martes, 3 de noviembre de 2015

Album de fotos (5)



2 de noviembre de 2015

Casi todo el fin de semana metido en casa. Al final se frustró el encuentro con mi amiga. Cambié el plan por una visita a la iglesia con mi madre. Llevaba décadas sin ir a misa. Gracias s Dios llegamos después de los sermones. La Basílica de la Merced es enorme, tiene dimensiones de catedral, aunque un interior muchísimo menos lujoso. Cuando era niño me entretenía durante las homilías imaginando bucaneros encaramados a sus techos, descongándose con cuerdas desde ellos, como Burt Lancaster en "El temible burlón" de Robert Siodmak. Luego me pasaba el resto de los domingos con terribles complejos de culpa por no atender a la palabra del Señor.

Mi amiga trajó el sol a Madrid y se lo llevó consigo cuando partió rumbo a su tierra. Ha amanecido lloviendo. Tenía planeada para el paseo de hoy una excusión al pasado remoto. Por no suspender más planes me he resignado a caminar bajo la lluvia. Quería encontrar mi primer colegio. Solo conocía la zona en el que está -la colonia de chalets de El Viso- y el nombre de la calle. Apenas tengo recuerdos del lugar o del edificio y, sin embargo, por algún capricho de la memoria, tengo registrado como grabado en bajorelieve sobre granito el dato de la dirección: Calle del Sil, una calle con nombre de río en un barrio que es como la red fluvial española. Se que lo más probable es que el colegio haya desaparecido. Son muchísimos años los transcurridos. Alguna vez he deambulado por aquellas callejuelas y ni siquiera he sido capaz de encontrar la calle. Esta vez voy mejor pertrechado. He buscado en Google un callejero y me he hecho un plano a boligrafo sobre un trozo de papel que llevaba en el bolsillo de la camisa. Cogí un paraguas cualquiera del paragüero y salí a la calle. Estaba encapotado. Ahora no llueve, aunque lo ha hecho toda la noche pasada y durante la mañana y los pavimentos de la ciudad parecen como barnizados. El viento arrancaba gotas de las ramas de los árboles cuando pasaba debajo de ellos y algunas mojaron los cristales de mis gafas. Las gafas de verano están inventadas hace décadas, pero las de invierno aguardan a un Leonardo Da Vinci ingenioso y preocupado por cualquir minucia. Los días como hoy restan intensidad a la luz a los cielos pero, por otra parte, la uniformizan haciendo más fácil hacer fotografías. Al menos para un profano en la materia como yo. No tengo que andar pendiente de si tengo el sol a mis espaldas. Bajo el capote de las nubes la luz no procede de ninguna dirección en particular. Todo se tiñe de color gris perla, del color de la melancolía.

Al pasar junto a la base de la Torre Picasso hice una llamada con el móvil. Hay alguien con quien llevo mucho tiempo sin hablar y su silencio me pesa. En el primer intento el teléfono ni siquiera da señal alguna, como si la conexión no se hubiera completado o alguien la hubiera cortado enseguida al otro extremo de la línea. En al segunda salta el buzón de voz. Había pensado en llamarla ayer domingo pero al final no me he sentido con ánimos. Está más que claro que no quiere contestarme y su rechazo o indiferencia me provoca vergüenza. El último escalón antes de llegar a la nada es ser ninguneado por aquellos a quienes quieres. Nunca hubo una última conversación que explicara la cosas, que estableciera unos patrones de conducta a seguir a partir de entonces. Simplemente el hilo de comunicación, hasta entonces muy fluido, se cortó un día y cesó el diálogo entre las partes, que por una breve época llegué a soñar, y casi convencerme, de que era solo una. En la era de las comunicaciones es humillante no poder contactar con alguien cuya voz necesitas escuchar para mantener el equilibrio. Me detengo un momento a fotografiar el parque de AZCA, una isla de verdor surgida en el desierto urbano, como un oasis entre dunas de cemento. Cruzo la Castellana a la altura de la Plaza de Lima, junto al Bernabéu, y remonto Concha Espina hasta el inicio de la cuesta. En la Iglesia de los Sagrados Corazones, la que hay junto al estadio, hice mi primera comunión, organizada por el colegio al que voy. Aquel día me convertí oficialmente en persona mayor y mis tiempos de escolar en aquel colegio tocaron oficiosamente a su fin. Subo por la Calle del Segre y las aceras y el asfalto se tiñen con el amarillo de los foliolos de las acacias de tres púas. Paso ante la fachada de la embajada de Nigeria. En esta zona hay varias legaciones diplomáticas de países africanos. Un indicio de que estamos en una zona con caché, aunque hasta cierto punto, porque de lo contrario las legaciones serían europeas.



En la esquina de Segre con la calle Serrano me entretengo en fotografiar una acacia de buenas proporciones. Lanzo hasta 4 fotografías por que no me acaba de convencer el encuadre. En todos ellos queda fuera de la imagen el lóbulo suberior de la copa, un copete de ramas que corona el árbol. Luego continuo por la calle del Turia, hasta la primera perpendicular, que es mi punto de destino. Pues no era tan difícil después de todo. En ese momento empieza a chispear. Abro el paraguas. No me importa demasiado mojarme, pero hay que mantener el objetivo de la cámara lo más a salvo posible. Por todo la zona hay una gran cantidad de colegios y guarderías. Recorro la calle Sil desde su inicio y es ahí, en su arranque, donde encuentro un edificio que me parece el principal sospechoso de haber albergado mi primer colegio. También está dedicado a la labor docente, aunque con otro nombre diferente al que busco. La fachada está cubierta de hiedra y hay un hermoso castaño de indias en la acera justo en frente. Dentro de la parcela de la finca hay también un magnolio que dará flores en julio cuando los niños estén de vacaciones. Por un momento parece que enciende una lucecita en mi cerebro. ¿Estoy recordando aquel árbol o es solo una broma de mi memoria? No, el magnolio es demasiado joven para que existiese entonces con todo el tiempo transcurrido. El resultado de mis pesquisas es concluyente: en la calle no queda rastro de un colegio llamado Mater Gratiae, aunque es probable que alguno de los numerosos colegios de la zona lo haya sido en un tiempo muy lejano con otra fisionomía. Tampoco esperaba un hallazgo positivo. He busquedo la referencia en internet sin ningún resultado y ahí dicen que está todo. No podría asegurar que mi primer colegio sea el lugar que fotografío protegido bajo el paraguas mientras la lluvia comienza a intensificarse. Aunque en realidad tampoco importa demasiado. Apenas retengo nada en la memoria de aquellos tiempos: La celosía emparrada del jardín, las zonas terrizas donde jugábamos a las canicas, las ventanas con gruesos barrotes para evitar que nos asomáramos, tal vez un magnolio que daba flores cuando no estábamos. Sólo imágenes inconexas que casan mal las unas con las otras. Era un colegio de inmersión en el Inglés. Las únicos momentos en que se nos estaba permitido hablar en Español era durante los recreos y en las clases de religión, que consistían en lecturas de la Biblia, en especial del Antiguo Testamento. Las Sagradas Escrituras es uno de los libros de aventuras más amenos que jamás se hayan escrito. Normal que durante la misas cuando era niño me creyese un pirata o un cruzado. Con cinco o seis añitos era capaz de hablar un Inglés fluido. El esencial para esas edades. Para pedir permiso para ir al baño a mear, para solicitar un vaso de agua, para llamar la atención sobre las rodillas desolladas tras alguna caída o una nariz sangrante tras hurgarse con el dedo. Ese tipo de cosas esenciales para los preescolares.

Comienza a llover con fuerza y decido volver a tentar a la suerte. Dento de la pequeña burbuja que me procura el paraguas, mientras arrecia la lluvia, siento una extraña intimidad, aunque esté en mitad de la calle. El mundo se aleja y se difumina tras la cortina de agua. La vuelvo a llamar y salta el buzón de voz nuevamente. Le dejo un breve mensaje. Me titubea un poco la voz cuando me identifico. Lo mismo ha olvidado mi nombre. Luego tomo el camino a casa arrastrando los pies por los charcos de forma deliberada, como si fuera un crío malhumorado al que no le han concedido un capricho. Pero ella no lo es, es una necesidad objetiva cuya denegación apenas sobrellevo. Cuando restriego los zapatos en el felpudo del portal de mi edificio han pasado exactamente 90 minutos desde mi partida.


1 comentario:

  1. Es tan curiosa la vida a veces. Casualidad o causalidad? quien sabe...

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