viernes, 5 de junio de 2015

Retorno al Prado (9) - El Joyel de los Austrias (1) - El estanque y la peregrina


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 Fotograma de la película "Ana de los 1.000 días" de Charles Jarrott.
Elizabeth Taylor luciendo en el pecho la perla Peregrina

El Joyel de los Austrias (1) - El estanque y la peregrina

Nos habla de la perla Peregrina Stefan Zweig en su maravilloso libro de viñetas históricas "Momentos estelares de la Humanidad" y cuesta no imaginársela deslumbrante, porque todo en las narraciones del escritor austríaco refulge con el brillo de la leyenda y resuena como un poema en prosa recitado con voz grave y queda. La mención, como de pasada, la realiza en su relato sobre la carrera de Vasco Núñez de Balboa en pos de la inmortalidad. La describe en apenas dos líneas de texto. Suficientes para captar nuestro interés y despertar nuestra curiosidad por la famosa joya: «fue celebrada por Cervantes y Lope de Vega, siendo una de las más hermosas entre todas, adornó la corona real de España e Inglaterra».

El relato de Zweig sobre el caballero extremeño narra su huída de la justicia a través de la mortal selva panameña del Darién, acompañado por todos aquellos a los que había logrado contagiar su locura y su sed de gloria. Aterrado más por la perspectiva de ser olvidado por la historia, por verse atrapado por la nada, por tener que afrontar una acusación de alta traición, que por el peligro que les acecha oculto en la espesura -los indios caníbales, las tierras movedizas de los manglares, las enfermedades, las alimañas salvajes- emprende una expedición suicida a través de las montañas del Istmo de Panamá a cuyo término lo encontró todo: fama, riquezas y un océano inmenso como recién creado por Dios, siempre en calma y que ni siquiera tiene nombre cuando lo contempla por primera vez.

Núñez de Balboa llegó a aquellas costas del golfo de Panamá inducido como la mosca a la miel por la promesa de dulces riquezas que le realizaron los nativos. El cacique indio Comagre, señor de las costas atlánticas de Darién, le habló de otro mar más allá de las montañas al que afluían ríos cargados de oro. Una vez puso sus ojos en el Pacífico los nativos de aquellas nuevas costas le hablaron de riquezas aun más prodigiosas tierra adentro y allende los mares. El caso era tratar de alejar del hogar a aquellos inesperados y molestos visitantes, con una avidez por el metal amarillo que no se saciaba nunca. Hacia el sur, muy lejos, se encontraba el reino del Birú, le dijeron, un imperio cuyos reyes comían en vajilla de oro. Frente al lugar en que se encontraban, mar adentro, le dijeron también, había una archipiélago donde abundaban las perlas como las espigas en un campo de trigo. A los indios las ostras les interesaban más bien poco, más como alimento que como ornamento, y las pequeñas esferas nacaradas que albergaban en su interior no tenían más valor como adorno que las propias conchas. Pero vieron que los españoles las apreciaban. El caballero extremeño cayó enfermo por las fiebres de la codicia cuando vio los adornos de oro que lucían los salvajes sobre la piel desnuda. Tenía que conquistar el archipiélago que se extendía por el Golfo de Panamá y armar una nueva expedición para reclamar para la corona ese reino que los indios denominaban el Birú, vocablo que el castellanizó como Perú. Si había sido mucho lo logrado en su huída a través del istmo aún le quedaban hazañas más grandes por realizar, más lejos todavía de su punto de partida. El perdón real estaba asegurado si lograba ese nuevo triunfo. Pero, como señala Zweig, «Rara vez conceden los dioses a los mortales más de una hazaña única e imperecedera». Ese honor recaería sobre uno de sus lugartenientes. Su recompensa final fue el patíbulo.

Era cierto que en el golfo de panamá existía un archipiélago rico en perlas. Los españoles hacían bucear a los nativos para buscar las ostras, obligándoles a descender a profundidades que excedían el aguante de los pulmones humanos. Muy probablemente sea en este lugar, que luego serviría de base para la expedición de Pizarro al Perú, donde se descubrió la perla Peregrina, llamada así por su belleza sin par, por su exótica forma de pera o lágrima, que la hacían única, un extravagante y caprichoso prodigio. La leyenda dice que su hallazgo le valió la libertad al esclavo que la materializó. Viajara con la expedición de Núñez de Balboa a su regreso al otro lado del Istmo, como sugiere Zweig, o lo hiciera tiempo después en el botín de alguna otra, lo cierto es que acabó en manos de Pedro Arias Ávila, apodado Pedrarías, gobernador de La Española, el hombre del que huía Núñez de Balboa cuando decidió atravesar el Darién. La historia tiene estas ironías crueles. Es la mujer del gobernador, Isabel de Bobadilla, con contactos en la corte de Valladolid, quien la incluye en su equipaje cuando viaja rumbo a la metrópoli y quien se la hace llegar a al familia real. Es adquirida por el emperador Carlos V como obsequio para su esposa Isabel de Portugal.

El primer documento relativo a la Peregrina del que se tiene noticia parece desmentir el origen que se acaba de explicar. Se trata de un documento de tasación y de compraventa. A su llegada a Sevilla en 1580, el alguacil mayor de Panamá, Diego de Tebes, que lleva la perla en su equipaje, se la ofrece a Felipe II, que la manda tasar. Según el documento de tasación que existe en el Archivo de Indias de Sevilla, su peso era de 58 quilates y medio y su valor se cifraba en unos 9 mil ducados, precio por el que la adquiere Felipe II.

El Estanque es un diamante de color azul acero que el rey adquiere en bruto en Amberes. Pesaba unos 100 quilates y le cuesta una fortuna comprarlo. Lo manda tallar a unos orfebres de Sevilla como un  cuadrado. El color azulado de la joya, su transparencia y su forma dan como resultado que se le bautice con el apodo por el que hoy le conocemos. Perla y diamante son engarzados en una misma pieza de oro de unos 20 quilates con relieves florales que será conocido como el nombre Joyel de los Austrias y que se convertirá con el correr de los siglos en una pieza de joyería legendaria, símbolo de la casa de los Austrias.

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"María I de Inglaterra" de Antonio Moro (Museo del Prado)

Si nos atenemos a la información que aporta el Museo del Prado, la primera dama en lucir el Joyel de los Austrias fue María I de Inglaterra, Bloody Mary, María la sanguinaria, la segunda esposa de de Felipe II. Lo luce en el retrato que su marido le encarga a su pintor de cámara, Antonio Moro. Casose el entonces príncipe heredero con la dama inglesa por designio de su padre el emperador. Se trataba de su segundo matrimonio político. Joven y aun príncipe, ya era viudo de la heredera del trono de Portugal, matrimonio del que en el apartado personal solo sacó en claro un hijo, Carlos. Y habría que sopesar con calma si ese solitario rédito le mereció la pena a la larga. El caso es que su renovada soltería le permitía volver a ser usado como peón en el tablero político en busca de las mejores alianzas.

Frisaba la novia inglesa los cuarenta años mientras que el novio español era aun un apuesto veinteañero, además el mejor partido de Europa. El desequilibrio en las edades y los atractivos se tradujo en un desequilibrio en los afectos. María cayó perdidamente enamorada de su esposo mientras que éste apenas era capaz de otra cosa que de tratarla con un frío pero educado respeto. Estrictamente lo que exigía el protocolo regio y el trato educado entre personas. Su indómita cuñada, Elizabeth, era mucho más de su gusto. Entre ambos se estableció una tácita complicidad que a la postre le salvó a ella de morir en el patíbulo acusada de traición. Convencer a su esposa de que perdonara a su hermana y levantara el arresto domiciliario al que estaba sometida fue uno de esos terribles errores que cuando se cometen parecen un inmenso acierto. Con el correr del tiempo los que una vez fueran cuñados acabaron siendo los más encarnizados enemigos, arrastrando a sus respectivas naciones a una guerra que, aunque de forma intermitente, duró varias generaciones. No han faltado los novelistas que han visto en una tensión sexual mal resuelta la razón del intento de invasión de Inglaterra y la catástrofe de la Armada Invencible.

Antonio Moro retrata a la reina de Inglaterra sentada en un enorme sillón, como entronizada, con una rosa roja en la mano derecha, el símbolo de su linaje, Los Tudor. La pinta tal cual la ve, sin mentiras, fiel a la realidad. En eso quizás se anticipa al estilo velazqueño. El gesto de María recuerda al del papa Inocencio X según lo capta el pincel de Velázquez en su retrato. Es una mujer de escaso atractivo, de labios finos, que aprieta en un rictus severo, como de enfado, de nariz sin gracia y mirada poco amistosa, casi se diría que fiera, con escasos cabellos, que le empiezan a ralear peligrosamente en la parte frontal y superior del cráneo. Su flequillo ha huido hacia la retaguardia y hasta se adivinan entradas en lo alto de la frente y en las sienes. Hay a quien enternece la visión de este retrato al pensar en la pasión de una mujer madura abocada al rechazo que nunca ha conocido el amor. Su matrimonio era como una primavera que, contraviniendo las leyes de la naturaleza, sucede a un otoño en el que se asoma el invierno. Difícil no sentir algo de compasión por ella, aunque nos caiga antipática, aunque los libros de historia nos digan que nuestra percepción negativa de ella es correcta. Ese enamoramiento, su obsesión por darle un hijo a su esposo para poder retenerlo junto a ella será a la postre lo que dinamite su salud. Era como un viejo leño estéril del que ya no podían crecer ramas. Un embarazo acogido con júbilo a los tres meses de las nupcias reales se acabará descubriendo como un proceso de hidropesía, esto es, una mera retención de líquidos producto de la histeria. En los tres años que siguieron volvió a experimentar otros dos embarazos psicológicos más, y en todos ellos hubieron síntomas, como la lactancia o la pérdida de visión, que hacen sospechar de que padeciera desórdenes hormonales. Quizá un tumor en la glándula pituitaria que, a la postre, pudo ser lo que la llevara a la tumba.

María descendía de un linaje de mujeres de fuerte carácter, el déficit de dulzura y la firmeza de intenciones los llevaba impresos en los genes. Su abuela materna era la gran Isabel la Católica y su madre, Catalina de Aragón, fue la única esposa, y eso aun siendo la primera en pasar por el altar, capaz de sobrevivir al desinterés sexual de Enrique VIII de Inglaterra, el barba azul por excelencia de la historia. Al ardor inicial por las hembras siempre le sobrevenía un hastío homicida que le impelía a deshacerse de ellas. Todas aquellas que le sucedieron en el tálamo real a Catalina, y fueron muchas, acabaron siendo asesinadas por el sátiro monarca. Es posible que su infancia, relegada a un rincón de palacio, en los retirados aposentos de su madre, la falta del cariño paterno y de respeto de sus cortesanos, inflamaran su resentimiento y su sed de venganza contra sus súbditos, en especial los de confesión protestante.

Anthonis Moor van Dashort, nombre castellanizado durante su estancia en Madrid como Antonio Moro, pintó el retrato de María Tudor en 1554, como parte de los agasajos de la boda real. En su obra deja traslucir la antipatía que le provoca el personaje que retrata, cosa que puede disculparse por haberse visto el mismo perseguido por el celo real al ser acusado de connivencia con la herejía protestante. La gelidez de la piel, que casi se diría de textura marmórea y la total ausencia de cejas que restan énfasis en la expresión del rostro de la reina, enmascaran en parte su agrio ademán, impropio de una mujer que sabemos profundamente enamorada. En su pecho luce el joyel de los Austrias, que bien pudo formar parte de la dote del esposo, el rey consorte. Y, así, junto a la rosa que porta en su mano derecha tenemos toda la información codificada sobre su linaje natural y su linaje político. No obstante, si realmente es la Peregrina y el Estanque las joyas que luce habremos de concluir que la perla a la que se refiere el documento del Archivo de Indias es otra. Tal vez las perlas con forma de gota de agua no fueran después de todo tan inusuales, tan peregrina extravagancia de la naturaleza.

 
"Isabel de Valois" de Juan Pantoja de la Cruz (Museo del Prado)

La segunda dama a la que vemos lucir en el Prado la Peregrina es Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II. Está considerada como el gran amor de su vida. La boda tiene también un significado eminentemente político, era inevitable para un rey en aquellos tiempos, pero lo que empezó siendo razón de estado derivó en algo irracional, instintivo, meramente emotivo. La novia apenas cuenta con 13 años de edad cuando se pacta el enlace. Un año después viene a Madrid para habituarse a su futura corte. Sigue siendo una niña, pero la incipiente mujer que se abre camino en su cuerpo adolescente despierta la pasión del austero monarca. No es su belleza, que pensaríamos más bien discreta, ateniéndonos a los retratos que se tienen de ella, sino su gracia, su alegría, su elegancia. Capaz de la seriedad que exige su puesto, hasta el punto de serle encomendadas importantes misiones diplomáticas y de gobierno en el futuro, es capaz también de la alegría y la belleza. Es una mujer coqueta, chic, tres jolie, llena de charme, como toda francesa. Su llegada provoca el deshielo ambiental en el gélido Escorial, con sus amplios corredores que parecen cañones glaciares, como labrados por el avance de ríos de hielo. Enamora a todos. El propio hijo del monarca, don Carlos, su medio hermano, don Juan de Austria, y su sobrino, Alejandro Farnesio, que forman una juvenil pandilla en palacio, la cortejan con descaro y forman como una guardia de corps que escolta en todo momento a la seductora jovencita. Este galanteo, que en el hermano y sobrino del rey no pasa de ser un inocente juego sin más trascendencia, en la mente perturbada del heredero don Carlos, inflama impulsos que es incapaz de refrenar. El príncipe es un ser atormentado, de físico deforme -sus retratos enmascaran siempre una incipiente joroba-  y mente aun más retorcida que su cuerpo. Inconstante en lo bueno y obstinado en lo malo, taciturno, aunque con delirios de grandeza, es propenso a la ira y al sadismo. Desde niño disfruta causándole dolor a sus mascotas. Su abuelo, el emperador Carlos V, es incapaz de aguantar su mera presencia. El rey lo trata con el mismo afecto con que trata a todos pero intenta sin éxito educarlo y orientarlo hacia sus futuras responsabilidades. Un esfuerzo inútil. Pensar que la tierna Isabel pudiera estar destinada a este ser monstruoso parece absurdo como poco, además de ofensivo. Sin embargo, la leyenda negra española, que se cimenta en los líbelos perpetrados por ingleses y holandeses contra Felipe II, lo dibuja como un doliente mártir al que incluso su padre le arrebató el amor de su vida.

Por fin el rey ha encontrado en Isabel un oasis en el desierto, un vergel en el sendero que su trayectoria emocional traza en el páramo que es su vida. Sin embargo, breve es el paso por la vida de Felipe II de este pajarillo encantador. Apenas 8 años de felicidad. Después el hombre que casi siempre vemos de luto en los retratos que conservamos de él, ha de guardarlo una vez más tras morir su esposa de resultas de las complicaciones de un parto. Reales o psicológicos, los embarazos de las reinas eran entonces su primera causa de muerte, que las hacía caer como moscas. Pero antes de irse le dejó dos hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, tan parecidas y tan cercanas en edad que parecían gemelas. La primera de ellas, la mayor, fue sin duda la persona más importante en la vida de Felipe II.

En el retrato de Isabel de Valois del Prado, que se atribuye a Juan Pantoja de la Cruz, la reina viste un traje de terciopelo negro. La perla Peregrina se convierte no en un emblema político, como ocurre en el retrato de María Tudor, sino en un complemento de moda femenina. La lleva en el tocado que luce en el pelo, colgando coquetamente hacia su izquierda, cerca de la oreja, como si fuera un pendiente levitando en el aire, libre del enganche en el lóbulo auditivo. El cuadro se cree copia de un original de Sofonisba Anguissola que probablemente ardió en el incendio del Palacio del Pardo, donde formaba parte de la galería de retratos de los Austrias. Ni siquiera se cree que sea una copia directa sino basada en una versión intermedia de Alonso Sánchez Coello, pero conserva todo el estilo de la pintora de Cremona, con un fondo algo menos neutro que el habitual en los retratos de la corte española, ciertos toques de color en el cuadro -rojo de las mangas y los lazos-, mayor dinamismo, menos envaramiento en definitiva, y una cierta calidez psicológica en el tratamiento de los personajes. Sofonisba era de noble cuna y llegó a Madrid formando parte del séquito de la reina Isabel como dama de compañía. Luego sería íntima de sus hijas, a las que retrataría a lo largo de toda su vida. Su función en palacio era, por así decir, más importante que la de ser pintora de cámara, pero le gustaba retratar a la gente de su aprecio. Hasta cierto punto llegó a desplazar a Sánchez Coello de su puesto como primer espada en el ranking de retratistas al servicio de Felipe II. Cuando un modelo tenía éxito, como es el caso de este para Isabel de valois, era repetido hasta la saciedad. Así, existe otra copia en el Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, ésta sí de mano de Anguissola.

La Historiografía esta enamorada de Isabel de Valois hasta tal punto que quiere creer que las dos joyas principales del Joyel de los Austrias fueron regalos de su enamorado esposo, pero las evidencias lo desmienten. Si que pudo, al parecer, desmontar la pieza de orfebrería para lucir las joyas a su antojo, de la forma que más le apeteciera, sin tener que atenerse a protocolos, solo a la ley de su coqueto caprichoso.


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"Ana de Austria" de Bartolomé González Serrano (Museo del Prado)

En 1559, el mismo año de la boda de Felipe II con Isabel de Valois, Juana de Austria, la hermana del rey de España y la viuda del de Portugal, funda en Madrid el Monasterio de Nuetra Señora de la Visitación, más conocido como Las Descalzas Reales, un convento de monjas de clausura donde procesaron damas de la más elevada alcurnia. La propia fundadora se convierte en miembro de la primera congregación, y aunque pone el listón muy alto, otras damas aun más principales ingresarán en el monasterio a lo largo de los siglos, convirtiéndose tal vez, es una idea mía, en uno de los focos de poder femenino más importantes de la historia. En 1580 la hermana de Juana y Felipe II, María de Austria, viuda del emperador Maximiliano II de Habsburgo, es acogida por la congregación para profesar la carrera religiosa. Viene acompañada de su hija Margarita, de apenas trece años, que también toma los hábitos en las Descalzas Reales. hay quien dice que fue una forma de protegerla, porque diez años antes otra de sus hijas, Ana, había caído en el radio de visión de su hermano y se había acabado convirtiendo en su cuarta esposa, con el desenlace previsible, muerte tras un mal embarazo complicado con unas fiebres gripales, después de haber parido media docena de vástagos reales. Y eso había ocurrido hacia solo un año. La buena mujer llegaba escarmentada, así que prefirió casar a su benjamina con Dios, más exigente en lo espiritual aunque no en lo físico.

Si Isabel significó la Pasión para Felipe II, muy probablemente Ana representó el amor tangible, sereno, ese que solo puede otorgar una compañera con la que hay una total compenetración. Hizo falta la dispensa del vaticano para salvar el obstáculo de la consanguineidad. Un mero trámite cuando en el trono de san Pedro se sentaba un papa afín a la monarquía hispánica. De todas maneras, el parentesco próximo se había convertido casi en una rutina en las bodas españolas. Tres de las cuatro mujeres de Felipe II fueron parientes suyas: una prima segunda, una tía y finalmente una sobrina carnal. Pero lo más importante es que Ana de Austria se convirtió en una perfecta madre para Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Henry Kamen, el historiador británico, recrea en su biografía del monarca la estampa hogareña del rey recluido en su despacho de El Escorial, atendiendo a los asuntos de estado mientras su hijas, perfectamente educadas por su madrasta, dos damitas de verdadera exposición, como las actuales infantas, se aplican a secar la tinta espolvoreando polvos y a estampar el sello real en los legajos, billetes, despachos y cartas a medida que eran escritos por su padre, como si fueran dos abnegadas secretarias. Una treta muy ingeniosa del rey para compaginar la vida laboral con la familiar. Si le ponemos una chimenea detrás y un gorrito de lana a cada una de las niñas tenemos un perfecto Christmas. Felipe II, que estaba considerado como el gran villano de la historia hasta la aparición de Hitler, era en realidad un tipo entrañable apegado a la vida familiar, muy devoto de los suyos.

En el retrato de Ana de Austria del pintor vallisoletano, Bartolomé González Serrano, la reina luce la perla Peregrina, que recupera aquí su significado político, como antes del reinado de Isabel de Valois, al ir engarzada a una pieza de orfebrería con forma de águila bifronte, el emblema de la casa de los Habsburgo. El retrato es una copia o versión libre de una obra de Antonio Moro que se conserva en el Museo de Viena. Ambos cuadros son como dos sellos de una misma serie, con igual dibujo pero distinta coloración y algunas mínimas variaciones. Se puede jugar con ellos al juego de las diferencias. Yo solo he encontrado una: En la versión vienesa Ana de Austria lleva un sombrero con un penacho de plumas.

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"Ana de Austria" de Antonio Moro (Kunsthistorisches Museum, viena)


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