martes, 17 de noviembre de 2015

Album de fotos (11)



12 de noviembre de 2015

Vuelvo a ir hacia el sur, hacia la ribera de La Castellana, a frecuentar ambas orillas, donde hay mucho que fotografiar. Quizá demasiado. Hoy más que nunca necesito tener la mente distraída con otra cosa. Esta mañana he tenido sesión con la psicóloga y es un verdadero misterio que no esté más afectado. En realidad mi calma de ahora me preocupa y asusta más que cualquier otra cosa. Tal vez sea cierta su teoría y la lesión cerebral que sufrí ha podido alterar mi personalidad, mi forma de sentir y comportarme. ¿Somos alma o mera bioquímica? Me prefiero como un misterio del espíritu que de la fiosiología. Le he hecho un resumen de mi vida y la hora y un poquito más de consulta se ha hecho incluso corta para contar tanta atrocidad psicológica. No ha habido reproches, no me ha juzgado. Ha sido amable y comprensiva. Al final de la consulta le he dado las gracias por ello.

Quiero ir hacia Chamberí de nuevo, hacia la Plaza de Rubén Dario, una de las más fotogénicas de Madrid. Elegante a la par que discreta. Señorío sin alharacas, opulencia sin alardes, muy Chamberí en suma. La plaza es otro maravilloso rincón de Madrid surgido casi por azar más que por planeamiento urbanístico. Aquí nada es premeditado, gracias a Dios. La belleza surge de forma espontánea, como las campánulas, las margaritas y las sisiymbrias lo hacen sobre un verde prado. Ver crecer la hierba es un modo mejor de invertir el tiempo que tratar de proyectar el mundo a nustro antojo. Avanzo por Orense y tras cruzar Raimundo Fernández de Villaverde continúo por Agustín de Bethencourt. En la esquina con Ríos Rosas me detengo un momento para fotografiar la fachada sur de Los Nuevos Ministerios. El complejo está entre dos luces. El edificio más próximo y bajo, que se corresponde con el Ministerio de Trabajo, está en sombra, se perfila nítidamente en el visor de la cámara, que opta esta vez por la oscuridad. El que está en segundo termino, el Ministerio de Fomento, más alto y ancho que el otro, aun recibe de lleno los rayos del sol que declina. En el visor tarda unos instantes en materializarse mientras que la cámara digital busca automáticamente la iluminación adecuada al conjunto de la imagen. Cuando lo hace los volúmenes de piedra se materializan de la nada, como si hasta ese momento hubieran sido fantasmas que ahora hubieran sido convocados, espíritu más que materia. Finalmente, el resultado que me propone la cámara, y que yo acepto, parece el croquis a lápiz en la libreta de dibujo de un arquitecto, un esbozo aun por pasar a tinta con los Rotrings. Los trazos son con lápiz de sanguina sobre los que se ha pasado un difumino. En la esquina de la calle un ciprés alargado con el ápice de su copa iluminado parece un pincel cuyo haz de pelo alguien hubiera mojado en luz en vez de en pintura. Prosigo por Fernández de la Hoz hasta alcanzar General Martínez de Campos. Ahí giro hacia el oeste camino de Gregorio Marañón. Me asomo al patio andaluz de la Casa de Sorolla, solo un momento, para fotografiar el contraplano de la imagen que tomé hace unos días. Un mero capricho. Hay una estatua que parece romana, sin cabeza ni brazos, que me parece tan fuera de lugar en mitad de la urbe que llevo dos días deseando fotografiarla para mostrarla aquí. Luego cruzo la avenida y tomo la Calle Miguel Ángel para esembocar finalmente en la Plaza de Rubén Darío.

Cruzo Eduardo Dato a la carrera, como si fuera un colegial. Al alcanzar la otra acera me digo: "No está mal para mis años". Tras el ictus mi médico de cabecera, el de la Seguridad Social, me instó a adelgazar 15 kilos para minimizar los riesgos de otro accidente vascular. Seguramente me sobraban más. Tras salir del hospital, en la vieja báscula de casa alcanzaba los 88. Tenía calibre de obús de cañón. Es más que probable que pasara de los 90 antes de ingresar en la UVI. 5 días entre la vida y la muerte -cómo me gusta ponerme melodramático- no sé a cuanto footing equivalen, pero sumar dos kilos al peso de la báscula no me parecen un supuesto excesivo. Cuando acabé el regimen de choque que seguí durante la convalecncia estaba en los 72, que más o menos mantengo desde entonces, a base de una dieta con más verdura y fruta de la que ingiere un babuino o un chimpancé. Hábitos saludables, es como se llama a eso. Nunca he fumado, ni siquiera un porro. El alcohol lo probaba sólo lso fines de semana y fiestas de guardar hasta que me di cuenta de que estar desinhibido no te disculpa de hacer el idiota ni te salva de hacer el ridículo salvo que lo hagas entre gente tan borracha como tú. Tampoco me gustaba tanto como para no reconocer que lo ingería como mera droga para facilitar el contacto social. En cuanto al sexo, en esta época en la que todo Dios es un maestro en la amterial, lo cierto es que yo nunca pasé de mero alevín. Ni siquiera me concedieron el carnet de amateur. El café es lo que más echo de menos, pero tampoco tanto. Me permito alguna taza muy de vez en cuando. Tampoco muchas. No soy dado a las nostalgias y mi mono ya he comentado que se distrae comiendo fruta, así que no hay síndrome de abstinencia. Tampoco con los dulces o las grasas saturadas. Estoy en mejor forma que nunca, lo cual tampoco no es decir mucho.


Comencé a pasear casi desde el primer día de mi regreso de La paz. Al principio iba acompañado, me costaba mantenerme recto. Comenzaba en el lado de la acera junto a la calzada y acababa al final de una recta casi apoyado el hombro en la fachada de los edificios. Había una derrota hacia el lado contrario al del tráfico rodado. No sé que significa esto, pero gracias a Dios no duró lo suficiente como para tener que esbozar alguna teoría. Cuando pude caminar solo lo hice y me llevé como ahora la cámara para distraerme. No es que entonces no quisiera escucharme, es que entonces no tenía nada que decirme y prefería llevarme tarea de casa para matar el rato. El derrame me dejó vacío por dentro durante bastante tiempo, sin angustias, sin peocupaciones, sin inquietudes, como cuando al descender por la cuesta más empinada de una montaña rusa alcanzas la zona de valle tras una contracuesta y el vehículo ralentiza su marcha.

Cuando llego a mi meta lo que intento no es fácil en absoluto: encontrar una perpectiva adecuada para fotografiar el edificio del Defensor del Pueblo para que me quepa en el encuadre. El palacio de Bermejillo es un edificio de dos plantas Neoplateresco, un estilo arquitectónico surgido a rebufo del movimiento del 98. El arte en España, no solo en la Literatura, volvió los ojos hacia el pasado para buscar valores con los que poder regenerar la patria tras el desprestigio que supuso pérdida de las últimas colonias. Resucitar estilos ya olvidados característicos de nuestros momentos de máximo esplendor fue algo casi inevitable y no del todo una opción fallida. El Palacio Bermejillo es una auténtica delicia, pero alguien tuvo la feliz idea de construir junto a él un paso elevado sobre La castellana, el de al calle Eduardo Dato. Tras probar desde mil sitios al final descubro que la mejor opción es plantarme delante de la fachada principal, al otro lado de la vía, auqnue en el encuadre no haya forma de obviar el quitamiedos y la barandilla del puente. La imagen la considero medio decente y probablemente sea la mejor de las posibles. Cómo me hubiera gustado pasear por el entorno de este edificio con mi padre. ¿Por qué no se me ocurriría nunca? Ya sé, yo era un palurdo hasta que algo de su espíritu culto se reencarnó en mí tras su prematura muerte. Ya he contado algo de eso. El paseo dura exactamente 95 minutos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario