sábado, 28 de noviembre de 2015

Album de fotos (17)



25 de noviembre de 2015

El invierno se cuela al fin por las minúsculas rendijas del cielo. El firmamento a las tres y media de la tarde es un rebaño de cirros blancos y sutiles sobre un prado de imposibles tonos añiles. Desde hace dos días paseo con el anorak que me compré en Valencia en la tienda oficial de la regata de la Copa América de vela. Se supone que es una prenda marinera, hecha para aguantar el esfuerzo y para abrigar en las condiciones adversas de viento y humedad que impone la navegación en altura. Pero no sabría decirlo, si me ha dado buen resultado, quiero decir. Lo cierto es que o bien no me la probé en su momento antes de adquirirla, que es lo más probable, aunque no lo recuerdo, o bien engordé mucho en los meses siguientes al viaje, que tuvo lugar en verano cuando no apetece ponerse un abrigo, porque lo cierto es que jamás me la había podido abrochar hasta que pasé por la uci de la Paz y luego me sometí a la dieta de choque de adelgazamiento que me hizo perder casi veinte kilos. Llevo también una bufanda en el bolsillo, por si llega el tiempo de las nieves. Estos paseos no pueden cesar. Sé que con el tiempo los necesitaré para mantener el precario equilibrio psicológico que he logrado adquirir en las últimas semanas, que en vez de verlos como una imposición me parecerán un premio. Hoy voy a reincidir con la Escuela de Ingenieros de Montes. Voy a aprovechar que he recordado el camino más corto para llegar y eso me permitirá deambular más tiempo por el campus. Mientras me dirijo a Bravo Murillo por la calle Ávila pienso en los aparatos que se usan ahora para escuchar música por la calle. La aparición de los walkman fue una verdadera revolución en su día. No solo era un reproductor de música portátil sino que te permitía aislarte del mundo, encerrarte en uno tuyo privado con su propia melodía y su ritmo elegidos pro tí. Con ellos se acababa la tiranía del viejecillo del piano que hasta entonces era quien imponía sus gustos. Con el viejecillo del piano me refiero lógicamente a Dios, que siente una marcada predilección por lel Ragtime. Ese universo privados sonoro es algo que ahora proporcionan los móviles con servicio de internet con los que la gente se conecta a Twitter y Facebook cuando va por la calle y que nos aislan cada vez más a los unos de lso otros, como si no fuera ya complicado de por sí interactuar con nuestro prójimo. Ya lo he dicho en alguna otra hoja del album, la vida con una banda sonora que uno mismo elija no solo es más llevadera sino que a veces incluso parece alcanzar algo esplendoroso. Si pudiera me compraba un i-pod. Aunque reconozco que ni siquiera estoy seguro de que se llamen así o de que no haya algún otro gadget más avanzado que los haya vuelto obsoletos. Estos paseos serían más llevaderos y sería más fácil mantener a raya mis pensamientos. De hecho me contentaría con el pequeño magnetófono para casettes de cinta magnetofónica provista de pinza para poder engancharlo al cinturón con el que me contentaba cuando era universitario. Soy de otra era, incluso llegué tarde a la del walkman y la vida ni siquiera se ha tomado la molestia de intentar reciclarme.

Fotografío la calle Ávila desde mitad de la calzada. Los conductores de los coches que se acarcan hacia donde me he posicionado deben pensar que estoy un tanto ido o que tengo gustos estéticos dudosos. "¿Que coño fotografía ese loco, los parches de la calzada?", se preguntarán seguramente. "Anda que no son previsores con la operación asfalto. Estamos en noviembre y ya están selecionando las calles". Repito la operación en la calle Castilla, siempre manteniendo una distancia de seguridad con el tráfico. Loco, pero menos. Cuando voy a hacer lo propio con la calle Leñeros y así seguir fotografiando el itinerario hasta la escuela caigo en la cuenta de que solo se me permiten tres imágenes por hoja del album. esas son las reglas que me impuse líbremente. Necesitaría al menos tres para completar el reportaje visual de la ruta. Mucho desperdicio de días. Y tampoco hablamos de imágenes que vayan a tener un gran atractivo visual notorio. Me noto desmotivado y de todos es el sentimiento que con más empeño intento eludir. En estos tiempos prefiero una tristeza activa a un algarabía holgazana. Estoy razonando como si escribiese este diario para alguien, como si pensase que hubiera a quien pudiera interesarle. La magia de los blogs está en la falsa sensación de privacidad que procuran. Uno escribe bajo la premisa de que lo hace como si no fuera a ser leído por nadie, porque sino seria menos auténtico, trataría de traficar y regatear con su sinceridad para lograr otro puñadito de lectores adicionales. Uno escribe para nadie pero con la sospecha, más bien la esperanza que casi nunca se ve confirmada, de que alguien en algún momento se asomara a espiar alguno de los párrafos redactados, siquiera por mero acciente. Surfear en la red tiene estas cosas, que un día una ola caprichosa te arroja a una playa cualquiera y te deja varado en el blog de un plasta. Da igual, no hago caso al pepito grillo que rasca sus patas traseras entre mis sienes, sigo fotografinado las calles. Además, qué demonios, me gusta el barrio de Tetuán, su aspecto y su sabor a pueblo, a barriada pobre pero honrada. Una que tomo con un restaurante de comida turca donde sirven kebabs me parece que retrata perfectamente el tono ambiente.


En la empinada cuesta cuyo nombre no recuerdo y que comunica el barrio de Tetuán con la ciudad universitaria, me entretengo chapoteando en los montones de hojas caídas de los plátanos que rebosan los alcorques y cubren casi por completo la acera. Parezco un niño pisando los charcos de agua de lluvia con sus katiuskas. Una chica que viene en dirección contraria hacia mí se cambia al otro margen de la calle como si mi comportamiento le hicera recelar de mi cordura. Parecer peligroso está en mi escala de preferencias casi al final de la lista así que recupero al compostura. Ni siquiera miro a la chica cuando llega a mi altura, no ya por timidez, que también si no porque le quiero dar razones para que decrete a su alto mando cerebral recuperar el estado de alerta DEFCON 4. Entro a la Escuela de Ingenieros de Montes por la puerta par la que la abandoné ayer, la que da a la Avenida Juan XXIII. Nada más entrar me empiezo a fijar en los cambios. En mi época las sendas qye recorrían el arboreto no estaban tan bien delimitadas, carecían des etos para delimitar sus bordes ni hilears de piedras. Hay incluso paneles interpretativos, croquis de los posibles itinerarios para los acasionales paseantes. Hay un olmo en mitad de la senda que recorro y el hecho me hace gracia. Tanto esmero en delimitar sus bordes para dejarse luego un árbol plantado en mitad de la calle. El tono amarillento de sus hojas le confieren a la fotografía que tomo una cromática muy novedosa para el album. ¿Les gustarán a mis potenciales lectoros las fotos de naturaleza? A nadie le amarga un dulce y el arboreto de la escuela lo está sin duda. De dulce, quiero decir, como los frutos de los madroños, que han de cosecharse ahora. Los brezos dispersos en el sotobosque confieren al parque un aromático toque de anís a la brisa que me acaricia la cara. Han eliminado la sequioia gigante que había en el patio trasero y que era uno de los orgullos de la escuela. No era muy grande pero lo iba a ser sin duda un día, auqnue fuera de otro siglo. Verlo reordaba a aquel gag de la serie "Los Picapiedra". La familia de trogloditas junto con la de los Mármol van de vacaciones a visitar el Gran cañón del Colorado. Vilma mira hacia el suelo en la secuencia animada y contempla algo desilusionada el minísculo aroyuelo que serpenteaba entre sus pies y le dice a Pedro: "Quizá pueda entender lo de colorado por el color de las rocas pero, ¿a qué viene lo de gran?". Y éste contestaba: "No seas así, ya lo verás dentro de un millón de años cuando se acabe la edad de piedra". Pues con nuestra sequoia pasaba algo parecido. Apenas tenía unos quince metros de envergadura pero sabíamos que algún día sería enorme, cuando de nosotros no quedara ni siquiera el recuerdo del polvo en el que nos habríamos convertido hacia mucho tiempo.

Hay muchos más cambios, casi todos para mejor. Hay una nueva biblioteca enorme fuera del edificio principal, a cuya puerta se agolpan los estudiantes. Imagino que esta medida habrá liberado mucho espacio para aulas o despachos. El campo de fútbol ya no es de tierra, propenso a embarrarse, sino que presenta una preciosa moqueta verde de césped artificial o algún otro material sintético. tampoco me acerco a testarlo. Cómo molaban los nombres de los equipos de la liguilla de la escuela. Los dos que recuerdo me hacen sonreir. Lo necesito. Me noto algo alicaído. "Dinamo Demidovich", por el nombre del libro de cálculo que usábamos. "Nothingham Prisa", por la manía que tenían los profesores de ponernos tiempos límite muy poco holgados en los exámenes. Distraído con estas cosas ni un solo recuerdo de Susana, que son los que más temo, emerge desde mi memoria. Ni siquiera caigo en acercarme a la piscifactoría, donde echábamos muchos ratos mirando las voluminosas carpas boquear en la superficie de los estanques. Entro en el edificio principal sin pensármelo dos veces. Solo me adentro unos metros más allá de las cristaleras de la puerta de acceso, como si fuera un peligroso paseo espacial y no fuera conveniente alejarse en exceso de la exclusa de la nave. Abajo, a mis pies, se extiende el hermoso planeta azul de la memoria. Fiel a mis querencias, curioseo primero en los anaqueles donde están expuestas las publicaciones de la escuela. Los libros seimopre son lo primero para mí. Luego me acerco a los corchos donde se exponen las notas. Aun no han habido exámenes, aunque los primeros parciales están a menos de un mes. Me acuerdo de las notas de Lourdes. Casi siempre buenas. De las de victoria, más o menos parejas a las mías cuando decidí al fin ponerme las pilas. Las de Susana, a menudo dramáticas. No levantaba cabeza. Al final del todo, el día que dejó la escuela y salió de mi vida para siempre, supe el por qué. La cátedra de Esdafología está ahí cerca. Me acuerdo del profesor Gandullo, un tipo con muy mala prensa pero por el que yo sentía casi devoción. Era muy estricto y muy exigente. Costaba aprobar sus asignaturas, Edafología y Ecología, pero una vez averiguabas que era exactamente lo que se requería para lograrlo, básicamente muchas horas de estudio, no solía haber sorpresas desagradables. Ni sorpreas ni encerronas ni correcciones caprichosas, se te evaluaba en función de como habías rendido en el examen. Parece lo lógico pero en la escuela de Ingenieros de Monte en los tiempos en que yo estudié la carrera la anormalidad era la norma. Quizá uno de mis momentos más brillantes de mi vida fue cuando aprobé el examen oral de Ecología, una asignatura de tercero, en el final de la convocatoria de septiembre. Todo el verano lo había pasado chapando la asignatura. La gente aguardaba turno para entrar en el aula donde tenía lugar el examen. Podías curiosear desde el umbral a los que estaban siendo evaluadios. Dentro, sobre sendas mesas había distribuidas de forma orenada, en hileras, tarjetas de cartulina con los nombres de las lecciones de la sección del temario sobre climatología, que se estudiaba en el primer semestre y con los de la sección de ecología, que se estudiaba en el segundo. Boca abajo para que el azar decisiese y no se pudiese alegar el capricho del profesorado, manías a algún alumno, exámenes con niveles de dificultad demasiado dispares. Te preguntaban lo que tu suerte elegía y según iban siendo examinados los alumnnos iban aumentando los huecos sobre la mesa. Di la vuelta a mi primera cartulina: "Los tipos vientos y las fuerzas implicadas en su génesis". No era fácil, pero me la sabía al dedillo, como casi el 90% de las lecciones de climatología. A pesar de que siempre he sentido pánico escénico logré articular palabra. Había estado temiendo durante las dos horas en las que estuve esperando a ser llamado que me fuera a quedar sin voz, como me pasó con Lourdes. Había quien salía suspendido sin casi abrir la boca. gandullo no toelaraba titubeos, omisiones demasiado amplias en los temarios. había que bordarlo. "¿Puedo utilizar la pizarra para hacer el esquema de la lección?", le pregunte a don José María. "Para eso está", me contestó muy serio, como si fuera un tiburón aleteando al cola feliz porque hubiera olido la sangre en el agua. Estuve un buen rato desplegando el esquema del tema, en completo silencio, ayudado únicamente con una tiza a estrenar y que agore de cabo a rabo dibujando los diagramas vectoriales de los diferentes tipos de vientos. Ni un solo dibujo del libro, ni un solo esquema me faltó. Luego desarrollé lo escrito de forma oral. Cuando iba por al mitad me dijo: "Suficiente. Coja una cartulina del temario de ecología". Casi me dio pena, estaba empezando a disfrutarlo. Era mi desquite después de tantos años de patológica timidez. No recuerdo que lección me tocó en al segunda tarjeta. Si que cuando acabé el esquema el resumen en la pizarra, don José María me dijo: "Déjelo, está usted aprobado", como si yo fuera un orador muy pesado, Cicerón realizando un legato al final de un juicio en el foro de Roma, y le diera pereza tener que escucharme. Sentí auténtica euforía cuando salí del aula. Había entrado en ella como res que va al matadero y salía convertido en un Aquiles de impenetrable armadura y con espuelas de plata en los talones. ¿Corrí a contárselo a Susana? Seguramente es lo que habría querido hacer. Pero ya no recuerdo si entonces seguía en la escuela. En realidad creo que no. ¿He dicho ya que la adoraba? Pues es completamente cierto, una verdad que no han borrado los años, que ni siquiera han podido desgastar y moldear para que fluya hacia el mar del olvido, como la corriente del río las piedras encladas en el cauce. Y jamás se lo dije. Quiero pensar que ella era completamente ciega en lo referente a ese sexto sentido que dicen que tienen las mujeres para percibir estas cosas. Porque era una amor tan impropio, tan desvalido, tan inconveniente...

Antes de salir del edificio fotografío la escultura en madera laminada de la junta Cardan, uno de los iconos de la escuela y cuyo dibujo es el emblema que usa la editorial del servicio de publicaciones: La Fundación del Conde del Valle de Salazar. Un nombre que es casi un trabalenguas. Una junta cardan es algo que existe en realidad, no como la famosa j"unta de la trócola", término ficticio que invenataran los componentes del grupo humorístico Gomaespuma para parodiar a la picara figura de mecánico de taller de reparación de automóviles que se inventa su propia jerga sobre al amrcha, incomprensible para sus clientes para intentar engañarlos. "Pues me parece que va a haber que cambiarle la junta de la trócola a su coche. Me temo que le va a salir por un pico. Además, la pieza la van a tener que traerla de Alemania y tardará unas semanas". Una junta cardan es un artilugio capaz de trasmitir el movimeinto de giro de un eje a otro perpendicular a él. Como el vestíbulo en el que está situada la enorme pieza está en penumbras salta el flash automático de la cámara y doy casi un brinco. Me escabullo rápidamente, no vaya a ser que alguien acuda alarmado a ver que es esa luz que acaba de relampaguear sin ningún motivo. Fuera el aire ejerce menos prsión sobre mis pulmones. ¿O es el recuerdo, cuyo peso en el exterior que se hace más diáfano? El fresco del atardecer me ayuda a espabilarme. Al pasar por el prado que hay junto a la curva de la carretera de acceso a la escuela evoco la imagen de Susana tumbada sobre el verde, sobre su propia rebeca, los días del explendor en la hierba. La vuelta a casa está llena de cavilaciones. 95 minutos de paseo. Si hubiera utilizado más longitud de cuerda en el paseo espacial sin duda habría batido mi record.


No hay comentarios:

Publicar un comentario