunto tan complicado como una intervención de neurocirujía, y ya que yo no soy el Doctor Macizo, esto es, ni estoy macizo ni soy doctor ni conozco a Meredith Grey, pensé que lo mejor era simplificar el problema, que mejor incluso que despejar la incógnita de la ecuación para resolverla era eliminar la "x" de la fórmula. En otras palabras: Decidí ponerme un pantalón de pijama, que no necesitan ajustarse manualmente, ya que para eso llevan una banda eléstica en la cintura. Aun era de día pero, oyes, estaba en mi casa, era día festivo y no esperaba visitas. ¿A qué parece un buen plan? Tonto del todo no me había vuelto.

Una de las cosas más sorprendentes de los rascacielos es su capacidad de convertirse en espejos y reflejar su entorno inmediato, especialmente con la luz de ciertas horas del día. Cuando en ese entorno hay otros edificios el juego de reflejos se convierte en un pasatiempo lúdico apasionante. A una escala menor porque no se trata de un edificio pequeño, capto una de estas paradojas visuales al llegar a la Plaza de Castilla, la transformación de la piel de un edificio en la de su vecino, como si fuera un mutante, un x-men, capaz de absorver los superpoderes de otro y hacerlos suyos. En la fachada del Hotel Puerta de Castilla, en el número 191 de La Castellana,  veo reflejado el perfil de una de las torres KIO, con su anómala inclinación incluida mientras discurro por debajo de la marquesina del intercambiador de transportes. He llegado a la plaza en apenas media hora. Al comienzo de mis paseos me parecía terriblemente lejos.
 


Los problemas motrices debieron demorarse bastantes minutos desde el comienzo de la crisis porque llegué a mi dormitorio sin mayor novedad. Tampoco hablamos de una maratón, es verdad. Siendo generosos, entre mi cuarto y el baño hay tres o cuatro pasos mal contados. Eso sí, me costó un tanto abrir la puñetera puerta del armario ropero. La llave, como antes el cinturón y la cremallera, se había declarado en rebeldía, pero pude someterla haciendo uso de mi proberbial mala leche. Aun era capaz de odiar un trozo de hierro y reporcerle el cuello dentro de un agujero practicado en la madera para que me obedeciera. Quitarme el pantalón y el canzoncillo fue fácil, me bastó con pactar una alianza con la Ley de la Gravedad. Otra cosa bien distinta fue intentar ponerme el pijama. No lograba coordinar mis piernas con la prenda, que coincidieran en el mismo lugar del espacio-tiempo. Era como una danza de apareamiento de gansos. A veces lograba poner en el mismo sitio un miembro y una pernera, pero en instantes distintos. Cuando trataba de encestar un pie en el cilindro de tela rayada con vivos colores siempre daba en el aro y ni siquiera era capaz de coger mi propio rebote. Al tercer o cuarto intento acabé por el suelo. Afortunadamente, la propia puerta del armario, que estaba convenientemente entornada, amortiguó el impacto de la caída cuando mi espalda chocó con ella. Ahora me parece un milagro que lograra levantarme. La operación póngase cómodos para ver el fútbol iba de mal en peor. Desesperado decidí salir a pedir ayuda. Y si no era para pedir ayuda, para contarle a alguien tan jocoso sucedido. Estaba viviendo en un un libro de Stephen King: La rebelión de los puñeteros objetos cotidianos. Creo que iba desnudo de cintura para abajo, no lo recuerdo bien. Es algo que deduzco más que un recuerdo. Aunque pienso que iba otar vez con el pantalón de vestir, sina jutar, agarrado con la mano para que no se me callear de la cintura. Justo al lado de mi cuarto, en el pasillo que desenboca en el recibidor de casa, estaba mi hermana. Traté de decirle algo, pero me había convertido en el más simplón de los enanitos de Blancanieves, en Mudito. Tampoco hizo falta explicar nada, mi hermana vio mi rostro paralizado del lado derecho y ató enseguida cabos. Llamó a gritos a nuestro otro hermano y entre los dos me llevaron al salón y me tumbaron en un sofá. En ese preciso instante yo me desconecté del mundo. Dejé de preocuparme, no solo de mi incapacidad para vestirme sino de todos los demás problemas, de los míos personales y los de la humanidad. Ya no me importaba ni estar arruinado ni el hambre en África ni que cuatro merluzos resentidos despellejaran vivo a Iker Casillas en la redes sociales. Estaba relajado y me había dejado de interesar mi entorno. Y aquí viene el primer misterio: en lo que me pareció un suspiro vi entrar en la habitación la dotación de una ambulancia. ¿Eché quizás una cabezada? ¿Batieron un record de velocidad aprovechando el poco tráfico dominical? ¿Alguien había llamado por teléfono a urgencias o se habían presentado de mutuo proprio? Enseguida se hicieron cargo. Me tomaron la tensión con un sofisticado aparato, creo que en la cabeza y me llevaron a La Paz. Si hubiera querido protestar no habría podido porque no podía hablar, pero lo cierto es que todo me parecía bien. Que me llevaran de allí sin un acompañante, que me sacaran a la calle en pijama -se conoce que alguien con más pericia que yo había logrado ponerme un pantalón-, que oyera pitar una sirena todo el trayecto como si estuviera grave, que nadie me informase de qué pasaba. Pero, ¿realmente me importaba saberlo? ¿Era consciente de lo que estaba ocurriendo, de mi gravedad? No estoy seguro.

Cuando llego a un punto de La Castellana en que las torres de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid quedan a tiro del objetivo de mi cámara ha pasado casi una hora desde que salí de casa. ¿Cuanto tardaría aquel domingo en llegar en ambulancia. ¿Unos pocos minutos? Tan cerca de los rascacielos necesito hacer una foto en formato vertical. Ya las he fotografiado desde la pasarela peatonal que cruza por encima la avenida, pero esta toma me gusta más. La Torre CEPSA, la diseñada por el estudio del arquitecto Norman Foster se convierte en la protagonista. El edificio mide 250 metros y es el más alto de España. También el menos molón del cuarteto, en mi modesta opinión. Tiene la ventaja de que si Godzilla quisiera apartarlo de su camino no tendría que derribarlo de un manotazo, le bastaría con cogerlo por el asa superior y colocarlo en otro sitio que no estorbase. Me ha costado el lustro que lleva construido en que me empiece a gustar. Supongo que he hecho un especial esfuerzo por tratarse de una criatura de mister Foster. Que no aprezca que soy un inculto que no sé apreciar la obra de un genio. Echas las fotos doy media vuelta. Dejo para mañana alcanzar La Paz. Aun tengo un pequeño margen de tiempo para llegar más lejos. Tardo 115 minutos en regresar a casa. Aquella vez fue una semana. Pero pude volver también para contarlo, como estoy haciendo ahora.

 

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