lunes, 23 de noviembre de 2015

Album de fotos (14)



18 de noviembre de 2015

Hoy me propongo resolver un misterio. No quiero dejar a mi paso, tras de mí, asuntos sin solucionar. En mis tiempos de trabajador itinerante, cuando me ganaba el sueldo en el monte, cuando tenía que realizar largos viajes en coche para visitar lugares perdidos, aprendí algunas cosas de como funcionan las cosas que me ayudaron a descubrir sencillas pero eficaces reglas, aunque he de reconocer que rara vez las he aplicado a mi vida personal. Solo a la laboral. Digamos, para simplificar, para no alargarme en tediosas explicaciones, porque lo mismo ya lo he contado antes, que mi trabajo consistía en localizar sobre el terreno elementos muy concretos del paisaje y fotografiarlos. Elementos que durante los días previos al viaje yo localizaba en un mapa a escala 1:25.000 para luegoencontrarlos sobre el terreno. Dichos elementos podían ser muy visibles, por ejemplo un río, que había de cruzar la carretera, pongamos por caso, cuyo impacto ambiental estaba evaluando. En cuyo caso debía encontrar el lugar exacto de corte de la traza de la vía con la traza del río. O bien podían ser también muy poco conspícuos y su búsqueda convertirse en una tarea titánica, eso que se suele describir como tratar de hallar una aguja en un pajar. Una vez me tocó encontrar en un campo de plástico de Almería un aljibe de agua, y he de decir en mi favor que tras porfiar durante más dos horas, pululando de aquí para allá y vuelta entre las interminables hileras de invernaderos, lo logré cuando empezaba a caer la tarde. Fue más cabezonería que habilidad, aunque tampoco he ido corto nunca de esta última. En Almería son corrientes las construcciones pensadas para retener y almacenar el agua de las escasas lluvias y aprovecharla para la ingesta humana o para el ganado. Una de estas construcciones iba a verse afectada por una autovía y yo debía inmortalizarla en una imagen antes de que fuese derruída o trasladada de lugar. Así, mis jornadas de trabajo se convertían en una especie de gincana fotográfica, tanto para mí como para mi Pegout 206, en la que rara era la vez que debía capturar con mi cámara menos de dos docenas de hitos paisajísticos, naturales o culturales. Cursos fluviales, lagunas, vías pecuarias, manchas de vegetación forestal o riparia, árboles singulares, yacimientos arqueológicos, casas habitadas que iban a verse afectadas por el ruido de la infraestructura, hórreos gallegos, paneras asturianas, palomares castellanos, apriscos ganaderos, aljibes, molinos de agua y de viento y un larguísimo etcétera que explica que aqullo nunca llegara a ser aburrido. Con una jornada tan solo para efectuar el viaje solía salir al campo antes que lo hiciera el sol, anticiparme a su llegada madrugando, y acabar el trabajo cuando ya no había suficiente luz para que funcionara la cámara. Solo partía la jornada de trabajo para comer, si es que había tiempo. A menudo me contentaba con un bocadillo que podía engullir mientras seguía cazando lugares. A veces ni eso. En Teruel me encontré una vez sin siquiera una gasolinera cerca donde comprar una bolsa de patatas fritas. Nunca he desplegado tanta actividad ni ninguna otra cosa como en aquellos trabajos de campo.

¿Y cuales son las sencillas lecciones de las que antes hablaba que aprendí mientras me dedicaba a estos entretenidos menesteres? En primer lugar, a no dejarme ninguna tarea pendiente atrás en la ruta, a mis espaldas, salvo que estuviera completamente seguro de que era imposible llevarla a cabo. Podías obcecarte en encontrar un sitio imposible de encontrar y malgastar todo el tiempo disponible. Pero nada es más descorazonador, más tóxico para la moral, más torturante, que pasasarse un día entero rumiendo un fracaso que se arrastra desde la marca de salida. Había que proceder de forma que el resulatdo fuera justo al revés: empeñarse en que todo fueran éxitos, capturas confirmadas, hasta mitad de la lista de objetivos y luego aflojar el fuelle, levantar el pie del acelerador, si es que había amrgen de tiempo. Cabía incluso empezar el retorno a casa sin intentar alcanzar los elementos finales de la lista si el zurrón de cazador, esto es, la memoria de la cámara, estaba ya llena de piezas y trofeos.

En otras palabras, y perdón por el extenso preámbulo, tengo que averiguar que es lo que se agazapa detras de las cristaleras de la entrada de la Escuela de Ingenieros de Minas que me da tanto reparo recordar. He planteado estos paseos como un trabajo, como un experimento y por tanto procede aplicar la primera de las reglas. Son ya dos intentos y quiero que el tercero sea el definitivo. Pero para eso he de llegar antes de que el sol empiece a declinar. No porque piense que loq ue me espera dentro se trate de un cuento de terror que no quiero leer a oscuras, sino porque pretendo dejar constancia con una foto del resultado, y es bien sabido que cuando el sol empieza a rascar el horizonte las alternativas del fotógrafo merman considerablemente. Me dirijo a Cuatro Caminos a paso vivo. A medio camino fotografío una de las callejuelas que parten desde Raimundo Fernández de Villaverde hacia el barrio de Tetuán, esto es, en dirección norte. En realidad la única porque entre esta calle y su inmediata paralela, la Calle Artistas, hay un abrupto desnivel que impide el trazado de calles. Por eso hay unas ecaleras al fondo de la imagen, aunque ocultas por un entramado de metal pintado de blanco. Fotografío también el antiguo hospital de jornaleros, ahora sede de la Consejería de Presidencia de la Comunidad de Madrid. Ahí era donde se trataban a los enfermos del poblado de Tetuán, pequeña localidad que acabó siendo absorbida por la ciudad. Ya cerca de la plaza, en el arranque de Santa Engracia, fotografío una Iglesia que me barrunto ha de ser un elemento arquitectónico importante. Ya me documentaré al respecto. Ensayo el encuadre adecuado para cuando venga a tomar la foto pra el album. Más adelante fotografío un edificio que hace esquina. Me ha llamado al atención uno de sus balcones que tiene columnas, barandilla y tejadillo de amdera, y que parece inspirado en las típicas construcciones canarias. Es uan auténtics extravagancia en Madrid, aunque le da un toque singular a la fachada. En la esquina con Ríos Rosas giro hacia el este y llego al fin a mi objetivo. Ni siquiera me lo pienso mucho, entro del tirón, como los atenienses a las playas de martón, arremetiendo contra el enemigo sin siquiera parar un segundo para meditarlo o tomar fuerzas. Entro al edificio principal de la escuela de minas por la puerta que da al patio central y al acceder al recinto interior me recibe un bullicio de voces. Es pronto. Aun no ha empezado la jornada lectiva vespertina. Los alumnos aun no están en clase y abarrotan ahora los corredores. Acaban de terminar de comer probablemente y se nota actividad en el edificio.


La Escuela de Ingenieros de Minas fue proyectada por el otro Velázquez, por el Velázquez arquitecto, esto es, por Ricardo Velázquez Bosco, cuya obra más conocida es el Palacio de Cristal del Retiro. Erigido a finales del XIX en mitad de ninguna parte, Velázquez ideó una construcción autosuficiente, que cubiera todas las necesidades de sus usuarios. Por no tener la parcela que le dieron para edificar carecía incluso de servicio de alcanzarillado y hubo de construirse una gran fosa séptica. Hasta décadas después no se construyó un albañal para la conexión con la red de aguas residuales de la ciudad. Pero Velázquez Bosco creo un espacio ideal para la eneñanza y el estudio, que ahora que está en el meollo del entramado urbano sigue siendo un oasis de calma que incita a la concentración en la tarea que uno tiene entre manos. En mi caso recordar. La distribución interior es la de un patio central, con una cubierta de hierro forzajo, alrededor del cual discurre un claustro o corredor porticado de dos pisos. El resultado no puede ser más mágico, más pinturero. Victoria, que sabía de estas cosas, de la arquitectura de Madrid, había descubierto el lugar y lo utilizaba para estudiar cuando el ambiente de su casa le impedía concentrarse. Tras dos cursos en la Escuela de Ingenieros de Montes en la que habíamos sido amigos, Victoria acabó la carrera un año antes que yo. En ese curso extra para mí, cuando ya éramos novios, se dedicó a estudiar unas oposiciones para inspectora del Estado, unas muy exigentes, que se preparaba en la Escuela de Ingenieros de Minas todos los días, en una de las mesas que se ven en la imagen. Allí iba a buscarla cuando acaba mis clases, y siempre me la encontraba ansiosa, frenética, imbuída por las lecciones, pensaba yo. Para encontrar sitio debía ir temprano, y allí me esperaba durante toda la tarde. Yo achacaba su frialdad a la tensión del estudio, al tiempo que pasaba a solas entre desconocidos. Que equivocado estaba. La perspectiva de los años me llevó a la conclusión de que le dí demasiada información sobre mí en aquellos días, esa fue la raíz del mal. Nunca había tenido pareja. Nunca había creído que la tendría algún día. No tenía ni idea de las reglas. Lo que averigüó de mí no le gustó en absoluto. Pero mentir, si es que hubiera sabido como hacerlo, habría sido también un error. Más bien una estafa.

Mientras miro una de las mesas situada en una de las esquinas del corredor superior pienso que fue en esa misma donde Victoria me dijo que quería cortar conmigo. ¿Pero es en verdad un recuerdo o lo he olvidado y mi mente reconstruye ahora la escena de una forma que considera convincente? Siempre me he llevado mal con el pasado. Lo detalles se difuminan enseguida en mi memoria, el día de ayer se deshace en mi cabea como si no tuviera consistencia. Me cuesta incluso hacer un relato siquiera aproximado de mis momentos más memorables, esos que se sopone que se gravan para siempre. Me sentía humillado por aquella ruptura. Solo habían transcurrido tres meses desde nuestra visita al Thyssen. ¿Era yo tan horrible que mirado de cerca no merecía un segundo escrutinio? ¿No contaban aquellos dos años de cariño, mi ayuda para que pudiera superar su depresión? No quería tratarme tampoco como amigo. Es loq ue m dijo. Después de aquella charla en la Escuela de Ingenieros de Minas, bajo el toldo de cristal y hierro fundido, estuvimos años sin vernos. Un día del siguiente verano a llamé desde un lugar perdido en la Comarca de Sanabria. Lo hice porque necesitaba hablar con alguien tras un día espcialmente duro. No quería apelar a nuestro noviazgo, que estaba prescrito y olvidado, solo a  nuestra amistad. Pero no me djo siquiera explicarme. No quiso cogerme el teléfono. Fue su madre quien me hizo saber que no quería que volviera a intentar contactar con ella. Han sido solo 80 minutos de paseo pero ahora sé que no me dejó nada a mis espaldas. Los marines nunca dejamos a nadie detrás.


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