sábado, 22 de agosto de 2015

Retorno al Prado (13) - El Prado en el exilio (4) - "El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck


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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)

Retorno al Prado (13) - El Prado en el exilio (4) - "El matrimonio Arnolfini" de van Eyck

Tenía dudas de abordar este escrito. A veces me pregunto si tiene sentido explicar lo que tanta otra gente ya ha explicado antes que yo, seguramente de forma más clara, completa y entretenida de lo que yo pueda ser capaz. No hace mucho la revista Jot Down publicó en su edición digital un artículo sobre el misterio de este cuadro, una de las joyas del Renacimiento Nórdico. De las comparaciones es difícil que me pueda salvar si la gente se empeña. Pero varias imágenes poderosamente sugestivas me atraían hacia el tema como la polilla a la llama -frase hecha que resulta muy pertinente en este caso, como en seguida se verá-. La primera de estas imágenes es la del Castillo de Binche, cerca de Malinas en la actual Bélgica, la residencia oficial de María de Hungría, hermana del emperador Carlos V y gobernadora de Flandes. En este palacio la tía de Felipe II reunió una de las primeras grandes colecciones de pintura de la historia del arte, que luego legó a su sobrino -su hermano desestimó reiteradamente el ofrecimiento, el muy botarate-. Entre los magníficos cuadros que logró reunir, algunas indiscutibles obras maestras de la pintura universal, como "El descendimiento" de Rogier van der Weyden, estaba el retrato que Jan van Eyck pintó de los esposos Arnolfini, un matrimonio de procedencia italiana pero que residía en Brujas. Los historiadores nos dicen que la visita al castillo de su tía impresionó vivamente al entonces príncipe Felipe, que visitaba los reinos de su padre para darse a conocer a sus futuros súbditos, estando como estaba tan próxima la abdicación del emperador. Fue un viaje de juventud que despertó todos sus sentidos y en esta etapa en concreto, la de Binche, se sembró la semilla por su pasión por la pintura. Por la relativamente modesta colección de su padre, que nunca fue un apasionado de la pintura y la veía más como una herramienta propagandística, conocía el arte italiano, en especial el veneciano. En Binche tuvo acceso al arte flamenco, que ya para siempre fue su preferido.

La segunda imagen es la del Alcázar de Madrid en llamas. En la Noche Buena de 1734 ardió la principal residencia de los reyes en Madrid. Dicen las malas lenguas que por culpa de los ayudantes de Jean Ranc -siempre son franceses los culpables de nuestras mayores desgracias-, uno de los pintores que se trajo Felipe V a España desde su tierra natal porque los que aquí había no le gustaban un pijo. Una fogata para paliar el frío de la madrugada en una estancia en la que estaban trabajando quedó olvidada, propagándose el fuego a todo el palacio. Parte de la inconmensurable colección de pinturas que atesoraba el viejo castillo quedó reducido a cenizas, salvándose otra parte por la rápida actuación del ejército de servidores. Entre los que se vieron indultados por el fuego estuvo "El matrimonio Arnolfini", que parece ser que perdió en el siniestro las dos tablas laterales -se trataba de un tríptico- y el marco, hecho que tiene su trascendencia, como ya se verá.

La tercera imagen es la de el campo de Waterloo el 18 de junio de 1815. El cuadro estuvo en la batalla que allí se libró aquel día, sobreviviendo a tan accidentado trance de milagro, porque quien lo portaba, un húsar del ejército británico, cayó gravemente herido. Esta anécdota me recuerda a aquella otra de "El Guardián entre el centeno", cuyo manuscrito, aun por terminar, portaba en su mochila J. D. Salinger cuando desembarcó en la primera oleada de ataque de la Playa de Utah, en Normandía, el día D, el 6 de junio de 1944. Algunas obras maestras del arte llegan hasta el presente de forma tortuosa y, a veces, casi milagrosa, haciendo frente a peligros innecesarios, lo que no supone un valor añadido en lo meramente artístico, pero si tal vez acreciente su valor como fetiches. Una novela es exclusivamente la historia que nos narra, da igual el soporte en que esté escrito. Todos las copias valen lo mismo que el primer ejemplar, salvo que este sea un manuscrito, y hasta esa posibilidad hemos perdido en la era de los PC portátiles, cuando ya prácticamente nadie escribe a mano. En el caso de los cuadros es justamente al revés, solo la primera versión tiene valor.

Siendo muy poderosas todas las anteriores, es la cuarta y última imagen la que más me atrapa, la que más incendia mi imaginación: Diego Velázquez contemplando el cuadro en una de las penumbrosas salas del Alcázar de Madrid. Como aposentador del rey era el encargado de la decoración del palacio. Era quien decidía donde y como habían de lucir cada una de las pinturas y elementos del mobiliario. Su trabajo le permitió disfrutar y estudiar, como si de su propia colección particular se tratase, la extensa pinacoteca de su señor Felipe IV. Y de la detenida contemplación del cuadro de van Eyck en concreto extrajo una de las principales ideas para sus Meninas.

¿Qué es verdad y que es mentira? No es por ponerse filosóficos pero esta es una de las cuestiones que uno acaba haciéndose inevitablemente tras documentarse en profundidad sobre este cuadro. Sobre él se han desenmascarado rápidamente mentiras descaradas, auténticas trolas de fullero, como la proferida por su penúltimo propietario para poder justificar el tenerla en su poder. Pero también se han puesto en cuestión lo que parecían verdades evidentes. "El matrimonio Arnolfini" es un buen ejemplo de que la reflexión excesiva siempre engendra la duda. Existen pocas verdades incontrovertibles, por no decir ninguna, lo que el diccionario denomina certezas, la teología dogmas y la ciencia axiomas. Pongo un ejemplo para que entienda mejor lo que quiero decir: ¿Está embarazada la mujer del cuadro? Quienes se ha pensado siempre que eran los que más sabían sobre esta obra, empezando por Erwin Panofsky, un peso pesado de la historiografía del arte, el erudito que arrojó luz por primera vez sobre esta enigmática obra de Jan van Eyck, siempre han sido de la opinión de que no. Hasta eso, que parece de cajón, se ha puesto en solfa durante siglos. Alguien que mire por primera vez el cuadro, por ejemplo, una mujer, que se supone que sabrá sobre embarazos más que nosotros los varones, con los ojos y la mente limpia de prejuicios, esto es, sin ninguna información previa, dirá de forma intuitiva enseguida que sí, que la mujer de verde está preñada ya de varios meses. Y, tal vez, si ha visitado la National Gallery acompañado del clásico marisabidillo que trae la lección aprendida de casa para lucirse ante su compañera, más aun si estamos ante un juego de seducción intelectual, la contradecirá en el acto, seguro de tener la doctrina comúnmente aceptada de su parte.
 
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 "Retrato de Giovanni Arnolfini" de Jan van Eyck (Gemäldegalerie de Berlín)

Pero vayamos de una vez al meollo, basta ya de preliminares. Redactar a veces es como relamerse antes de dar el bocado. Cuesta dar el primer mordisco porque apetece demorar los placeres para luego. Fue Erwin Panofsky, como hemos dicho antes, quien pareció descubrir los misterios que envolvían esta obra, de la que la National Gallery era incapaz de aportar un solo dato fiable sobre su significado cuando la expuso por primera vez. Para el erudito alemán estaba clara la identidad de los retratados: Eran, sin asomo de dudas para él, Giovanni di Arrigo Arnolfini y su esposa Jeanne Cenami. Contaba con una prueba aparentemente irrefutable para corroborarlo: Un retrato de Giovanni mano de van Eyck de la Gemaldegalerie de Berlín. Parece la misma persona. El parecido es rotundo. Y si el retratado era el señor Arnolfini, un rico comerciante de Brujas, la mujer había de ser sin duda su esposa Cenami, nacida en París aunque de ascendencia italiana, como su esposo, y de un linaje tan ilustre como el suyo en el ámbito  del comercio y las finanzas. En Flandes al inicio del Renacimiento los burgueses, ya no solo al nobleza o el clero, estaban empezando a ser destinatarios también de las obras de arte que se producían en los mejores talleres de pintura. Y ya no eran solo los asuntos religiosos los que motivaban los encargos. Afortunadamente sabemos muchas cosas sobre Giovanni di Arrigo Arnolfini por ser un personaje relevante en la corte de Felipe III el bueno, Duque de Borgoña, del que era pintor de cámara Jan van Eyck. Entre otras cosas sabemos con certeza, si es posible usar esa expresión en relación a algo que tenga que ver con esta historia, que nunca tuvo hijos, que su matrimonio con Jeanne no tuvo descendencia. Luego la mujer del cuadro no puede estar embarazada. Eso es lo que se ha venido diciendo desde que el cuadro cuelga en la National Gallery de Londres, que es una ilusión óptica, que el gesto de la mano en el vientre, tan propio de las embarazadas, solo es un gesto casual que acrecienta el engaño. Pero, ¿trataba de burlarnos van Eyck, o cometió un error? Cualquiera lo diría en un tipo tan minucioso y dotado para el detalle, como evidencia, sin ir más lejos, esta misma obra. ¿Tiene sentido que el matrimonio Arnolfini contemplara su retrato todos los días en su propia casa con semejante y cruel burla? Se ha dicho que la moda de la época inducía frecuentemente a esos errores. Que quieren que les diga, a mí, una vez he formado mi opinión al respeto, hasta la postura de la mujer vestida de verde, con los hombros cargados por el peso y la espalda arqueada, me parece la de una embarazada.

Pero, centrémonos en las certezas, que algunas hay. Es Panofsky quien explicó por primera vez el significado del doble retrato. Muestra una ceremonia de casamiento. Una muy peculiar vista con los ojos de alguien de hoy en día, porque tiene lugar en la intimidad de un hogar, suponemos que el de los contrayentes, y sin presencia de testigos -aparentemente- y, lo que es más significativo, sin que medie la intervención de un sacerdote. Panofsky nos da las claves al respecto en su obra "Los primitivos flamencos", uno de los libros más queridos por mí de mi biblioteca particular, y que consulto ahora mismo para tratar de explicar lo mejor posible este auténtico embrollo. El dato me ha sorprendido mucho: Hasta el Concilio de Trento la Iglesia no consideró como no válidos los matrimonios clandestinos. Según el dogma católico el del matrimonio es el único sacramento que no requiere ser dispensado por un sacerdote, sino que es otorgado por los propios contrayentes, que hasta el concilio podían ejercer como oficiantes sin necesidad de que mediara entre ellos un representante de la Iglesia. Dos personas podían concluir un matrimonio perfectamente válido desde el punto de vista del derecho canónigo en la más completa soledad. Evidentemente, era algo que podía ocasionar problemas ya que bastaba con desdecirse en público para que la boda perdiera su validez práctica. Se podía alegar amnesia interesada para que el matrimonio se disolviera a los ojos de todos: "¿Pero qué dice esta loca, que estamos casados? Anda ya. Ese bombo se lo ha hecho otro. Menuda golfa". Por eso desde el Concilio de Trento se impuso como requisito que el matrimonio se efectuase en presencia de un cura y dos testigos, y áquel en calidad de testigo cualificado, no como dispensador del sacramento, aunque las miles de bodas que hemos visto en la vida real, la televisión o el cine nos hayan inducido a creer otra cosa.
 
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 "El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle con la firma del autor

Para formalizar un matrimonio siguiendo el derecho canónigo, nos informa Panofsky, basta con tomar un juramento (fides), lo que comporta dos acciones: que los contrayentes junten la manos (fides manualis), y que el esposo levante la mano en actitud solemne (fides levata). Ambos gestos, que se realizaban en realidad en momentos distintos de el ceremonia, suceden en el cuadro de van Eyck en el mismo instante para que la imagen pueda recoger la totalidad de la ceremonia. El interés por convertir la obra en un acta completa explica la extraña firma del pintor. No pone su nombre o sus iniciales sino que dibuja su rúbrica, como si el lienzo fuese el papel en el que está redactado el contrato de boda, añadiendo un texto muy atípico: "Johannes de eyck fuit hic. 1434". "Johannes de Eyck estuvo allí", en vez de los habituales "fulanito de tal lo hizo" o "menganito de cual lo pintó", en referencia al cuadro, la fórmula usual en estos casos. Pero, ¿dónde se supone que estuvo Jan van Eyck? Pues en la escena que retrata, claro está. Y si estuvo allí, ¿por qué no lo vemos? En realidad sí que lo hacemos: En el reflejo del espejo cóncavo que hay colgado en la pared del fondo de la estancia. Este pícaro Jan... El truco del espejo nos permite ver aquello que se sitúa fuera del ámbito representado en el cuadro, lo que hay en el espacio ocupado hipotéticamente por un espectador cualquiera. Dos personajes se suman a la escena, y podemos verlos por encima de los hombros de los esposos, que vemos de espaldas -por cierto, el cuerpo encorvado de ella acrecienta mi convencimiento de que se trata de una embarazada-. Uno de esos personajes es el propio pintor, vestido de azul, con sus mejores galas. Como cualquier testigo en una boda, hace acto de presencia ataviado con su mejor traje -aun no se había inventado el chaqué- y luego firma el acta matrimonial. El otro es un desconocido, que algunos han querido ver como un cura, seguramente para evitar el supuesto desaire que supone que la ceremonia tenga lugar fuera de un templo y sin la presencia de un representante de la Iglesia.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle del espejo cóncavo en al pared del fondo

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la fides manualis

Por si hay entre quien me lee algún fan del 11-M o algún nostálgico de la Segunda República, o del casi tan nefasto maremoto que supuso el gobierno de Zapatero, deberé aclarar que no estamos ante un matrimonio civil. Jan van Eyck dota de la máxima sacralidad al acto que representa en su cuadro, que rezuma religiosidad por todos sus poros. Aparte de una infinidad de detalles menores, más o menos discutibles, dos elementos en la composición corroboran esta afirmación. El primero es la única vela que hay encendida en el candelabro que pende del techo. ¿Por qué una sola? Panosfky tiene respuesta a esta pregunta: La única vela prendida simboliza a Jesucristo Onnividente, que se convierte así en un testigo más, no solo necesario sino ineludible, en toda ceremonia nupcial. Además, la vela era un elemento presente en toda ceremonia de juramento, en general. Más aun, la vela matrimonial fue el elemento que sustituyó en las bodas cristianas a la taeda clásica -rama de pino que se usaba como antorcha nupcial-. La llama simboliza a las dos personas que mediante la boda se convierten en una sola. La vela matrimonial era portada hasta el templo antes de que llegaran los novios o era entregada por uno de ellos. También se hacía prender en el hogar de los recién desposados para significar su unión. Hay quien ha argumentado que el que haya solo una vela encendida es solo una cuestión de economía domestica. Las velas en aquellos tiempos, aun las más baratas de sebo, no digamos ya las de cera, eran una artículo de lujo. Pero si de ahorrar se trata, ¿por qué encender una luz con el gasto que ello comportaba en pleno día? La luz que baña completamente el dormitorio de los Arnolfini no procede de la lámpara del techo sino del enorme ventanal situado al fondo a la izquierda, y de un segundo tal vez situado en primer término, fuera del campo visual representado en el cuadro, que se intuye por la sombra que arroja el cuerpo de Jeanne sobre la cama.

El segundo elemento son los zuecos de Giovanni y de Jeanne, que Jan van Eyck nos muestra en dos lugares distintos de la habitación. Los de él en primer término, a la izquierda. Los de ella al pie del mueble situado tras del matrimonio, en la pared del fondo, a la derecha de la cama. Es decir, ambos están descalzos. Descalzarse en un lugar sagrado es una tradición que proviene de un conocido pasaje de la Biblia, concretamente el capítulo 3, versículo 2 del Éxodo. Estando Moises conduciendo a su rebaño de ovejas por el desierto del Sinaí las llevó a pastar a las faldas del monte Horeb, también llamado monte de Dios, en busca de algo de hierba que pudiera crecer de resultas de la humedad arrancada al cielo por la sombra de la montaña. Se sentó a descansar, miró hacia lo alto de la ladera y vió lo que parecía una zarza ardiendo. Se llenó de asombro porque la zarza ardía indefinidamente, a pesar de que la estuvo contemplando un buen rato. "Esto es increíble", se dijo "voy a acercarme a ver por qué la zarza no se consume". Cuando Dios le vio acercarse le dijo:
"No te acerques más. Quítate las sandalias, porque estás pisando tierra santa"
En la pintura flamenca hay muchos ejemplos de natividades en las que aquellos que traspasen el umbral del portal de Belén para dorar al niño, reyes magos incluidos, lo hacen con los pies descalzos en señal de respeto por lo trascendente. Giovanni y Jeanne acceden a la alcoba nupcial porque en ese momento es lugar sacro. Están en presencia de Cristo, como atestigua la vela.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la vela nupcial en la lámpara del techo

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de los zuecos de la esposa al pie del mueble situado junto a la cama

Si miramos el cuadro a través de los ojos de Erwin Panofsky lo que a primera vista parece sólo una escena costumbrista adquiere un hondo significado religioso, se impregna de mística, se convierte en una representación dónde todos los elementos tienen un significado oculto y trascendente, que resuena en la conciencia. Citemos algunos ejemplos: El espejo -que, por otro lado, es un objeto con un carácter religioso explícito, como evidencian las escenas de la pasión de Cristo que adornan su marco-simboliza la pureza, es el espejo inmaculado (speculum sine macula); Las naranjas situadas en el alfeizar de la ventana representan el estado de inocencia anterior a la caída del hombres -el asunto de Eva y la manzana se narraba a veces usando cítricos en vez de manzanas-; El perrillo faldero situado entre sus dos amos es el emblema de la fidelidad marital. Todo tiene un doble sentido en esta forma de ver "El matrimonio Arnolfini", como toda la pintura flamenca del primer Renacimiento. Hay quien recela de tal posibilidad y alega que está obsesión por los dobles significados es producto de la resaca padecida durante buena parte del siglo XX por el advenimiento de las teorías de Freud, que las naranjas son solo un alarde, como el de encender una vela en pleno día. Que se trataba de una fruta semi exótica en Flandes, carísima de adquirir en el mercado. Que el espejo es tan solo un síntoma de vanidad burguesa, como el aparecer ataviados con las mejores galas. Que el can no es más que un capricho habitual entre las señoras de bien en aquella época. Las objeciones son pertinentes, hasta cierto punto convincentes y son escuchadas con la debida atención, aunque ya aclaro que para mí lo que diga Panofsky va a misa. Cualquiera que haya estudiado un poco a los primitivos flamencos que se exhiben en el Prado, aunque de forma somera, como es mi caso, que se haya documentado sobre "El descendimiento" de van der Weyden, por ejemplo, sabe lo recargado en significados que es la pintura nórdica, casi más barroca que el propio Barroco.

Durante los primeros siglos del Renacimiento la pintura experimentó una doble revolución, producto de dos innovaciones aportadas por italianos y flamencos. Los primeros dieron por primera vez un tratamiento matemático de la perspectiva, que dejó de ser algo que se resolvía de forma intuitiva. Se llegó a la perfección en el trazado de la misma, siendo un buen ejemplo de esto "El lavatorio" del pintor veneciano Tintoretto, un verdadero atracón de líneas trazadas hacia su punto de fuga correcto, situado en el arco que vemos al fondo de la imagen, más allá de la lámina de agua surcada por pequeñas barcas de pesca. Los flamencos, por su parte, inventaron la pintura al óleo. Vasari llegó incluso a atribuir esta innovación a Jan van Eyck, aunque parece ser que, con la ayuda de su hermano Hubert, tan sólo perfeccionó la técnica. La mezcla de los pigmentos con aceites vegetales favorecía la mezcla de colores. El secado más lento de la pintura hacía posibles los retoques, trabajar más despacio, con mayor cuidado, rectificar colorido y dibujo. Era una técnica ideal para la pintura detallista. Buen ejemplo de ello es mismamente la obra que analizamos que, con seguridad, se ejecutó con la utilización de lupas y con pinceles de brochas diminutas. Con el tiempos unos aprendieron de los otros porque los pintores de las distintas escuelas estaban abiertos a las influencias foráneas, aunque abunden las novelas históricas cuyo macguffin es precisamente la técnica inventada por los flamencos, cuyo secreto guardan celosamente en la narración y que alguien quiere desvelar, con el correspondiente crimen cuyo esclarecimiento es lo que hace avanzar la trama. Anda que no habré visto resúmenes en contraportadas que ivan de ese tenor cuando escarbar en los anaqueles de las librerías era mi pasatiempo preferido. "El matrimonio Arnolfini" es un diez en el aprovechamiento de los recursos que proporciona la técnica de la pintura al óleo. Qué digo un diez, una matrícula cum laudae. Y un cinco raspado, por no ponerle un cate a uno de los grandes de la historia de la pintura universal, en la aplicación de la perspectiva, como puede comprobarse en el esquema que se adjunta.

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"El lavatorio" de Tintoretto (Museo del Prado)


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Hay que reconocer que la interpretación de Panofsky tiene algunas zonas de sombra, algunos cabos sueltos pendientes de ser resueltos. Pasemos por alto el embarazo de Jeanne. Ya sé que es mucho pedir, pero hagamos el esfuerzo. Aceptemos por un momento la teoría del efecto óptico causado por la moda de entonces. Centrémonos en otros aspectos de la escena. ¿Por qué la boda tiene lugar en el domicilio de la pareja? No era un requisito que se celebrasen en un templo, pero tampoco estaba prohibido. De hecho era lo habitual, lo más razonable. Más aun: ¿por qué tan pocos testigos?. No hay ninguno durante la celebración de la ceremonia. Los dos únicos que hay en la casa acceden a la alcoba tras completarse. ¿Se trataba de ocultar el enlace a los ojos de la sociedad de Brujas? Algunos intentos de explicación sobre este particular han fallado. Se ha hablado de posible adulterio, de que tan vez la mujer del cuadro no sea Jeanne Cenami, sino una segunda esposa ocultada a todos. No tenemos ningún otro retrato de la mujer con el que poder cotejar, como sí sucede con Giovanni  Arnolfini. En ese caso el embarazo no sería ningún problema. Me refiero desde el punto de vista de la interpretación de la obra, que ya sé que un hijo extramatrimonial es cosa seria, incluso en estos tiempos. No digamos ya recién salidos de la Edad Media.

También se ha dicho que el doble retrato es un conjuro para precipitar el embarazo de Jeanne. En esta interpretación tan audaz y, digámoslo todo, tan ridícula, lo que haría Giovanni al tomar la mano de Jeanne sería intentar leérsela para anticipar en las líneas de la palma un futuro retoño. Lo que es cierto es que el cuadro está cargado de símbolos que aluden la fertilidad, empezando por la pequeña talla de Santa Margarita, patrona de las parturientas, que remata la columna del cabecero de la cama -¿qué mejor lugar que ese?-. Es un detalle que no escapó al ojo clínico de Panofsky, aunque en su libro no explique cómo logró identificarla. Desde su vasta cultura le debió resultar fácil, algo inmediato. A mi me ha hecho falta consultar alguna enciclopedia que otra para ratificar la iconografía de la santa.

Santa Margarita de Antioquía para la Iglesia Católica o Santa Marina de Antioquía para la Iglesia Ortodoxa, es una mártir cristiana oriunda de Asia Menor. Hija de un sacerdote pagano, su madre murió al darla a luz, por lo que su progenitor la puso al cuidado de una nodriza, que no solo le dio su leche sino que la educó secretamente en la fe cristiana, entonces un credo proscrito. Eran los tiempos del emperador Diocleciano, uno de los varios que llenaron nuestras sesiones infantiles de cine con películas de cristianos martirizados en circos romanos. Ya hecha una mocita Margarita, con quince años, su padre descubrió con espanto que era seguidora de la secta del pez y la echó de su casa. Fue a vivir con su nodriza, que se gana el sustento sacando a pastar un rebaño de ovejas de otro dueño. Un día que la niña guiaba las reses por un campo cercano a la ciudad fué vista por el prefecto romano Olibrio, que en el acto quedó prensado de su belleza y su inocencia. Quiso saber si era libre o esclava. Cuando le aclaró que lo primero, y ante la imposibilidad de comprarla, le ofreció ser su concubina. Ella lo rechazó, por lo que enseguida asumió que era cristiana -un trato tan ventajoso solo podía ser rechazado mediando una moral estricta- y la mandó prender. Ya en cautiverio el prefecto intentó forzar su resistencia con amenazas y con lisonjas, con promesas y con quebrantos. Todo fue en vano. Ella se mantuvo firme a pesar de los maltratos a los que la sometieron sus carceleros, que fueron horrendos. El caso es que estando sola en su celda restañándose las muchas heridas, dice la leyenda que se le apareció el Diablo para atacarla. En la versión occidental del cuento el demonio tenía forma de dragón y la engulló de un bocado, pero dentro de sus tripas ella hizo la señal de la cruz con su mano derecha y fue vomitada, quedando como vencedora del duelo contra el mal. Por esta curiosa historia fue considerada patrona de las parturientas y se la representaba con un dragón, generalmente encadenado o postrado a sus pies, como es el caso en el cuadro de Jan van Eyck. Tiziano, por ejemplo, en una obra del Museo del Prado, la representa saliendo del vientre del Dragón tras sajar su panza desde dentro con un crucifijo. Es otra forma de narrar la historia.

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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la imagen de Santa Margarita de antioquia en el cabecero de la cama

"Santa Margarita de Antioquía" de Tiziano (Museo del Prado)


Hay más alusiones a la fertilidad dispersas por el cuadro: Las sábanas rojas del lecho, que aluden a la pasión; Las naranjas del alfeizar, que aluden a la fertilidad del verano -en la tercera interpretación distinta de su presencia en lo que llevamos de escrito-; Al igual que las cerezas en la rama del árbol que apenas si se entrevé a través de la ventana abierta. Hay que tener vista de lince y mucha paciencia para percatarse del detalle, pero la obra bien merece todo el tiempo de contemplación que le dediquemos. Que los personajes lleven ropa de abrigo induce a pensar que hay una intención simbólica en estos dos últimos elementos frutales mencionados.


Detalle de las cerezas tras la ventana.
"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle de la rama de crezo en fruto que se ve a través de la ventana

Una tercera explicación a la aparente ausencia de testigos que se ha ensayado, tan peregrina como la anteriores, es la posibilidad de que se tratase de una boda morganática, es decir, entre personas de estratos sociales distintos, que pudiera haber remilgos en el señor Arnolfini a la hora de mostrar a su esposa en sociedad. Tal extremo que se ha descartado por completo. Uno y otro pertenecían a linajes burgueses del máximo pedigree. En todo caso, puestos  comparar, es posible que la posición social de los Cenami fuese superior a la de la familia del novio. En todo caso, la ceremonia se sabe que se celebró con el beneplácito de ambas familias. Siguiendo el hilo de este asunto se introduce un segundo punto de fricción en la interpretación de Panofsky. Está claro que el cuadro es algo más que un encargo hecho a un pintor por uno de sus clientes. El hecho de figurar como testigo, el tipo de firma, inducen a pensar en un regalo producto de la amistad -o, al menos, en el que se ha derrochado complicidad-, en la existencia de una relación cercana entre el artista y los retratados. Y no se tiene noticia de tal cosa. Es más, Giovanni Arnolfini, un tipo tan bien posicionado en la corte del Duque de Borgoña, parece demasiado hueso para un perro tan chico, como lo era un pintor, por más que su clientela estuviese formada por lo más granado de la ciudad de Brujas, incluyendo al propio Felipe el Bueno. Un pintor era bien poco en el quien es quien de cualquier sociedad de aquellos tiempos.

Por si no se venían acumulando suficientes dudas desde que fue formulada, en 1990, Jacques Paviot, un historiador francés, hizo saltar por los aires la hipótesis de mi admirado Panofsky. Descubrió en los archivos históricos del ducado de Borgoña el acta oficial de matrimonio de Giovanni di Arrigo Arnolfini y Jeanne Cenami. Resumiendo: Las fechas no cuadraban. La boda se había celebrado 13 años después de pintarse el cuadro -eso era un jaque- y 8 años después de morir Jan van Eyck -eso un mate-. Fue como volver a la casilla de salida después de caer en la casilla de la muerte en el juego de la oca. Hubo quien se agarró a un clavo ardiendo: ¿Y si se trataba de la pedida de mano? Habría sido un noviazgo ciertamente largo y los novios demasiado jóvenes en el momento de comprometerse, aunque todo era posible. En todo caso, la ceremonia de la petición de mano no era una ceremonia frecuente en aquella sociedad. Urgía buscar otros protagonistas. Se peinó todo el árbol genealógico de la familia Arnolfini. Se buscaron mancebos de la misma generación que Giovanni di Arrigo, toda vez que se contaba con un retrato en Berlín de un tal Arnolfini que coincidía en rasgos con el del esposo en el retrato de van Eyck. Se investigó a todos los primos residentes en Italia y en Bélgica.

El primer candidato convincente fue el hermano mayor de Giovanni, Michele, que se había casado con Elizabeth, una chica flamenca de origen humilde. Eso explicaría la boda "en secreto" y las facciones poco meridionales de la mujer retratada. Sin embargo, esa boda se habría celebrado según algunas fuentes en 1450. La segunda opción barajada fue Giovanni di Nicolao, primo de Michelle y el otro Giovanni. Algo mayor que ellos, se había casado en 1426 con Constanza Trenta, una muchacha toscana de apenas 13 años. Tenía 21 cuando se pintó el cuadro. Hasta ahí todo bien. Ahora vienen las objeciones: Constanza era sobrina de Lorenzo de Medicis, así que casarse con ella era algo que pregonar y no que ocultar a los convecinos; Tampoco este matrimonio tuvo descendencia; y, lo que parece descartar definitivamente esta opción, la madre de Constanza, Bartolomea, había escrito a su cuñado Lorenzo de Médicis una carta en la que le informaba de la muerte de su hija, un año antes de finalizarse el cuadro. A pesar de los evidentes inconvenientes, a esta tesis se apunta el experto en arte de la National Gallery Lorne Campbell, con un par, para quien el cuadro no representa una ceremonia nupcial sino simplemente una escena de carácter doméstico sin más trascendencia.

Tampoco había tenido descendencia esta pareja. Ahora bien, hay una idea que me ronda la cabeza. Sabemos que el cuadro pasó a manos de don Diego de Guevara, el embajador español en Flandes, al comprárselo a los herederos directos de los retratados apenas una o dos generaciones después. ¿Quién vendería el retrato de sus padres, o de sus abuelos, por muy bien que le pagasen? Además un retrato que enseguida adquirió fama. En el mismo Museo del Prado hay una prueba de ello, que ya abordaremos más adelante. Pienso que don Diego le debió resultar más fácil la adquisición si el propietario era un pariente lejano antes que un hijo o un nieto, en cuyo caso la falta de descendencia se convierte más en un dato a favor que en contra.

Diego de Guevara, que había sido consejero de Felipe I el Hermoso, rey de Castilla, murió en Flandes, donde vivió la mayor parte de su vida, legando a su hijo Felipe una exigua pero selecta colección de pintura de autores flamencos, parte de la cual, incluyendo "El matrimonio Arnolfini", fue a parar primero a manos de Margarita de Austria, la tía de Carlos V, y después a la heredera de ésta, Margarita de Austria, hermana del emperador. Fue en el famoso castillo de Binche, residencia de la regente de Flandes, donde Felipe II viera el cuadro de van Eyck, junto a otras maravillas, como el "El descendimiento" de van der Weyden, o la serie de las Furias de Tiziano, y despertó su pasión pro el arte, convirtiéndose a partir de entonces en ávido coleccionista y, de facto, en el fundador y precursor de la colección que hoy atesora el Prado.

Cuando María abandonó su cargo de regente de Flandes para reunirse con sus hermanos Carlos y Leonor, que estaban en España, donó su colección de pintura a su sobrino, pasando "El matrimonio Arnolfini" a formar parte de las colecciones reales. Es exhibido desde entonces en el Alcázar de Madrid, donde un diplomático alemán de paso por la corte española dijo haber visto la obra, con una extraña inscripción en latín en su marco:
"Mira lo que prometes: ¿qué sacrificio hay en tus promesas?
En promesas cualquiera puede ser rico"
Se trata de unos versos del "Ars amandi" de Ovidio. Este detalle es importante porque agrega un nuevo elemento de misterio al cuadro. Para entendernos, el libro de Ovidio era algo así como un manual de seducción para varones, consejos prácticos para llevarse al huerto a jovencitas incautas, un poemario pícaro e irónico, a ratos cínico, cuyo carácter en principio casa mal con la solemnidad de la escena que retrata van Eyck. Los dos versos del marco hacen referencia a los milagros que procuran las promesas. Prometer es fácil, nos dice Ovidio, todos somos ricos en promesas o, dicho de otro modo, prometer no cuesta nada, y su efecto en las féminas es sorprendentemente efectivo y rápido.

En 1734, justo cuando la obra cumplió 300 años, el Alcázar se incendió, y aunque el cuadro de van Eyck se salvó perdió las tablas laterales y el marco. Años después, pasó a formar parte del mobiliario del Palacio Real que mandó construir Felipe V, donde permaneció hasta que desapareció durante la Guerra de Independencia. Finalizada la pesadilla de las Guerras Napoleónicas "El matrimonio Arnolfini" volvió a dar señales de vida. Su nuevo propietario era un oficial del ejército británico, el escocés James Hay, coronel de una de las brigadas se caballería ligera del ejército del Duque de Wellington. Para justificar el tener en su poder semejante joya artística aseguró habérsela comprado al propietario de la casa en la que estuvo convaleciente tras Waterloo, batalla que tuvo lugar en una pequeña localidad cercana a Bruselas, es decir, en territorio belga. Herido en la batalla, afirmó que en una de las pardes de la habitación donde se había recuperado de sus heridas colgaba el cuadro, y tanto le había gustado que insistió en comprárselo a su anfitrión cuando fue dado de alta. Ahora el ardid nos hace sonreir, pero parece ser que nadie lo puso en duda antes de que fuese demasiado tarde. El quid de la cuestión está en que Hay también estuvo presente en la batalla de Vitoria. Allí debió saquear el cuadro de uno de los vagones del equipaje del Rey José Bonaparte. Juan Antonio Gaya Nuño se apuntó a otra opción menos verosímil pero, por la misma razón, mucho más novelesca y sugerente: Que fué robado del Palacio Real de Madrid por algún general bonapartista -él sugiere Belliard-, aprovechando su pequeño tamaño, que lo hacía más fácil de ocultar, y que en Waterloo cambió de dueño. Aunque quien robase a un ladrón tuviera cien años de perdón, dicho periodo de absolución ya habría expirado hace mucho tiempo.

Llevado tal vez por los remordimientos, aunque me cuesta creerlo, o quizá con la intención de darle una patina de respetabilidad a su botín de guerra, Hay decidió cedérselo al príncipe regente Jorge IV, quien tuvo expuesto el cuadro en Carlton House durante dos años. Transcurridos éstos, el botín fue devuelto al coronel escocés, quien a esas alturas parecía tenerle ya poco apreció. Se lo cedió en depósito a un amigo, desentendiéndose definitivamente de él. En 1842, recién creada la National Gallery, el cuadro salió al mercado, siendo adquirido por el museo londinense por 730 míseras libras. Fin de la historia. El paso de Napoleón por España fue una verdadera hecatombe para nuestro patrimonio cultural. Con lo robado en el solar patrio en aquellos tiempos por el ejército francés el Louvre y, sobre todo, la National Gallery de Londres consiguieron armar sendos discursos expositivos que no desentonan del todo si se comparan con el del Prado. Me pregunto cuál sería el nivel del museo madrileño si nosotros hubiéramos sido tan ladrones como los ingleses y los franceses cuando tuvimos un imperio. Excelso, supongo. Bueno, eso ya lo es aun con los restos del naufragio que ha supuesto el paso de los siglos.

Hace apenas una década, ayer como quien dice con los plazos de tiempo que manejamos, Margareth L. Koster, una historiadora del arte y escritora anglo-americana, proponía en su artículo "The Arnolfini Double Portrait: A Simple Solution" una nueva forma de interpretar el cuadro, no solo sencilla, como indica en el título, sino también elegante y bastante convincente. Koster se apunta a la trocha abierta en la jungla intransitable por Campbell y por ahí traza la trayectoria de su propuesta: Los retratados serían Giovanni di Nicolao Arnolfini y Constanza Trenta y lo representado no sería una boda sino un acto de exaltación conyugal. Constanza estaría en estado de buena esperanza y para ratificarlo aporta algunos signos más a los ya descubiertos por Panofsky (la imagen de Santa Margarita). Así, advierte de la presencia de un dosel rematando la cama y de una alfombra turca a los pies de la misma, elementos habituales en los dormitorios de las parturientas para que pudieran recibir visitas. Hace notar asimismo que el tocado y el peinado de Constanza se corresponden con los de una mujer casada, no con los de una virgen en sus esponsales. Además, se fija en la diferencia de colorido entre los dos esposos. Ella va de verde y azul, su ropa está llena de alegría. Él viste con tonos apagados. Podemos suponer que normalmente vistiera más jovial si nos fijamos en el retrato de Berlín.

Para Margaret Koster estamos ante lo que en un principio iba a ser una exaltación de la fidelidad marital, un regalo de Jan van Eyck a su amigo para mostrarle las bondades de la vida conyugal. Sin embargo, la muerte de Constanza dejó en el limbo la obra durante un tiempo, siendo retomada después de muerta ésta y adquiriendo otro sentido. La reflectometría de la obra realizada por los servicios de conservación de la National Gallery aportó varios indicios que indicaron que Koster iba por el buen camino. Hay dos arrepentimientos (pentimentos) muy significativos en el cuadro. Uno se refiere al espejo, que no estaba en una primera versión e incluso fue modificado a último hora. El otro se concreta en el gesto de la mano derecha de Giovanni di Nicolao, que en un principio era más frontal, con la palma dirigida hacia el espectador, como en una actitud de estar prestando juramento (fides levata), y en la versión final está girada, como si estuviera bendiciendo a su esposa.


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"El matrimonio Arnolfini" de Jan van Eyck (National Gallery, Londres)
Detalle del gesto de la mano de Giovanni y reflectometría

En medio de la imagen idílica hay signos premonitorios de lo que va a suceder, como si fueran elementos pesadillescos que se colaran en un sueño placentero. El demonio tallado en el mueble que hay detrás de la pareja, que vemos justo donde enlazan sus manos. De las escenas de la pasión de Cristo representadas en el marco del espejo, las que quedan tras Giovanni son escenas de vida, mientras que las que quedan tras Constanza aluden a la muerte y la resurrección. La resurrección que llegará tal vez al final de los tiempos y tras la que podrían volver a reunirse.

¿Y si el cuadro, que en un principio solo trataba de mostrar la perfección en la unión de los dos personajes por el vínculo del matrimonio, de pronto careció de sentido tras morir Constanza de resultas del parto? ¿Y si van Eyck, por propia iniciativa o a instancias de su cliente, cambió su sentido y lo convirtió en un homenaje a la mujer muerta? Visto desde esta perspectiva, cierta calidez que subyace en el cuadro a pesar de su aparente frialdad, brota de pronto como un manantial. Ese gesto de sumisión de Constanza que muchos han querido ver en su forma de inclinar levemente la frente, su mano apoyada en el vientre hinchado, sus hombros ligeramente encorvados, su mano yerma sobre la de su esposo, a mi me sugieren dulzura, fragilidad que reclama ternura. El gesto de él no puede ser más que serio, como el color de sus ropajes. Nos muestra a su esposa y nos dice: "Hubo un tiempo en que tuve la felicidad a mi alcance. La vida promete muchas cosas, porque prometer es fácil". ¡Hasta la inscripción de Ovidio adquiere sentido! Y de ese estado perfecto de las cosas fue testigo van Eyck. Lo fue y lo ratifica con su firma: "Yo estuve allí". Y lo está en sentido metafórico dentro del cuadro a través del gadget del espejo.

Archivo:Las Meninas, by Diego Velázquez, from Prado in Google Earth.jpg
"Las Meninas" de Diego Velázquez (Museo del Prado)

Y es aquí cuando me imagino a Velázquez contemplando el cuadro durante largos ratos, meditando sobre lo que ve. Hay un eco claro en sus Meninas de "El matrimonio Arnolfini". El mismo truco del espejo, que refleja a unos personajes que irrumpen en la escena. Aunque no son advertidos por el espectador del cuadro si lo son por algunos de los personajes retratados en el mismo. Lo mismo ocurre en "El Matrimonio Arnolfini": La pareja, demasiado absorta en ella misma, ni se inmuta, pero el perro avanza unos pasos y se pone en posición de alerta. Está a punto de ladrar. Alguien ha invadido la habitación y tan solo defiende su territorio, aunque sin alejarse demasiado del amparo de sus amos. La reacción de los personajes del cuadro en la obra de Velázquez es más evidente. Pudo meditar tranquilamente la forma de intensificar el efecto. Podemos colarnos en el obrador de Velázquez, viajar en el tiempo hasta el instante que refleja el cuadro, del mismo modo que podemos emerger en la alcoba de Constanza, a través del espejo del fondo. Pero mientras en "Las Meninas" el reflejo no somos nosotros sino los reyes y nuestro guía ya ha realizado el viaje, se nos ha adelantado, en "El matrimonio Arnolfini", el guía nos lleva de la mano. Podemos ser perfectamente el personaje de identidad desconocida que traspasa el umbral del dormitorio tras Jan van Eyck, podemos acceder a la habitación para poder dar fe también nosotros de que estuvos allí, como el pintor de Brujas. Ambos cuadros son lo que en otro escrito del blog denomino hipercubos.

¿Ubicó Velázquez en su cuadro un mastín español hierático, impertérrito y paciente como respuesta al grifón belga expresivo, nervioso y asustadizo que había colocado van Eyck en el suyo? ¿Ubicó dos personajes estáticos en el reflejo de su espejo como respuesta a los personajes en movimiento que e ven en el espejo de van Eyck? Quizá el diálogo entre ambas pinturas sea más profundo de lo que suponemos. Es un lugar común afirmar que Velázquez tomó como préstamo para su obra maestra el espejo de "El matrimonio Arnolfini". Ambas obras están interconectadas y eso hace aun más doloroso el exilio en Londres de la obra del pintor flamenco.

Hay otro cuadro en el Prado que incluye el truco del espejo. Cuatro años después de ser concluido, firmado y datado el cuadro londinense, Robert Campin incluyo un espejo en su tríptico de Werl, llamado así por ser su donante, el franciscano y catedrático de Teología de la Universidad de Colonia Enrique de Werl. La tabla central se extravió hace mucho, pero el Prado conserva las tablas laterales. La de la derecha es una imagen de Santa Bárbara que por su actitud -se nos aparece absorta leyendo un libro religioso-, durante mucho tiempo se creyó que era una Anunciación, con la imagen de María justo antes de aparecérsele el Arcángel San Gabriel. El ala izquierda es un retrato del donante, que reza mirando hacia la escena de la tabla central, tal vez una Virgen con el niño Jesús, y que está custodiado mientras ora por su patrón San Juan Bautista.


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Alas laterales del "Típtico de Werl" o "Santa Bárbara" y "San Juan Bautista con Enrique de Werl", de Robert Campin (Museo del Prado)

En el panel que cierra lo que parece la celda de un convento hay colgado un espejo, cóncavo, como el que pintara Jan van Eyck, y que refleja el ámbito del espectador, como el de "Las Meninas" y el de "El matrimonio Arnolfini". En el reflejo podemos ver en primer término a San Juan Bautista y tras él a dos franciscanos, uno de ellos de pie y el otro arrodillado -también dos personajes, anónimos y que por ello pueden suplantarnos-, como maravillados por la aparición, a la que es ajeno Enrique de Werl.

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"San Juan Bautista con Enrique de Werl", de Robert Campin (Museo del Prado)
Detalle del reflejo en el espejo

En algunos libros puede leerse que tal vez Velázquez robase la idea a Robert Campin y no a van Eyck, o tal vez a los dos. Es una posibilidad sugerente, pero dl todo imposible ya que los dos paneles del tríptico de Werl fueron adquiridos para la colección real por Carlos IV, es decir, siglo y medio después de morir el pintor sevillano. El óleo de campin es más bien indicio de que "El matrimonio Arnolfini" debió adquirir sobrada fama como para que una obra residente en Brujas, además de ámbito privado, tuviese eco en la ciudad de Tournai. Robert Campin fue maestro de van der Weyden, pero estuvo abierto a las influencias de su discípulo, que le hizo crecer como artista. También a las de van Eyck. La lástima es que en al misma sala donde cuelgan las obras maestras de los dos pintores de Tournai, mi sala preferida del Prado, la 58, es donde muy probablemente colgaría el mayor tesoro de la National Gallery, si un mangante inglés, James Hay, no hubiese robado a un amante de lo ajeno francés, ya fuese Belliard o Pepe Botella.

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