jueves, 26 de noviembre de 2015

Album de fotos (16)



24 de noviembre de 2015

Ya puestos, me digo, ¿por qué no acercarnos también a la Escuela de Ingenieros de Montes, mi facultad universitaria? Parece un objetivo un poco lejano, fuera del radio de acción de los paseos. Pacto conmigo mismo hacer al menos medio camino. En mis primeros años de universidad iba al campus en autobús primero y luego en metro, cuando completaron por fin el anillo de la Línea 6. Pero en los tres últimos lo hacía andando. Descubrí por mera intuición una ruta que cruzaba por la parte más laberíntica del Barrio de Tetuán y que luego fui perfeccionando poco a poco hasta trazar casi una línea recta. Tardaba unos 25 minutos en llegar, aunque con dos ayudas inestimables: que la senda fuera toda cuesta abajo y el aliento de mi walkman, en cuyos cascos sonaba música de Men at Work, The Corrs y Sade Adú principalmente. Si a Gatlin le permitieran correr escuchando "Right Beetween de Eyes" de Wax, una tonadilla muy pegadiza que también he utilizado en mis viajes en coche para incitarme a pisar con ganas el acelerador, dudo mucho que hubiera podido batirlo tan fácilmente Usaian Bolt pormuy veloz que sea el jamaicano. Como no estoy seguro de recordar el camino y como se trata de pasear, no de de llegar a clase antes de que suene el timbre de la primera clase, me propongo seguir la ruta más diáfana, la más evidente, por avenidas amplias, y con la melodía sincopada del duo británico retumbando en mi cabeza que tarareo mentalmente. Empiezo la ruta por Comandante Zorita, luego continúo por Raimundo Fernández de Villaverde, en la que hago una parada para fotografiar el Hostipal de Jornaleros -lo hago casi todos los días y todos los días es desechado en el casting de imágenes para el album- y, al llegar a Cuatro Caminos, prosigo por Reina Victoria. En la primera manzana de esta última calle empiezo a chupar rueda a una chica que parece peladear al ritmo de la canción. Fijo mi mirada en su cintura que a partir de entonces se convierte en todo mi horizonte. Tiene una buena grupa y sus caderas giran en redondo en un movimiento circular que se repite a cada dos pasos, en una cadencia infinita de carácter hipnótico. Tiene una forma felina de moverse. Me fijo en su modo de andar para intentar comprenderlo. Coloca un pie delante del otro, muy juntos en cada zancada, que es corta pero rítmica, casi enérgica, como si caminara por un alambre o una barra de gimnasia pero sin un atisbo de indecisión en su actitud. Y a cada vaiven imagino el hoyuelo de su coxis estirándose a derecha e izquierda. Aquella ensoñación acaba cuando alcanzamos el semáforo para cruzar la Avenida de Pablo Iglesias. Mientras esperamos que se ponga verde, me sitúo junto a ella y la escruto furtivamente el rostro. No tiene una belleza arrebatadora pero si el encanto de la juventud. Tiene un gesto decidido en la boca y los ojos le arden al calor de sus pensamientos. Cuando alcanzamos la otra acera saca su teléfono móvil y se coloca los auriculares. La adelanto porque ha perdido el ritmo, ya no me sirve como liebre, y porque no tengo claro del todo que no se haya incomodado.


Alcanzo la Avenida de Moncloa, una cuesta empinada y con curvas zigzagueantes por la que los coches se precipitan de forma alocada. En una y otra orilla de la calle los colegios mayores copan las aceras. Hago muchas fotografías de edificios para tratar de captar el ambiente pero ni un solo encuadre me sale decente. Llego hasta la boca de metro de Ciudad Universitarias que vomita sin cesar jóvenes portando carpetas y libros. Atajo por la calle donde está el Johnny, el colegio mayor San Juan Evangelista, que han desalojado hace poco de okupas por miedo a que pudiera ser un foco de infección de terrorismo islamista. Ahí, al calor del reciente recuerdo de la chica con caderas musicales evoco otro recuerdo mucho más profundo, de mi segundo año en la Escuela de Ingenieros de Montes. Había una chica morena, una más, que me tenía sorbido el poco seso que no tenía centrado en los estudios. Me educaron en la creencia, sobre todo a través del cine, de que las rubias eran el jardín del edén recuperado, que ellas eran la norma. El canon de belleza lo marcaban mujeres como Marilyn Monroe y Kim Novak en mis tiempos de aprendizaje sentimental y erótico. Sin embargo, a pesar de la doctrina, yo me enamoraba indefectiblemente, ante mi propio estupor, siempre de chicas morenas. Con el correr de los años esa predileción por el tono moreno no solo afectaría al color de los cabellos sino también a la tonalidad de la piel. Lourdes era pequeñita, morena y tenía unos enormes ojos verdes que parecían tallados en malaquita. Mirarla me turbaba hasta niveles preocupantes, ridículos. Perdido en mi patológica timidez, me contentaba con verla futivamente entre la multitud o con cruzármela de vez en cuando por los pasillos de la escuela. A primera hora de la tarde me sentaba en las escalinatas de acceso al edificio y allí aguardaba pacientemente su llegada a la primera clase. Eran solo unos instantes pero hacían que mereciera la pena la espera para ver su cara radiante. Luego, al final de la jornada me demoraba hasta que la veía salir rumbo a casa y la seguía a una prudente distancia hasta la boca del metro. Ese era mi ritual de todos los días que se prolongó duranet medio trimestre. Una tarde mientras copiaba sus pasos como quien repite un estribillo que otro dijera, cierta efervescencia interior en mí, muy poco caracteristica de mi temperamento, me hizo avivar el paso hasta situarme a su altura. Estábamos a unos 200 metros de la boca de metro. Como frené bruscamente mi ritmo quedó meridianamente claro que me había situado junto a ella a propósito no pàra adelantarla. Ela, me miro y me sonrió de una forma muy dulce. Demonios, qué adorable era aquella criatura. Como el silencio empezaba a fraguar y a adquirir la consistencia del cemento, eran ya unos 50  metros de tensa espera a ver que pasaba a continuación, me dijo: "Yo me llamo Lourdes. ¿y tú?". Juro que jamás antes ni después de aquel momento he sentido una necesidad tan imperiosa de que se oyera mi voz, de hacer saber lo que pensaba, pero no fui capaz de emitir una sola palabra. Tal vez abriese incluso la boca y mi rostro revelase el enorme esfuerzo de concentración interior que estaba realizando, porque ella toco mi brazo con su mano en un claro gesto de querer infundir calma y me dijo: "Tranquilo, no tenemos porque hablar si no quieres". Los 150 metros siguientes de muda caminata tal vez hayan supuesto los momentos más tiernos y al mismo tiempo los más humillantes de mi vida. En presencia de ángeles las palabras se quiebran y se desvirtuan sus significados. Se despidió de mí en lo alto de las escaleras del suburbano tan dulce y tiernantemente como había aceptado mi torpeza en toda la caminata compartida. Y ya nunca jamás volvimos a dirigirnos la palabra. Para ser exactos yo no llegué a dirigirsela nunca. Y estoy seguro que ella no habría tenido problema alguno en frecuentar mi trato si yo me hubiera empeñado, pero no estaba seguro de poder ser capaz de aprender el lenguaje de signos.

Entro al recinto de la escuela por la entrada que da a la Avenida Ramiro de Maeztu. Tras pasar la verja del cierre perimetral, una senda de losas de piedra artificial entre arbolado y matorral comunica con un talud de tierra con escalinatas de granito muy espaciadas entre sí. En lo alto de esa cuesta se encuentra la escuela. El recorrido no puede ser más forestal, entre rodales de pinos y de alcornoques, con intrusions de árces y robles. El arboreto de la escuela se uno de los rincones más hermosos de Madrid. Me paro entre el último y penúltimo tramo de escaleras para fotografiar el vestusto edificio de la escuela. Más atrás de esta posición que ocupo el perfil del edificio se desdibujaría entre la fronda del arbolado. Más adelante apenas si cabría una porción significativa de la fachada dentro del encuadre. El intenso cielo azul sobre el tejado de pizarra me proporciona un marco superior que da solemnidad al momento. Los dos abetos parecen dos centinelas en estado de alerta. ¿No han crecido nada en estos veinte años o es que ha habido cambio de guardia y se trata de otros dos más jóvenes? La vida es un relevo continuo en el que las viejas generaciones son sustituidas por las nuevas que van llegando. Apenas estoy unos instantes remoloneando ante la puerta del edificio. Ni se me ocurre traspasarla. Si tras las cristaleras de la Escuela de Ingenieros de Minas se agazapaba el poderoso recuerdo de Victoria, tras las de la Escuela de Ingenieros de Montes se agazapa no solo el de ella sino también el de Susana. Incluso el de Magy. Y si allí hablamos de un instante y un lugar precisos en la geografía del pasado, aquí es toda una era y todo un continente de la memoria los que me aguardan. Parecerá que exagero, pero lo cierto es que me falta el aire y tengo que respirar profundamente y despacio para recuperar la compostura. Menos mal que no hay un solo alma presenciando mi reencuentro. Tampoco me parece mal mi turbación. Es un síntoma más de que estoy venciendo a la apatía. Pero tampoco quiero prolongar el momento de tensión innecesariamente. Se trata de enganchar con el presente no de fialogar con el pasado. Tras pasar junto al tenderete donde los alumos de sexto curso venden abetos para financiarse el viaje de fin de carrera, salgo por la puerta del recinto que da a la Avenida Juan XIII. He decidido intentar retornar a casa por la ruta directa.



A medio camino, aun en la ciudad universitaria, trato de encontrar cierta parcela donde plantaron una docena larga de ejemplares de plátano procedentes de trasplantes. Eran los tiempos en que estaba de moda intentar salvar los árboles que había que derribar por culpa de alguna obra pública. Los ecologistas se poníoan muy pesados con este tema entonces y no había forma de eludir la polémica. Ubicaron aquel grupo de árboles en una parcela junto a la Avenida Ramiro de Maeztu entonces sin edificar y los estuve viendo durante unos años tratando de arraigar sin éxito. Apenas tenían fuerza vital para echar unas pocas hojas hacia el final del verano que enseguida caían de forma prematura. El trasplante es una medida cara y cuyo éxito es muy dudoso. Tiene sentido cuando se trata de intentar salvar árboles realmente singulares por sus características físicas deslumbrantes o por su significado histórico. Digamos, por poner un ejemplo, que lo tiene, sentido quiero decir, si se trata de uno de los tejos que regaba el propio Felipe V en los jardines del Palacio de La Granja o del ciprés calvo el Retiro, si es que alguien tuviese la peregrina idea de construir un aparcamiento para coches en el parterre. Pero cuando se trata de árboles corrientes lo razonable es sustiruir la planta que se quita por planta nueva ya que los árboles son reacios al cambio de domicilio cuando ya tienen una edad. No hay ni rastro de los plátanos que busco. Me hubiera gustado verlos altos y frondosos. Debieron morir y ser apeados poco después de acabar mis estudios. Tras una empinada cuesta alcanzo la Evenida de Pablo Iglesias. La cruzo por el semáforo que está junto a la Jefatura Superior de Policía. Al fondo del todo, al final de la avenida en forma de hondanada, está el semáforo en el que alcancé hace una hora a la chica de caderas musicales. Puedo ir hasta allí y retomar la senda que utilicé para la ida, pero me apetece arriesgarme por Tetuán. El retorno resulta sorprendentemente fácil. Me dejo llevar pro al intuición y por vagos destellos de la memoria. Voy desgranando la secuencia con la segura presisión de un cirujano: calle del Doctor Federico Rubio y Gali, calle de Jerónima Llorente, Calle Leñeros, calle Castilla, calle Ávila y estoy de vuelta en la Avenida del General Perón, al lado de mi casa. Pues no era tan difícil y he tardado la mitad de tiempo en volver que en el trayecto de ida. Han sido 95 minutos de caminata casi deportiva.





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