viernes, 30 de octubre de 2015

Album de fotos (3)



29 de octubre de 2015

Tomo una de las calles con nombre de provincia que suben desde Comandante Zorita hasta Bravo Murillo. Cuando yo era niño la fisonomía del barrio cambiaba abruptamente a partir de Comandante Zorita e Infanta Mercedes. Lo que era una zona residencial a medio urbanizar, con descampados alternándose con manzanas con edificios de viviendas recién construidos, de repente se convertía en un pueblo, en un espacio con sabor rural. A veces, cuando volvía del colegio al caer el sol y decendía por al calle Jaen desde la boca de metro de Alvarado, en Bravo Murillo, hasta mi casa, era fácil que viera con las últimas lumbres del sol a ancianas enlutadas sentadas en sillas plegables de madera, las mismas que se utilizaban para ir a misa, a la puerta de las casas, formando corrillos en los que conversaban mientras unas cosían y otras pelaban guisantes o elegían lentejas. Una estampa tan de pueblo juro por Dios que la he visto cuando era niño a cinco minutos de mi casa. El barrio de Tetuán se formó a partir del poblado que creció en torno al acuartelamiento de tropas destinadas a la guerra de Marruecos, de ahí su nombre, allá por los inicios del siglo XX. El barrio creció sin demasiado control urbanístico, abundando las cosas construidas por los propietarios con sus propias manos. Normal que un siglo después muchas de ellas amenazaran ruína y que fuera corriente ver fachadas apuntaladas para evitar que se derrumbaran. Casi parece lógico que cuando se produjo aquella avalancha de inmigrantes, sobre todo de magrebís y sudamericanos, mi barrio se inundara con ellos más allá de Comandante Zorita, para habitar esas casas destartaladas con precios de alquiler reducidos, donde lo mismo se hacinan cinco que cincuenta. Casas que la población española iba abandonando a medida que el barrio se teñía de color extranjero. El otro margen de la calle Comadante Zorita comenzó a urbanizarse a mediados del siglo XX, y ahí solo se ven sedamericanos sirviendo como niñeras o acompañantes de ancianos, o de paso hacia las discotecas latinas de la calle Orense. Mi zona, que estaba poblada en los años 60s y 70s por matrimonios jóvenes que estrenaban casa, mis padres por ejemplo, ha envejecido notablemente y ahora se ven deambular en ella por sus aceras aquellos jóvenes convertidos en viejos, cuyos hijos ya solo vienen de visita con los nietos, y que caminan ensimismados por la calle casi siempre escoltados por alguna mujer dominicana que les sirve de báculo, aistente y celadora. todo al tiempo.


Paso al lado de un locutorio, uno de los pocos que van quedando después de que proliferaran como setas tras las primeras lluvias de otoño con la avalancha de ecuatorianos, colombianos y dominicanos. Desde una de sus cabinas de este mismo chiringuito llamaba a Patricia las veces que retornaba a su hogar paterno en Medellín. Recuerdo la desesperación de tenerla lejos, ese descontar los días hasta la fecha de su anunciado retorno, las conversaciones trabadas porque era una llamada diaria y lo poco que había que contar ya se ha dicho reiteradas veces. Eran llamadas solo para oir su voz ante la imposibilidad del contacto físico. Al llegar a Bravo Murillo viro a la izquierda, hacia el sur, como dirían en las películas americanas, y encamino mis pasos hacia la Plaza de Cuatro Caminos. Una vez le dije a una de las amigas de Patricia que la calle Bravo Murillo me recordaba al Malecón de La Habana. "¿Has estado en Cuba?", me preguntó suspicaz, y le tuve que confesar que no. Me sintí muy estúpiso. Lo que había querido decir es que aquella era una calle llena de colorido racial, que me gustaba pasear solo por ver las mulatas. Me gusta la variedad en las gentes y adoro lo exótico en la mujer. Las dominicanas son risueñas y decaradas y jamas se avergüenzan de sus cuerpos, aunque estén muy entradas en carnes. En todo periplo por el malecón en torno a Cuatro Caminos nunca falta la big mother que enseña con orgullo el ombligo y lleva una camiseta muy apretada que a duras penas contiene sus formas femeninas. La de estas mujeres es una exhuberancia y una voluptuosidad que a mucha gente le parecen vulgares pero que a mi me fascina. Para mí hubiese querido cuando era jovencito esa seguridad en mi capacidad de seducción, aunque no hubiera tenido ningún fundamento. La alegría que por lo general destilan las negras y las mulatas está basada en un amor propio bien entendido.



En Cuatro Caminos coinciden muchas épocas de mi vida. En el mercado que hay en el arranque de la calle Reina Victoria antes había una tienda de discos de segunda mano en donde mi amigo José Luis y yo nos surtíamos de vinilos y cintas de casete para nuestras fonotecas privadas. Los CDs entonces no era siquiera un delirio de la Ciencia Ficción. Los primeros LPs de Supertramp y Queen los compré en aquella tienda. Años después, era bajo el Scalectrix, el paso elevado sobre la plaza ya desaparecido, donde los universitarios cogíamos el autobús para poder llegar al campus de la Complutense cada mañana. Con el tiempo me aficioné a ir andando, con un walkman colgado del cinturón y los cascos insonorizando la vida real, en los que sonaban a pleno opulmón Men at Work, U2 y Sade Adu principalmente. La ciudad con banda sonora es una auténtico espectáculo. Echo de menos aquellos conciertos urbanos de buena mañana. Tardaba unos 45 minutos en llegar a la Escuela de Ingenieros de Montes, mi alma mater, por la ruta más corta, que fuí perfeccionando con los sucesivos cursos. Con una cadencia de paso acelerado por mor de la música, que cuando oía el Who can it be now? del grupo de rock australiano se convertía casi en marcha olímpica. Cierto, la mayor parte del camino era cuesta abajo. Menos lobos, dir´n algunos. Más recientemente en el tiempo, el ámbito de Cuatro Caminos era uno de los más frecuentados por Patricia. Con su piel morena y reluciente y su sonrisa amplia, siempre a flor de labios, se camuflaba perfectamente con las dominicanos, que tenían aquí entonces, e imagino que aun hoy en día, su zona de la ciudad predilecta. Era asidua a las peluquerías latinas, los locutorios y los bares sudamericanos. El mismo día de conocerla le dije que parecía una negrita del Congo y ella se rió con ganas, como hacía siempre, aunque le molestase le que escuchara. Gracias a Dios no sabía que la República del Congo está África, porque luego supe que nada le molestaba más que la confundieran con una africana. Algo que ocurría con demasiada frecuencia. ya digo que a mi me pasó. Mucha gente se quedaba de piedra al oirla hablar en ese Castellano florido que gastan en Colombia, porque por su aspecto parecía más esoo que eufemísticamente denominan en los telediarios subsahariana antes que latina. Una amiga senegalesa que tuve años después me explicó la forma de distinguir a una negra de Sudamérica de una de aquellas latitudes: por la forma de la nariz. La de Patricia, pequeñita y deshuesada, igual que la de un koala de peluche, era completamente hispánica.

En la plaza me he detienido unos instantes a hacer algunas fotos de la rotonda, también de la calle Artistas, donde estaba el locutorio a través del cual le enviaba dinero a Patricia a Colombia y el barecito donde tomábamos pica-pollo con patacones mientras escuchábamos bachata y otros ritmos dominicanos. Me gusta como tañen la guitarra española esas gentes. Luego he seguido por Santa Engracia camino de Ríos Rosas. He esquivado la calle Maudes como gato que huye del agua cambiándome de acera. Luego he pasado junto al Cine Conde Duque, la última sala de exhibición cinematográfica que queda en mi barrio, un auténtico relicto de los tiempos en que el cine se veía fuera de casa, y al fin he llegado hasta mi destino: La Escuela de Ingenieros de Minas. El edificio es una belleza. En su puerta principal, a la que se accede a través de unas escalinatas que parten de la acera de la calle, hay dos laureles arbóreos. Solo he visto esta especie en Madrid en este lugar. Quería hacerles una foto pero no he encontrado el ángulo adecuado. Me he ontentado con fotografiar el laterl del edificio, recreándome en el friso del muro y en los ornamento de ls fachadas. Me he asomado al interior de la escula un momento. pero me he retenido en el umbral de la puerta acristalada. Los recuerdos me han llegado en oleada, como un tsunami, y he preferido posponer la tarea para un posterior paseo. Habían pasado exactamente 60 minutos desde mi partida de casa cuando he saludo a mi portero.


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