lunes, 7 de diciembre de 2015

Album de fotos (21)



3 de diciembre de 2015

De nuevo en la ruta, como dicen los camioneros. La misma de ayer y antes de ayer, y puede que también la de mañana. Dirección norte por La Castellana. ¿Me come la rutina? De eso se trata, de dejarme devorar por lso pies por el ogro de la disciplina. Hoy hace menos frío. Han vuelto los cirros, pero se muestren menos caprichos a la hora de esparcirse y estirarse perezosos por el cielo que hace dos días. Hay poco tráfico en las calles. Llevamos media semana con el protocolo de lucha contra la contaminación activado. Las zonas azules de aparcamiento están desoladamente vacías. Es el peaje por un invierno sin lluvia que casi se puede sobrellevar en mangas de camisa. Hasta la Plaza de San Juan de la Cruz camino con el piloto automático, mis pies se saben de memoria el sendero. Lo podría hacer hasta dormido. Y no descartemos que no lo esté haciendo en este momento. Si llegan los sueños me gustaría que fueran sobre ella, sobre el día que pasamos juntos tras recogerla en la Estación de Atocha. El extremo norte de La Castellana está fuera del radio de acción de mis paseos, epro quien sabe si lo lograría si sigo entrenando...

En la cima del cerro que hay al oeste de la glorieta de San Juan de la Cruz está la escuela de Ingenieros Industriales y el museo de Ciencias naturales, el antiguo Palacio de las Artes y la Industria, edificado en 1887 por Fernando de la Torriente siguiendo las nuevas corrientes que venían de París, aunque tamizadas por los modos españoles. He pasado tantas veces junto a él, lo he fotografiado tantas veces tantos días distintos, que al final ha acabado sustitando mi curiosidad. He recabado la información disponible en mi biblioteca, que no es poca, y he chapoteado en internet. En las exposiciones universales de finales del XIX, sobre todo en la que tuvo lugar en París, triunfo el uso del hierro como nuevo elemento constructivo, siendo el ejemplo más sobresaliente en este sentido la Torre Eiffel, construída dos años después que el palacio de la colina, que ahora tengo ante mi vista. Pero aquí, en España se, desconfiaba de la nobleza del hiero desde un punto de vista artístico. El metal era para la industria no para la arquitectura, razonaban los magnates que financiaban las obras. Por eso, aunque la estructura del palacio es completamente de metal, fue revestida por una "piel" cerámica a base de ladrillo vitrificado a fin de ocultar su esqueleto tecnológico. Aunque sobresale en el conjunto de construcciones para delatar su auténtica naturaleza la cúpula metálica de aire conventual y planta hexagonal, como una flor de seis pétalos de un vergel de metal. Ensayo varias tomas y ninguna me convence. Hay demasiados árboles de por medio para captar una buena panorámica y el conjunto es demasiado heterogéneo como para que no pierda su esencia visto demasiado de cerca, a quemarropa, fragmentado. Las partes parece que desdicen al todo, que no es otar cosa que un fuerte en lo alto de un cerro. Una ubicación desde el otro lado de la plaza, cerca del antiguo emplazamiento de la estatua ecuestre de Franco ya retirada, sería una buena solución, pero no estoy por la labor de perder tiempo tanteando. Lo apunto en la lista mental de tareas pendientes.

Esta vez trazo mi paseo por la acera este de La Castellana, la contraria a la habitual. Es la que corresponde si quiero fotografiar el flanco que me falta del monumento a Emilio Castelar. Desde el este la postura del político parece más la de un Lenin arengando a las masa del  proletario que la de un procer de la patria desgranando un discurso ante sus pocos iguales, la élite civil, en la sede de la soberanía nacional. La verdad desnuda se muestra desde aquí más apetitosa para el común de los mortales que desde ninguna otra perspetiva. Tres hombres del pueblo parecen subir las escalinatas en su busca formando casi un tumulto: un obrero, un soldado y un estudiante. Parece que hay ganas de contactar con la verdad, con su carne, que con el espíritu de las palabras de Castelar. Me falta un ama de casa para tener representado todo el abanico de elementos de la clase media-baja. Su presencia además difuminaría el regusto erótico que tiene la escena. Aunque ya sabemos que cuando la verdad se desnuda no tiene gustos ni preferencias, a todos agrede por igual, sin atender a credos, razas o profesiones. Mucho menos a géneros. "Échenle una manta encima a la Verdad, que la van a violar", me dan ganas de gritar. No pasa nada, mis gritos seguramente se verían ahogados por el tráfico.

Cuando llego al museo al aire libre del cruce de Eduardo Dato ya predomina la penumbra, hilachos de luz se cuelan por las rendijas del perfil del puente creando sombras listadas que le dan un aire grácil a la "Sirena varada" de Chillida, quizá el elemento más famoso de la exposición. Dice la ficha de Wikipedia que su nombre está inspirado en la obra de Alejandro Casona del mismo nombre. Yo tengo en este blog un cuento desgranado en varios post que se titula "Sirenas varadas en archipiélagos de luz". Ser todavía más rebuscado que Casona es todo un logro. Aunque el juego de contraluces hace que mi título tenga más sentido. Colgada  de varios tirantes de hierro que penden del tablero del puente bajo el que se esconde, el balanceo quieto de la sirena parece una parodia de "El columpio" de Jean-Honoré Fragonard. Es también un instante detenido en el tiempo, un fotograma de una secuencia de movimiento. Entro un momento en el edificio de la Casa de ABC, que está casi al lado. Había antes en este centro comercial un kiosco que era uno de los pocos puntos de venta en Madrid de "El noticiero de las ideas", la revista dirigida por el historiador Fernando García de Cortázar. Aun queda dentro de mí algo del antiguo cazador de libros y publicaciones, aunque ahor sea caza sin muerte. En mi casa ya no cabe una presa más. Lástima que mi coleción esté acabando estos días en los contenedores de papel del ayuntamiento.





En la acera oeste de la Castellana, en el tramo que conecta ya con la Plaza de Colón, me entretengo fotografiando lo que me llama la atención, que es casi todo: El Hotel Villa Magna, con su árbol de Navidad en la entrada, diminuto comparado con los plátanos de la acera; La sede central del Banco de Santander, tan regular en su arquitectura que prece una tarta; El edificio de Rafael Moneo construido para ser la sede de Bankunion cuando mi padre era consejero de esta entidad -tamnpoco él entendía est arquitectura-, y que ahora es propiedad de no sé cual fundación; Los quioscos techados y acristalados de los bulevares, con su regusto decimonónico, vestigios de otra época más elegante que la nuestra, y donde aun hay gente departiendo en la sobremesa. Esas comidas de negocios tan copiosas e interminables a las que se ven sometidos quienes dirigen el cotarro. Tenía pensado llegar hasta la Plaza de Colón. Incluso se lo había anunciado a mi amiga a través de mensajes privados en Twitter. "Ando un poco mohino pero voy a sudar las penas con un paseo hasta la estatua de Colón", le escribí cuando me preguntó como estaba. Pero tengo la tarjeta de memoria de la cámara repleta de fotos y no tendría sentido llegar tan lejos para no incluir alguna imagen enblemática en el album. Mi amiga se va a enfadar y eso no me conviene. Es la única lectora fiel de este blog y me tiene controlado. Aviso solo para sus ojos: "Créeme, mañana llegaré hasta Colón . Te doy mi palabra. Y mi palabra cuenta, como decía Robert De Niro en Heat".

Hay una segunda razón para desistir de seguir adelante: Estoy en la frontera del territorio de Aicha. Me detengo en la raya imaginaria y doy media vuelta para volver sobre mis pasos, aunque antes cambio de acera. Cuando la conocí di por sentado que era francesa, y tarde tiempo en darme cuenta de mi error. Es muy probable que la suya sea la voz más hermosa que haya oído jamás. Me enamoré de ella por su forma de hablar, su acento aparentemente ingenuo a la par que insinuante, con ese mohín permanente en los labios, a lo Briguite Bardot cuando pronunciaba las vocales. También de sus profundos ojos negros. Este segundo rasgo me debería de haber dado una pista sobre la solución del certijo. Hablaba igual que las chicas de las películas de Eric Rohmer, esas que me gustaba ir a ver a los cines Alphaville y los Renoir solo por el placer de oirlas en versión original. Algo de parisina tenía porque estudió y trabajó un tiempo en aquella ciudad, pero el Francés lo aprendió de niña en su Marruecos natal, donde es la lengua oficial que se enseña en lso colegios. Aunque de raza árabe, según ella, a pesar de que sus labios oscuros me hicieran siempre dudar una pizca de sus palabras, tenía los ojos moros, tal como los describe el tópico. Ojos oscuros que fluyen líquidos y espesos como la miel cuando los contemplas y a los que se pega tu mirada tras el primer contacto visual. No hay amarguras ni ansiedades en el recuerdo de Aicha. Hace muchos años que no la veo. Es geogrfía del pasado. La supongo viviendo tranquila en Málaga con su hija. Una vez me planteé hacerle una visita sorpresa durante un viaje de trabajo a Marbella. Pero imperó la cordura.

Cuando estoy a punto de retornar a la Plaza de Emilio castelar por el bulevar arbolado, me fijo en un palacete de la acera oeste. Aprovechando el poco tráfico me estaciono en el carril bus de la calzada lateral para tomar varias imágenes. Mientras hago el encuadre de la última oigo un claxón. Pidiendo perdón con la mano al conductor del 27, que me lanza una mirada de reproche, recupero la acera en dos zancadas y un brinco final, como si estuviera practicando el triple salto. El edificio que ha captado mi atención es el palacete del número 35 de La Castellana, construído por el arquitecto José López Salaberry para Eduardo Adcoch a principios del siglo XX. Como tantos otros de la época, está construido al estilo parisino, aunque con detalles neo-renacentistas del movimiento del 98. A punto de cumplir el siglo de edad, en 1999, el imponente hotelito fue adquirido por la constructora Ferrovial para ser la sede actual de la Fundación Rafael del Pino. El retorno es lento para compensar las prisas de la ida. Recoger carrete siempre es un proceso más aborioso que dejar que el pez aun con fuerzas tire del sedal espoleado por el pinchazo del anzuelo. Cuando viajaba por España en mi Pegout 206, tenía la extraña idea de que algún día llegaría lo suficientemente lejos como para que el hilo se rompiera al verse tan estirado y traccionado y ya no sería posible el reotorno. Una vez en la Sierra de Gata, en Cáceres, tuve la sensación de que el sedal estuvo a punto de romperse, pero pude volver sano y salvo a mi casa. Ha sido un paseo muy entretenido el de hoy. 105 minutos han tenido la culpa. Mañana sin duda batiré mi record de duración.

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