martes, 25 de noviembre de 2014

Retorno al Prado (5) - El subsuelo de Madrid (9) - Madrid sub rosa (1) - El diablo Bermejo en las noches de san Plácido

"Cristo de San Plácido" de Diego Velázquez (Museo del Prado)

El subsuelo de Madrid (9) - Retorno al Prado (5)

Madrid sub rosa (1) - El Diablo Bermejo en las noches de san Plácido

1. Harpócrates me dio la idea

Harpócrates me dio la idea mientras curioseaba un diccionario de mitología de los que hay en la biblioteca de libros antiguos de mi padre. Asimismo, lo reconozco, el antetítulo de esta entrada del blog es un plagio descarado de la serie de novelas policíacas “Roma Sub Rosa” creada por Steven Saylor. En ella se narran las aventuras del detective Gordiano, apodado el Sabueso, en la Roma de los estertores de la República, en la tumultuosa época que dio lugar a advenimiento de los césares. Aprovechándose del ojo fisgón de Gordiano, Saylor nos describe lo que sucede entre bambalinas en los tiempos de Sila, Cicerón, Catilina, Marco Antonio, Octavio Augusto, Pompeyo y Julio César, todos los iconos de las peplums cinematográficos, desvelándonos los pecadillos inconfesables de aquel tiempo, lo que quedaba obligadamente en secreto, aquello que no podía ser siquiera verbalizado pero que no cesaba de ser comentado bajo la modalidad del chismorreo. Algo equivalente se pretende con este escrito que inicia también una serie, y de la que ya he pensado los temas de los dos siguientes artículos. Madrid sub rosa; el Madrid la de las leyendas, que sin embargo tiene un importante poso de verdad y nos describe de forma fidedigna la ciudad, siempre con el Museo del Prado como punto de partida o de destino. Siquiera como etapa en el viaje.

Sub rosa es una expresión latina que aplicada a un hecho, circunstancia, dato o lugar, indica que éste se haya bajo estricto secreto, que es confidencial y su conocimiento, una vez adquirido, no puede ser divulgado a terceros. Harpócrates, en su denominación griega, es una de las “advocaciones” del dios egipcio Horus, el hijo de Isis y Serapis. Es la representación de este dios cuando aun era niño. Harpócrates suele ser representado como un mozuelo completamente desnudo, salvo por la corona real que porta en la cabeza, con una coleta lateral y llevándose un dedo a los labios, como si fuera a chupárselo. Gesto que los griegos y, por inducción de estos, después los romanos, sus herederos culturales, malinterpretaron como una rogativa o una imposición de silencio a todo aquel que mirase al dios prepúber. En ese error cae Plutarco, el escritor griego que se hizo célebre en la Roma imperial, cuando escribe:

«No hay que imaginar que Harpócrates sea un dios imperfecto en estado de infancia ni grano que germina. Mejor le sienta considerarlo como aquel que rectifica y corrige las opiniones irreflexivas, imperfectas y parciales tan extendidas entre los hombres en lo que concierne a los dioses. Por eso, y como símbolo de discreción y silencio, aplica ese dios el dedo sobre sus labios».
Harpocrates (Horus niño)” (Museo Calouste Gubelkian, Lisboa)


San Agustín explica en “La Ciudad de Dios” que el rey de los argivos, Apis, fue proclamado dios por los egipcios bajo la denominación de Serapis y que «establecieron la pena de muerte para el que dijera que había sido hombre». Añade asimismo que Marco Terencio Varrón, el militar y erudito romano, cónsul de Roma en el año 216 a. C., es decir, en plena guerra púnica, la segunda para más señas, daba la siguiente explicación al gesto con el dedo de Harpócrates:
«Como en casi todos los templos donde adoraban a Isis y a Serapis, había también una imagen [de Harpócrates] que, puesto el dedo en la boca, parecía advertir que se guardase silencio, significaba que callasen el haber sido hombre [Serapis]»
[Harpocrates_Dijon_Louvre_Br1064.jp]
Harpocrates (Horus niño)” (Museo del Louvre, París)


Los griegos identificaron a la diosa Isis con Afrodita (la Venus del panteón romano), y a su hijo Harpócrates, con el Horus niño, con Eros (Cupido para los romanos). La génesis de la rosa, considerada la reina de las flores, la más bella entre todas, en casi todas culturas, era atribuida a Afrodita, que al emerger del mar tras ser concebida por Zeus tras eyacular copiosamente en el Egeo -un orgasmo mitológico engendrador de mitos-, quiso poner a prueba su poder tratando de crear algo que pudiera competir en belleza con ella misma -no se le ocurrió ningún reto más difícil a la muy vanidosa-. Con ese fin convirtió parte de la espuma de mar adherida a su cuerpo, concretamente la que mojaba su seno, en una magnífica rosa blanca, que a partir de entonces se convirtió en símbolo y adorno de la diosa. La historia de la génesis de la rosas rojas, las más comunes, es más dramática. Habrían brotado de la tierra al tropezar Afrodita con un arbusto en su loca carrera para tratar de socorrer a Adonis cuando lo vió caer herido de muerte por el jabalí -cuya caza había preferido como distracción en vez de yacer con ella. Está claro que las mujeres les gustan chulos y castigadores-, hacerse una herida en el pie y regar con su sangre el suelo. De cada gota de la diosa se engendró una rosa roja, tal vez porque sus fluidos corporales contuviesen trazas del fluido seminal de Zeus, que era la materia de la que estaba hecha en un 50%. La otra mitad restante era la sinuosidad de las olas.

Un día Venus regaló a su hijo Eros una rosa. Este a su vez se la dio a Ares, el amante ocasional de su madre en aquel momento, para que guardara secreto sobre sus amores adúlteros y la noticia no llegara a oídos de su esposo Hefesto (Vulcano), que tenía un humor sulfuroso. Todo fue en balde, como ya sabemos. No obstante, inspirándose en esta leyenda de la mitología, la rosa se convirtió en el símbolo de la confidencialidad, y a menudo ha sido representada en aquellos lugares o estancias en los que se escuchaban graves secretos, por reunirse en ellos grupos de poder o escucharse confidencias que no debían salir de ese estricto ámbito. Rosas se tallaron en los confesionarios de las iglesias católicas, por ejemplo, o se pintaron en los techos de las cámaras donde deliberaban los gobiernos. El miembro más joven de los presentes en una reunión de caballeros templarios dejaba una rosa sobre la mesa con el fin de que se sobrentendiera que las deliberaciones y conclusiones en las que había participado habían transcurrido sub rosa. Finalmente, el lema sub rosa ha sido adoptado por algunas fuerzas especiales, como los Navy Seals americanos, en estas últimas fechas, tal como reflejan los periódicos, muy consternados por que dos de sus miembros hayan roto el pacto de silencio para disputarse el dudoso honor de haber sido quien le dio el tiro de gracia a un barbudo fanático en su propia casa y delante de su prole. Me estoy refiriendo a Bin Laden.

2. La cárcel de oro

Estatua ecuestre de Felipe IV en Madrid, fundida por Roberto Tacca. En la confección del modelo colaboraron Velázquez, Rubens, Martínez Montañés y Galileo Galilei

Dicen las lenguas viperinas que hablan sin permiso sobre asuntos sub rosa, que la efigie ecuestre de Felipe IV, erigida en la Plaza de Oriente, es una de las que más fielmente representa al personaje que retrata de las que existen en el mundo. Y no tanto por que refleje de forma más o menos fidedigna los rasgos del monarca, que también -no en balde el modelo último de la estatua que modeló Roberto Tacca es un retrato de mano de Velázquez, que ya sabemos cuan certero tenía el ojo siempre para acertar con la realidad del modelo-, sino porque muestra al personaje a caballo, como a punto de echarse al galope. Posición en corbeta llaman a esa figura ecuestre en la que la montura se pone de pie sobre sus patas traseras y alza las manos como para manotear el aire con rabia, mientras el jinete tira de las riendas para evidenciar su dominio sobre las fuerzas impetuosas de la naturaleza, ingobernables para el común de los mortales, pero no para un soberano que lo es por la gracia divina. Así, de esa guisa, da la sensación de que el rey está iniciando una huida a galope tendido, mostrando el caballo que monta, dato importante éste, los cuartos traseros al palacio que tiene a sus espaldas. La que debería ser su dulce morada pero que el rey como una cárcel con barrotes de oro. Y es que el día no era otra cosa para Felipe IV que una tediosa sucesión de horas sin sustancia a la espera interminable de que cayera la noche y poder escabullirse a través de cualquier puerta trasera y sustraerse así de la vigilancia de su amante esposa para correr toda suerte de aventuras vacías de espíritu y frecuentar todo tipo de camas repletas de cuerpos. Era de gusto variado el monarca en cuestión de mujeres, de fino paladar pero con un hambre pantagruélica, que nunca parecía saciarse. La joven reina podía aspirar, como mucho, a ser el postre, si es que las correrías no se alargaban en exceso y acababan saludando el alba, o el entrante si es que su regio esposo se avenía a visitar su lecho antes de galopar hacia la noche madrileña. Aun así, el regio sátiro tuvo tiempo para engendrarle en el vientre a Isabel diez hijos nada menos -de los que solo uno, la infanta María Teresa, llegó a la edad adulta-, así como algunos abortos, antes de que ella muriera de resultas de unas fiebres, que muy probablemente encontraran terreno abonado en la precaria salud motivada por su dantesco historial obstétrico. Curiosamente no murió de resultas de un parto -me ha extrañado este dato al consultar su biografía-, como era aciaga costumbre entre las reinas de aquella época. Pero si la lista de hijos habidos con Isabel es extensa, aunque funesta, mucho más larga es la que el rey se procuro por su cuenta y riesgo. Hasta 30 hijos bastardos se le atribuyen.

No hace mucho visité por primera vez la Iglesia de San Antonio de los Alemanes, en el Barrio de los Austrias. A quien me acompañaba le relaté algunas historias sobre el lugar cargadas de datos erróneos. Entre otras cosas, quise venderle aquella maravillosa iglesia semi olvidada, prácticamente ajena a los itinerarios turísticos de la ciudad, como una de las últimas joyas del barroco madrileño, salvada de forma milagrosa de los avatares del tiempo por gracia de la divina providencia. Que si por la voluntad del hombre hubiera sido… “Que bien arde el barroco” dicen que gritaban alborozados los milicianos republicanos en los prolegómenos de la Guerra Civil cuando arrimaban las antorchas a los viejos edificios eclesiásticos del centro de Madrid, por esa zona de la ciudad por donde se coagula el torrente sanguíneo de la Gran Vía y se convierte en un laberinto de estrechas callejuelas. Con su plena atención tras desvelarle el secreto de aquellas magníficos muros, techos y bóvedas pintados por Ricci y Carreño de Miranda, le decía a mi amiga que aquella iglesia era la última de su estirpe, o algo aparecido, para que valorase aun más mi regalo, cuando apenas dos calles más al oeste, a 5 minutos escasos de caminata, también en los aledaños de la Plaza de la Luna, hubiéramos podido visitar si hubiéramos querido el Convento de San Plácido. Si nos hubiera placido y si yo no hubiera resultado ser un guía de mi ciudad tan ignorante. ¡De cuanta gloria podría haberme cubierto si le hubiera desvelado también ese otro secreto, tan próximo y casi igual de deslumbrante! Aunque tampoco fue tan inmerecido del todo el brillo de gratitud con el que me miraron sus ojos tras alzarlos hacia la cúpula de la iglesia. Lo mejor de Madrid son sus secretos. Supongo que como ocurre con casi toda urbe y con el resto de seres vivos y autoconscientes.

Quieren algunos relatos históricos al rey profundamente enamorado de su esposa a pesar de sí mismo, de sus actos, arrepentido por sus muchas infidelidades conyugales. Las reinas francesas siempre han sido una fuente de la que ha manado generoso el complejo patrio, una excusa para el autoflagelo hispano. Menos mal que ha habido pocas, que casi todas han sido portuguesas o austriacas. Si Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II, se nos retrata en los libros de historia como una mujer alegre, chispeante y seductora, que con su femineidad, juventud y encanto era capaz de llenar de luz los oscuros salones del lúgubre alcázar real y de calor hogareño los fríos corredores de El Escorial, otro tanto se nos dice de Isabel de Borbón, la primera esposa, Felipe IV, el nieto del demonio del mediodía. Lo dice el tópico, ligeramente teñido de leyenda negra: La corte española, envarada y rígida en extremo, fue como una calabozo para ambas jovencitas francesas, un entorno claustrofóbico para ambas Isabeles, acostumbradas como estaban a la libertad, a la amplitud de miras y a la frescura de la corte francesa, donde se criaron, menos angosta en cuanto a las ideas y a las libertades que podían tomarse las mujeres. Y algo habrá de cierto en el tópico, no lo dudo, puede que todo, pero éste saltó hecho añicos por los aires con la llegada al trono del primero de los Borbones españoles -otro Felipe más que añadir a la lista-, y hubimos que probar en nuestras carnes esa supuesta amplitud de miras, esa visión del mundo aventajada. Algunas de las obras maestras del Prado estuvieron en trance de desparecer en la hoguera y algunas marcharon al exilio por ser consideradas libidinosas por el nieto de Luis XIV. Es el caso de “Leda y el cisne” de Corregio, que ya fuera de España, tras haber sobrevivido a un siglo en esta tierra fanática, fue mutilada por sus nuevos dueños por creer intolerable la imagen del rostro de la heroína del cuadro, retratada en pleno orgasmo. Aunque la pérdida de este maravilloso óleo hay que atribuírsela en realidad al Felipe que aun no hemos mencionado -si hacemos excepción con el que reina hoy día y con el que inicio la saga, el Hermoso, que generalmente ni siquiera se tiene en cuenta, aunque se incluya en la cuenta-, a Felipe III, hombre bondadoso y beato en extremo. Aunque a él jamás se la habría ocurrido mutilar la obra, como si ocurrió en el breve paso del cuadro por la corte francesa antes de recalar definitivamente en la austriaca. Luis I de Orleans, un pariente lejano de ambas Isabeles consortes españolas, rajó la cara a Leda con un cuchillo por escandalizarle su expresión de gozo. Y si hoy sabemos aproximadamente como era ese rostro cuyos rasgos faciales resultaban intolerablemente libidinosos para algunos es por la copia que hizo Eugenio Cajés cuando aun era una obra madrileña. Copia que se conserva el Museo del Prado. En sus sótanos. Para no propalar el escándalo, supongo.

"Leda y el cisne" de Corregio. Copia de Eugenio Cajés (Museo del Prado)

3. Motivos para un regalo

Felipe IV le pidió a Velázquez un Cristo crucificado que moviera a la devoción a aquellos que lo contemplasen, que fuera solaz para los afligidos, para que viesen alguna luz los que viviesen en la negra noche de su conciencia. Un Cristo en el Calvario que redimiera a los arrepentidos de corazón, como el ladrón que estaba a su diestra, que borrara sus pecados y ofreciera una alternativa esperanzadora al tormento de la culpa. Esa y no otra, dicen los Evangelios, es la razón por la cual el hijo de Dios hubo de morir crucificado, para lavar todos los pecados del Hombre. Felipe IV le pidió un crucifijo para la iglesia del Convento de San Plácido, en la calle de San Roque, y Velázquez le pintó un Cristo de piel blanquísima en mitad de una negrura infinita, como una Luna llena que rasga con su luz la madrugada del alma. Unamuno supo entenderlo en su poema:
«[...] Blanco tu cuerpo está como el espejo
del padre de la luz, del sol vivífico;

blanco tu cuerpo al modo de la luna

que muerta ronda en torno de su madre

nuestra cansada vagabunda tierra […]»
Es el de Velázquez un Cristo que se mueve entre los extremos, que frecuenta ambos y al mismo tiempo a veces. Un Cristo ambiguo, dual, que está hecho de materia, de carne mortal y, por tanto, perecedera, pero que al mismo tiempo está impregnado de la chispa divina. Esa diadema de luz embutiendo la corona de espinas. Un Cristo que gravita sobre sus piernas, que flexiona las rodillas para poder aguantar el peso de su cuerpo exhausto, pero que al mismo tiempo parece que levita sobre todos nosotros, como si en vez de materia fuese solo espíritu. Un Cristo expuesto, casi desnudo, salvo por el paño de pureza que se ciñe a sus caderas y ata con un nudo prieto, pero que al mismo tiempo es misterio, vivo secreto, y que oculta medio rostro tras el velo de su lacia y negra cabellera.

Un Cristo envuelto en el silencio pero cuyos pensamientos casi creemos oír aunque no los entendamos. «¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?», le pregunta Unamuno en el primer verso de su poema y, como él, aguardando estamos todos la respuesta desde el origen de los tiempos.
«[…] Tú que callas, ¡oh Cristo!, para oírnosoye de nuestros pechos los sollozos;acoge nuestras quejas, los gemidosde este valle de lágrimas. Clamamosa Ti, Cristo Jesús, desde la simade nuestro abismo de miseria humanay Tú, de humanidad la blanca cumbre,danos las aguas de tus nieves. Águilablanca que abarcas al volar el cielo,te pedimos tu sangre […]».
¿Podría ser esta la oración del rey al Cristo de Velázquez cuado de postrase de rodillas ante él? Bien pudiera si mediara arrepentimiento. Es curioso que, contra lo que era habitual entonces, y en el propio convento hay ejemplo de ello, la poca sangre que hay en el cuadro, como si ya hubiera atendido ese reclamo que le hace Unamuno en el último de los versos que acabamos de extractar.

Está clara la implicación emocional del pintor en la obra, que rezuma espiritualidad, que quizás no sea revolucionara en las formas pero que gracias a la maestría de Velázquez da un nuevo enfoque a un asunto tratado hasta la saciedad antes que él por pintores, escultores, tallistas, iluminadores y grabadores. Una implicación que habría heredado quizás de quien le hiciera el encargo, tras hacer una lectura quien sabe si certera de sus deseos al hacerle el encargo. No es una hipótesis tan descabellada. Existía una gran simbiosis entre ambos personajes, al menos toda la que podía haber entre un monarca y uno de sus servidores. Años después, tras la muerte del pintor, el rey si que supo interpretar sus deseos al pintar de forma póstuma, también usando el rojo, una Cruz de Santiago sobre la ropilla de Velázquez en su autoretrato de Las Meninas.
Pero ¿por qué un crucifijo? ¿Por qué precisamente para la Iglesia de San Plácido? Esa es la cuestión y no otra. ¿Quizás porque los pecados del rey eran peores y más concretos, en cuanto al qué, al quien, al cómo y, sobre todo, al dónde, de lo que hubiéramos esperado, incluso deseado, de alguien que debía conducirse sin tacha, y menos veniales de lo que dice la versión "liviana" sobre la razón de ser del Cristo de Velázquez? La probable respuesta está en la versión menos conveniente y más delirante del relato que nos ocupa, en la narración de lo acontecido en el madrileño convento de San Plácido.

4. Los alumbrados de san Plácido

La fundación del convento de San Plácido, perteneciente a la orden Benedictina, data del año 1623, en los inicios del reinado de Felipe IV. Su creación vino a colmar al mismo tiempo los deseos de doña Teresa del Valle de la Cerda, recién ingresada en la orden Benedictina y que quería fundar un monasterio, y los de don Jerónimo Villanueva, protonotario de Aragón y ministro de Felipe IV, que quería erigirse un mausoleo. Se daba la curiosa circunstancia, más que casualidad conveniencia, de que este poderoso caballero de la corte filipina había estado prometido con doña Teresa. Más aun, eran concuñados. Sus respectivos hermanos estaban casados. Pero la joven recibió de improviso la “llamada” del Señor y rompió su noviazgo a las puertas de la boda, si bien aprovechando el dinero de su dote como novia para sus esponsales con Cristo. La licencia de ingreso en la congregación de monjas benitas, que hasta ese momento tenía su sede en Valladolid y se iba a trasladar a Madrid para ocupar el nuevo convento, la obtuvo con cierta dificultad, tal vez porque hubiera quien se escamara con tanta carambola. Aunque, una vez dentro de ella fue investida sin problema como priora del establecimiento religioso recién creado.

Así que, aunque en un principio se rompiera el compromiso entre los amantes, a la postre si que hubo maridaje de intereses. Intereses centrados supuestamente en lo espiritual. Aunque se añadió a las curiosas circunstancias que envolvían el caso otra “feliz” coincidencia: Don Jerónimo era vecino de las monjitas. Vecino además por los cuatro costados. La finca y el edificio en que se asentaba el convento, así como todos los solares e inmuebles colindantes, eran de su propiedad. Había comprado todas las viviendas alrededor de una pequeña iglesia situada en el mismo solar que iba a ocupar san Plácido, cerca de la Calle de la Madera, llamada así por existir entonces un almacén de madera segoviana. De aquella iglesia no queda ya nada, y poco se sabe de ella, salvo que albergaba una imagen de la Virgen del Rosario, que los parroquianos denominaban “Nuestra Señora de los Buenos Temporales”, lo que puede ser indicio del carácter más agrícola que urbano de la zona-.

A toro pasado todo resulta evidente. Ya fuera porque estaba planeado así de antemano o porque el amante despechado se enceló en el rastro de su amada para no dejarla escapar, el caso es que don Jerónimo adquirió unos terrenos en los que ya existía un modesto templo con vistas a convertirla en el convento que anhelaba doña Teresa, y se reservó uno de los edificios colindantes para que fuera su propia vivienda. Para la mejora de las precarias condiciones iniciales, realizó algunas “chapuzas” en la vieja iglesia y rehabilitó algunas de las casas de su propiedad aledañas para que pudieran servir como vivienda a los religiosos de la comunidad conventual, a las 30 monjas y los tres varones vinculados a la congregación, comprometiéndose a construir un convento de nueva planta, con una bella iglesia, en cuanto le fuera posible. El convento empezó a funcionar como tal en 1623, tras ser bendecido por los estamentos administrativos y eclesiásticos correspondientes y tras acoquinar los ex novios, y no sabemos si ex amantes, 20 mil ducados cada uno. La misma cantidad ambos, así consta en los papeles oficiales. Tanto monta, monta tanto. Y lo digo sin segundas. O casi.

Estaba bien relacionado don Jerónimo. Como tutor del rebaño, esto es, como confesor de las feligresas, pudo conseguir al Fray Francisco García Calderón. Este religioso vallisoletano tenía fama de virtuoso y de erudito en Teología, así como de ser uno de los varones más santos de la iglesia en aquel entonces. Era todo un fichaje. Pero con trampa. El sacerdote compartía secretamente las creencias de la secta de los alumbrados. No confundir a éstos con los Iluminati de la novela de Dan Brown, aunque fueran igual o más pintorescos. Al final la realidad resulta ser a menudo más imaginativa incluso y estrafalaria que la ficción. La secta de los alumbrados, nacida de la enseñanzas de la religiosa Isabel de la Cruz, una beata toledana, disconforme con muchas de las enseñanzas y modos de la Iglesia y que creía que el acercamiento del hombre a Dios, la comunión con él, era el fruto de un esfuerzo individual de meditación interior, de interiorización, de dejamiento de la realidad del mundo externo. Un esfuerzo realizado sin intermediarios y sin que las obras externas tuviesen trascendencia. No creía en el pecado ni en su castigo, tampoco por tanto en la existencia del infierno, ya que consideraba a Dios bondad absoluta y no le creía la maldad necesaria para castigar a los suyos por muy extraviados de sus enseñananzas que estuvieran.

Del confuso mejunje de supuestos y creencias de Sor Isabel de la Cruz surgió una doctrina a la que se adhirieron algunas personas de forma secreta. Una doctrina llena de ideas peregrinas como, por ejemplo, que de la unión física entre un religioso y una religiosa había de nacer necesariamente un santo. A ello se dedicó con ahínco a lo que parece el fray Francisco en el convento de San Plácido. Aprovechándose de su don de palabra y de su cargo de confesor de las novicias, de su relación próxima y sin interferencias de terceros, convenció a aquellas candorosas jovencitas de la necesidad de que alcanzasen la gloria de Dios a través de actos carnales hechos desde la más estricta observancia de la caridad cristiana, que no podían ser pecaminosos por tanto y que, además, solo podían dar frutos santos. En otras palabras, convirtió el convento en su propia mancebía, en un auténtico lupanar, siendo la abadesa la primera de las seducidas por los sermones del cura. Solo cabe sorprenderse de la pujanza del padre fray Francisco, y de su egoísmo acaparador, ya que la congregación femenina de San Plácido la componían 28 mujeres. En este caldo de cultivo espeso e hirviente fue donde hizo aparición el Demonio en San Plácido.

El día de la natividad de la virgen de 1630 una de las monjas comenzó a mostrar aversión a los símbolos religiosos y a las reliquias sagradas, realizando muecas extrañas e infringiéndose daños a sí misma si le acercaban algún crucifijo. Ante síntomas tan evidentes el médico del convento aconsejó al Padre fray Francisco practicar un exorcismo. Pero ya era tarde para atajar el mal, porque a los pocos días los síntomas se contagiaron a la práctica totalidad de la comunidad femenina. Las monjas admitían sentirse poseídas por un demonio, al que llamaban El Bermejo, por ser pelirrojo, y cuya presencia les provocaba ardores, sofocos, temblores, misteriosas llamadas imposibles de desoír e impulsos irrefrenables hacia el desorden de los sentidos. Ninguna de ellas dudaba de la posesión diabólica, siendo la más afectada por el extraño mal la priora del convento, sor Teresa, que vivía mortificada por las tentaciones a las que se veía sometida y por los celos. Este estado de histeria colectiva y concupiscencia desbordada era retroalimentado por las conversaciones en el confesionario con el padre Fray Francisco, de marcado carácter erótico. Las incautas monjitas vivían en un constante frenesí, pasando constantemente del maligno influjo del Bermejo al no mucho mejor influjo, igual de libidinoso al menos, del cura confesor. Cada uno de los dos más sátiro que el otro. Aquel vaivén era para las religiosas como saltar de la sartén para caer en las brasas, para a continuación desandar el ígneo camino.

5. El Santo Oficio contraataca

Lo que estaba ocurriendo intramuros del convento pronto trasciende fuera del ámbito de la clausura. Viandantes que discurren por las calles aledañas al convento, de forma casual o buscando su cercanía para poder fisgonear, dicen escuchar alaridos y ser testigos extraños sucesos. La imaginación se desborda a la hora de explicar lo que no se conoce, si solo se poseen indicios de algo que se intuye extraordinario aunque pueda no serlo. No se habla de otra cosa que de las endemoniadas de San Plácido en todos los mentideros de la villa. Pero la relevancia social de la priora del convento y el patrono de la comunidad, ambos de familias con rancio abolengo, el segundo además perteneciente al séquito de colaboradores y amistades íntimas del Conde de Olivares y duque de Sanlúcar, valido del joven rey, así como la fama de santo que arrastra el padre confesor, fray Francisco, supone un freno a las posibles denuncias ante la Inquisición. Es bien sabido que el Santo Oficio nunca actúa de oficio, valga la redundancia.

Los tres religiosos varones que conviven con las monjas creen de buena fe en el diagnóstico de posesión diabólica, incluido el pícaro fray Francisco. Uno de ellos, Fray Alonso de León, un monje benedictino, vive en dura pugna consigo mismo. Teme al escándalo en el que necesariamente se vería envuelto si lo que sucede en el convento se desvelase desvelado, pero mayor temor le profesaba a tener que convivir en compañía de su propia conciencia. No sabe todo lo que ocurre en su entorno, pero de lo que está enterado es suficiente para espantarlo. Al final decide trasladar sus dudas a su inmediato superior, el general de la orden de benedictina, para que él decida lo que es conveniente hacer, incluida la denuncia ante el Santo Tribunal. Pero transmite sus inquietudes por escrito, acompañando su reclamo de abundante información, toda la que es capaz de reunir, con calma y con método, estrujando su memoria como un ácido limón. Prefiere esta vía indirecta de denuncia para evitar en lo posible cualquier trato directo con el Santo Oficio. Entre sus conclusiones de trabajo indica que lo que sucede en san Plácido le “huele” a asunto de alumbrados.

El general de la orden recibe la documentación que le remiten y es incapaz en todo el día de levantar los ojos de los papeles escritos. La lectura le absorbe al tiempo que le va irritando por momentos, caldeándolo por dentro el enojo como si de una marmita tapada y al fuego se tratara. Cuando acaba de revisar los legajos, ya en plena noche, toma dos decisiones: 1) Hacer saber de inmediato al Santo Oficio lo que está sucediendo en el convento; 2) Personarse de inmediato en el lugar de los hechos para enterarse de primera mano de lo que ocurre. Lo que lee le ofende porque se trata de suelo sagrado sujeto además a su jurisdicción, de cuyo buen orden y pulcritud es directamente responsable. Ni esperar al amanecer es capaz siquiera de la impaciencia que le invade. Se persona en san Plácido de madrugada como la furia de los elementos, como un temporal, tratando de arrancarle la verdad a los implicados como quien desuella un ave para poder echarla luego a la cazuela. Las monjas viven la irrupción nocturna con espanto, sintiéndose profundamente violentadas. De inmediato se ponen de parte del principal sospechoso, fray Francisco, tratando de protegerle de la ira de su superior. Así se lo refiere por escrito una de ellas al confesor, en una carta que le llega cuando ya ha sido sometido a arresto. Le dice que todas las religiosas están unidas en torno a él, como una piña, que creen firmemente en su inocencia, y le describe la irrupción del general de la orden con términos llenos de emoción y colorido: «Llegó a medianoche el general a descargas sus furias sobre nosotras pero aguantamos enteras». Asimismo, la priora, doña Teresa, afirma en otra carta, también muy posterior a los hechos, que todo el memorial que fray Alonso ha escrito contra ellas es obra del diablo. Decididamente el Demonio andaba suelto por san Plácido.

Mientras tanto, el aparato terrible de La Perpetua se pone en funcionamiento. Se envían de inmediato emisarios a Sevilla para recabar toda la información posible sobre fray Francisco en el lugar donde ha ejercido principalmente su labor eclesiástica. El cura tiene extendida fama de santidad. Se le atribuyen incluso milagrosos prodigios, como el haber resucitado en su día a una mujer en Tierra de Campos, de donde es natural. Pero lo averiguado durante estas pesquisas poco concuerda con la referida fama. Sale a colación en las mismas por segunda vez el alumbrismo, lo que pone en guardia al Santo Oficio, más preocupado de la lucha contra la herejía, su ámbito de actuación en realidad, que de los andanzas de Belcebú entre las gentes. Se decide apresar a las 26 endemoniadas y al resto de implicados y conducirlos a las cárceles secretas del Santo Oficio en Toledo. Allí tiene lugar la instrucción del caso, en el que declaran todos aquellos que tienen algo que referir al tribunal que se organiza para juzgar el caso, ya se trate de sospechosos, víctimas o simples testigos. Lo que se averigua y decide queda por escrito. No obstante las actas del proceso han sido analizadas en las siguientes centurias por infinidad de estudiosos, entre ellos Marcelino Menéndez Pelayo, que en su “sHistoria de los heterodoxos españoles” trata la figura del pícaro fray Francisco. Si bien es verdad que en su momento todo transcurrió en el más estricto de los secretos, sub rosa, el correr del tiempo ha procurado luz y, sobre todo, taquígrafos al proceso. Los sucesos de san Plácido han sido un recurrente en nuestra historia.

6. Vodevil en el convento

En el análisis pormenorizado de los documentos del proceso es casi inevitable advertir una vena humorística en la labor del tribunal, que casi puede advertirse en la lectura de los interrogatorios, como si casi pudiéramos escuchar las risas sofocadas, no sin dificultad, de los inquisidores cuando preguntan o escuchan las respuestas de los encausados. La congregación de san Plácido está formada por mujeres de extrema candidez. Algunas son novicias en extremo jóvenes, otras dulces ancianas. Todas ellas lo desconocen casi todo de la vida, debiendo entenderse esta frase hecha como un eufemismo que trata de eludir el tema del sexo. Seguramente la mayoría de las religiosas nada malo verían en lo que sucedía en su congregación.

No cabe dudar de la veracidad de sus respuestas al tribunal. Media en la confesión la extrema bondad de la mayoría de los que declaran, a lo que hay que sumar el pavor que causaba en todos, hasta en los tipos más curtidos, el Santo Oficio. Verse en las mazmorras de la institución, con todo lo que se decía que sucedía en ellas, debía ser suficiente acicate para sincerarse con los interrogadores. Por último, hay concordancia en lo que refieren las religiosas. Poner de acuerdo a 26 personas para que sus declaraciones coincidan parece una empresa fuera del alcance de almas tan cándidas y poco instruidas, máxime si son inquiridas por gente experta en averiguar lo que la gente no quiere decir, en arrancar secretos.

Es interesante, pertinente y, probablemente acertado, lo que nos dice Menéndez Pelayo sobre el caso de san Plácido y otros similares en el que en Santo Oficio sospechaba que pudiera estarse produciendo herejía. «El número de causas de falsa devoción es grande en todo el siglo XVII», nos informa, «pero vista una, están vistas todas. Ni siquiera hay variedad en los pormenores». El epicentro de estos procesos era casi siempre alguien embaucador sin ser hereje, un embustero, seductor, propalador de supercherías, pero sin que en los sucesos de los que pudiera ser instigador o primera causa se viera «atravesado el dogma», utilizando prestada la expresión de don Marcelino.

Relata muy bien don Marcelino con su prolija, colorida y exquisita prosa, cuya lectura es un verdadero e inusual gozo, los acontecimientos que llevaron al proceso y la conclusión arrojada por el mismo Desgraciadamente ya no se redacta así, tan en torrente y sin embargo con tanto control y acierto, como si su pluma fuese un manantial del que no para de brotar literatura en mayúsculas pero creando un río canalizado, gobernado por la ingeniería hidráulica. Le podemos perdonar sin mayor problema el error en las cuentas a la hora de indicar el número de monjas encausadas. Alterar una cuenta, aunque solo sea en una unidad, o cambiar siquiera una coma de sitio, eso si que sería un pecado a juzgar por el Santo Oficio:
«[…] Díjose que casi todas las monjas (veinticinco de las treinta que había) estaban endemoniadas, y entre ellas la priora y fundadora, Doña Teresa de Silva, moza de veintiocho años y de noble linaje. El confesor, Fr. Francisco García Calderón, natural de Barcial de la Loma, en Tierra de Campos, no se daba paz a exorcizarlas, y entre visajes y conjuros se pasaron tres años, desde 1628 a 1631, hasta que el Santo Oficio juzgó necesario tomar cartas en el asunto y llevó a las cárceles secretas de Toledo al confesor, a la abadesa y a las monjas. Tras varios incidentes de recusación, fue sentenciada la causa en 1633, declarando al Padre Calderón «sospechoso de haber seguido a varios herejes, antiguos y modernos, especialmente a gnósticos, agapetos y nuevos alumbrados, y los errores de los pseudo Apóstoles, los de Almarico, Serando y Pedro Joan». Tuvo, añade la sentencia, deshonesto trato con una beata, hija suya de confesión, ya antes castigada en el Santo Oficio por alumbrada y por pacto expreso con el demonio; y aún después de muerta predicó él un sermón en loor de ella y la hizo venerar por santa. Decía que «los actos ilícitos no eran pecados, antes, haciéndose en caridad y amor de Dios, disponen a mayor perfección, y no son estorbo para la oración y contemplación, sino que por ellos mismos, y poniendo el corazón en Dios, se puede conseguir un alto grado de oración» […]».
Menendez Pelayo, tan ortodoxo en sus lealtades, es quizá demasiado reverente con las instituciones oficiales, sobre todo con la Inquisición. Tal vez emplee la sorna al definir los tribunales del Santo Oficio como «los más santos y calificados». ¿Habla sub rosa al no advertirnos de ciertas incongruencias en la instrucción del caso, al quitarle hierro a este suceso y a otros similares y decir que «en tales causas nada de dogma se atravesaba, y vale más dejarlas dormir en el olvido. Sáquelas en buena hora a la luz quien busque noticias de costumbres o quiera satisfacer una curiosidad algo pueril». De la irrelevancia de los aspectos religiosos y teológicos implicados en el caso no cabe la más mínima duda. No tanto en lo que se refiere a otros aspectos, si no ahora que han pasado 4 siglos desde que todo aquello aconteciera si al menos en su momento. Cuando el río suena agua lleva, y la calle de san Roque era una riera por la que una sonora corriente de desvergüenza amenazaba con arrastrar el empedrado de la calzada que llevaba a palacio y socavar los cimientos de la monarquía.

Consultando las actas del proceso, sorprende el escaso rigor de la sentencia. Tiene fama la Inquisición de estar ávida de imponer terribles castigos a quienes encausaba. En ningún resumen de la historia de la ignominia faltan nunca ni los nazis alemanes ni los inquisidores españoles. Quizá sea fama poco merecida, como la que tenía fray Francisco de erudición y santidad. Pero ese es tema cuya discusión excede los propósitos de este escrito. Es más, pudiera mediar en la poca intensidad del castigo impuesto la intención de no levantar excesiva polvareda, el deseo de mantener sub rosa ciertas informaciones que se pensaba que aun no habían trascendido. Así describe Menéndez Pelayo la pena impuesta a los encausados:
«Por más que Fr. Francisco negó lo de ser alumbrado ni hereje y dijo que en los actos libidinosos había procedido «como flaco y miserable», sin pensar ni dogmatizar que fuesen buenos, se le condenó a abjuración de vehementi, a sufrir ciertos disciplinazos y a reclusión perpetua en una celda de su convento, con obligación de ayunar tres días a la semana y no comulgar sino en las tres Pascuas» (2003). Las, monjas abjuraron de levi y se las repartió por varios conventos con diversas penitencias. La abadesa quedó privada de voto activo y pasivo en la comunidad por ocho años».
Más que castigo parece chanza, sobre todo en la forma en que la refiere don Marcelino, en la que yo no sé si adivino cierta socarronería. Disciplinazos es un término no sé si es de su invención, pero me parece delicioso. Como si la disciplina fuese un garrote con el que se pudiera arrear al prójimo en la crisma. Y algo de eso puede que haya, porque lo de la restricción en las comuniones, que parece una pejiguería a nuestros ojos modernos, seguramente fuera algo sumamente enojoso para aquellas gentes tan volcadas en la religión. La abjuración en los procesos de la Inquisición Española consistía en el reconocimiento por parte del acusado de los errores heréticos que había cometido y el subsiguiente arrepentimiento, lo que constituía el paso previo, la condición sine quanon, estrictamente obligatoria, para su reconciliación, es decir, para su reintegración al seno de la Iglesia Católica. Lo habitual era que el penitenciado compareciera en un auto de fe, donde era advertido, reprendido, multado económicamente, apartado de la sociedad, mediante reclusión o destierro, o castigado públicamente, a veces en forma física. La abjuración de Leví era la sentencia menos grave de las que podían dictarse. Se aplicaban cuando se disponía solo de indicios leves de delito. Implicaba el menor grado de culpabilidad posible, siendo la pena habitual una multa y/o la imposición de una penitencia espiritual como peregrinar a un lugar santo, retirarse a un convento o a un monasterio durante cierto tiempo, ayunar en determinadas circunstancias, o tal vez rezar solo unas oraciones Por su parte, la abjuración de vehementi, se aplicaba a los acusados de los que existían serias sospechas de culpabilidad, con dos o más testigos de cargo en el juicio y que se negaban a confesar el delito que se les sospechaba a pesar de las evidencias en su contra La pena en este caso consistía en el destierro, la flagelación pública administrada por un verdugo, la condena a galeras o a prisión, por un período de tiempo determinado. Nunca a perpetuidad ya que el sistema penitenciario de la Inquisición era deficiente. Faltaban cárceles, sobraban reclusos y mantenerlos era muy oneroso. La duración de la pena en cuando a los galeotes no era tanto problema porque nunca había suficientes brazos para cubrir todos los bancos de remos de la flota de galeras del Mediterráneo y la esperanza de vida de estos infelices era extremadamente corta.

La pena impuesta a fray Francisco podría haber sido ciertamente más rigurosa. La horquilla de posibles castigos era muy amplia y el que se le impuso parece incluso demasiado cerca del corchete que la inicia. Y las monjas, por su parte, fueron sometidas al menor de los castigos posibles. Casi cabe decir que ninguno en realidad se les aplicó, salvo el susto de verse en las mazmorras de la Inquisición, cuando ellas mismas reconocieron haber sido poseídas por el Diablo, incluida la priora, doña Teresa, a la que por su noble linaje y mayor mundo se la sospecha una mayor malicia, un conocimiento más profundo de las cosas. Una menor simpleza, por así decir.

Como a mí, aunque no sé si por los mismos motivos, a don Marcelino le parece injusta la sentencia, al menos en lo que respecta a las religiosas. Alude a la revisión del caso que se realizó diez años más tarde, tras apelar la madre abadesa, doña Teresa, en la que se rectificó la sentencia:
«Tales muestras de fervor, buena vida y humildad cristiana daba en su penitencia la priora, que, convencidos de su inocencia los prelados de su religión, lograron de ella, no sin dificultad, que apelase al Consejo de la Suprema contra la sentencia de la Inquisición toledana; moviéndola a este paso no tanto el cuidado de su buen nombre como la honra de todo el instituto benedictino, comprometido al parecer por aquel escandaloso proceso. Doña Teresa hizo constar que todo había sido maraña urdida por Fr. Alonso de León, enemigo acérrimo del confesor, y por el comisionado de la Inquisición, Diego Serrano [fiscal y al mismo tiempo juez en el primer juicio], que aturdió a las monjas, y falsificó sus declaraciones, y les hizo firmar cuanto él quiso, minis et terroribus. Probó hasta la evidencia que jamás había penetrado en su monasterio la herejía de los alumbrados ni otra alguna y que eran atroces calumnias las torpezas que se imputaban a las religiosas. Dijo que realmente ella y las demás se habían creído endemoniadas y que el confesor las exorcizaba de buena fe, pero que quizá hubiera sido todo efecto de causas naturales (fenómenos nerviosos que hoy diríamos). «Sólo Dios sabe –añade la priora– cuán lejos estuve de los cargos que me hicieron, los cuales fueron puestos con tal unión, enlace y malicia, que, siendo verdaderas todas las partes de que se componían en cuanto a mis hechos y dichos, resultaba un conjunto falso y tan maligno, que no bastaba decir la verdad, sencilla de lo sucedido para que pareciese la inocencia..., y así, con la verdad misma me hice daño, por las malas y falsas consecuencias que se sacaban contra mí» […] Hay tal sinceridad y candor en todas las declaraciones de la priora, hasta en lo que dice del demonio Peregrino, de quien se juzgaba poseída, que ni por un momento puede dudarse de su culpabilidad».
Sorprende un tanto la defensa que hace de la priora que, como hemos intuido al principio y confirmaremos en lo que sigue, no era ningún caso el alma cándida que nos describe y algo sabía de lo que ocurría. Estaba muy al tanto de todo, entre otras cosas por ser en parte la instigadora o, al menos, cooperadora necesaria para que pudieran tener lugar los hechos.

Por lo que respecta a Fray Francisco, juntando las sucesivas declaraciones de las monjitas endemoniadas –más bien embaucadas, cabría decir-, le sale a don Marcelino el siguiente jugoso resumen de los planes de futuro de cura confesor:
«Tenía pensamientos de reforma de la Iglesia y de que él y sus monjas habían de convertir al mundo, a lo cual llamaba segunda redención y complemento de la primera. Pensaba llegar a ser cardenal y papa y excitar a los príncipes a la conquista de Jerusalén, y trasladar allí la Sede apostólica, y reunir un concilio, en que se explicaría el sentido oculto del Apocalipsis y el de los plomos del Sacro–Monte».
¡Ahí es nada! Como ya indicamos antes, el epicentro de estos sucesos de supuesta herejía que juzgaba la Inquisición era casi siempre un sujeto con labia, manipulador, en extremo seductor, capaz de suscitar férreas lealtades a su persona y, a menudo, con derroche de ambición y delirios de grandeza. No resisto la tentación de transcribir íntegro el magistral párrafo que María Águeda Castellano Huerta incluye en su libro "El convento de san Plácido. Historia, arte y leyenda en el corazón de Madrid" porque explica muy bien la veta cómica implícita en el proceso, seguramente inesperada para los instructores del caso:
«La declaración de sor Josefa es indudablemente deliciosa. Dice llamarse en el mundo Josefa Gutiérrez Álvarez, tener 72 años de edad y que estaba en el convento de Guadalajara antes de venir a San Plácido. A las preguntas de Serrano relató como las mima y las abraza el capellán, aunque muy especialmente a la madre Isabel de la Cerda, pariente de la fundadora. El dato ese "especialmente" lo amplía sor Josefa: «además la besa». El inquisidor sigue preguntando y la anciana continua la confesión. Fray Francisco duerme la siesta en la cama con doña Isabel, eso sí, en la habitación con la puerta abierta y teniendo otras monjas delante. Y ya, en plan de confidencias y demostrando ser lo más clara posible con el Tribunal relata cómo el monje lo baño doña Isabel y otras monjas. Lo que la estricta amiga de la verdad que es sor Josefa no le puede comentar al señor juez es si fue todo el cuerpo o solo las piernas».
La escena que narra esta buena mujer al fiscal tal parece una muy recurrente en el concurso televisivo Gran Hermano. Fray Francisco y sor Isabel dormían juntos pero no nos aclara si practicaban "edredoning". Solo le falta añadir como comentario exculpatorio que el clima exacerbado que se vivía en el convento se debía a que dentro de la casa, intramuros, las cosas se magnifican. Y sin puntos muertos para las cámaras, siquiera en la bañera mientras lavaban al cura entre varias de las concursantes que se disputaban sus atenciones, supongo que para dar más juego y no salir nominadas.

Que no digo que el juicio fuese cosa para reírse, aunque a veces por mi tono lo parezca. Antes bien, se trataba de un asunto sumamente grave, no por su trasfondo aparentemente herético ni por los hechos concretos juzgados, sino por las secuencias que podía acarrearles a los implicados, a la calidad de su futuro, que incluso podía verse truncado. Imagino que más de uno de la treintena y pico de encausados pudo verse en las pesadillas que sufrieron durante sus noches en las mazmorras inquisitoriales de Toledo, quizás incluso durante las horas de vigilia, como leña para la pira en un Auto de Fé organizado en la Plaza Mayor de la villa y corte.

Imagen Alta Resolución
"Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid" de Francisco Rizzi (Museo del Prado)

7. El Diablo Bermejo

Es significativo el error que comete don Marcelino, al menos a mí así me lo parece, al referirse al diablo que las monjas afirmaban que las visitaba, al que llama Peregrino y no Bermejo. Aunque quizás éste último apelativo no fuese en realidad apodo sino adjetivo y las religiosas se refirieran a él ciertamente como el Peregrino, ya que llegaba al final de la jornada y luego se iba, acudía por las noches al convento, como quien se detiene en una fonda al lado del camino, y al alba proseguía su periplo. Y es aquí cuando comenzamos a aproximarnos al meollo de la cuestión. Porque cabe la posibilidad de que el mentado bermejo no fuera otro que su majestad Felipe IV. Tanta consanguinidad en un linaje es lo que tiene, que tarde o temprano acaban haciendo acto de presencia los pelirrojos. Y bien pelirrojo que era el rey a la edad a la que sucedieron los hechos, como podemos comprobar en su retrato del Prado que Velázquez pintase hacia 1928, justo cuando el diablo bermejo -esta vez uso minúscula- comenzó a frecuentar san Plácido.

"Retrato de Felipe IV (hacia 1624)" de Diego Velázquez (Museo del Prado)

A partir de ahora nos habremos de mover en el terreno de las habladurías y la leyenda, engordada además por el paso de los siglos, por más que en los últimos tiempos haya caído en el olvido. No se hablaba de otra cosa en Madrid en su momento. Luego los chismorreos impregnaron incluso la literatura. Villanueva y el conde-duque eran compañeros de correrías y francachelas. Se enteró el valido del rey por boca de su amigo de la existencia de una monja muy hermosa en el convento del que era protector don Jerómimo. Sor Margarita de la Cruz se llamaba, y estaba llena de candor y de pureza. Le transmitió Olivares la noticia al rey, al que siempre le andaba buscando entretenimientos con que distraerle de su aburrimiento y para poder mantenerlo apartado de la política. Ese era su negociado. El del monarca gozar de lo que se le organizase, ya se tratase de teatro, arte o pendoneo perpetrado con nocturnidad y alevosía. A veces incluso con escalo.

El caso es que el rey se encaprichó con la propuesta y un día pudo arreglarse una primera visita suya al convento de incógnito, quizás acompañando a Olivares, que se personaría en el lugar con cualquier pretexto, con el monarca embozado o protegido el rostro por un sombrero de ala ancha, para no ser reconocido y poder mirar a la novicia con total impunidad desde el lado exterior de los barrotes de la reja del locutorio. Lo que vió parece ser que le gustó en extremo y el conde-duque le encargó a su amigo Villanueva que organizase un vis a vis intramuros del convento, para que el rey pudiera acceder al segundo nivel de conocimiento de la monja. Y aun al tercero si había suerte y la religiosa era receptiva y consentía. No le debió resultar difícil a don Jerónimo encontrar una ruta discreta de entrada ya que era el dueño de todos los inmuebles de la zona y había planeado y ejecutado su reforma hacía poco. Me malicio que debía contar con una vía de acceso fácil y segura para poder visitar a su antigua novia, la priora del convento, sin ser advertido por ojos indiscretos.

Por lo que refirieron las monjas en el juicio, y siempre suponiendo que el rey y el diablo bermejo fuesen la misma persona, no cabe sino concluir que mi tocayo Felipe no se contentó con cortejar a sor Margarita, aunque fuera ésta su preferida en el harén nocturno de tiernas corderas que su valido le había pedido prestado a fray Francisco. Dicen que la joven empezó a sentirse agobiada por esta predilección y que se quejó amargamente a la priora. Con tanto pícaro suelto en la historia supongo que es posible que cueste creer que alguien estuviese más preocupado por su honra que por su conveniencia. Tal vez no supo frenar esta recatada Inés a su impulsivo don Juan y vio que llegaba el día, más bien la noche, en que se iba a meter en su jergón sin poder remediarlo. O puede que se arrepintiese de sus coqueteos cuando vio que las cosas pasaban a mayores. El caso es que Margarita quería rechazar los requerimientos del diablo bermejo. Doña Teresa ideó un astuto ardid para lograr que la pobre muchacha no tuviera que pronunciar ni un solo no siquiera al rey. Sabía como se las gastaba quien llegó a ser su prometido y debió apiadarse de sor Margarita, aun a pesar del riesgo evidente que representaba ponerse en contra del trío calaveras. Mandó a la muchacha que se postrara en el catre de su celda la noche en que el rey había de visitarla para consumar la jugada con los brazos cruzados sobre el pecho, muy recta y muy quieta, como si fuera un difunto de cuerpo presente. Para mejorar la puesta en escena dispuso varios cirios encendidos en torno al lecho que en la penumbra del convento debían convencer a cualquiera que entrase que en la estancia de que allí dentro estaba teniendo lugar un sepelio. Mueve a la risa imaginar lo que debió sentir el rey al entrar en al celda. Vendría ardoroso y lleno de vida, ávido del calor de sor Margarita, para toparse de bruces con una estampa de muerte y con la gelidez imaginaria del cuerpo que era objeto de su deseo. Y todo eso en la semioscuridad de la madrugada en un convento. Ni en la más terrorífica de las películas de miedo de Tobe Hooper o Joe Dante encontramos una atmósfera de miedo mejor lograda. Bien filmada esta escena haría saltar de sus butacas a los espectadores.

El pavor del rey de los primeros momentos derivó con el paso de las horas en un profundo arrepentimiento. Había jugado con cosas sagradas. No me refiero ya a sus deberes conyugales que, como sabemos, poco respetaba, sino a que había querido forzara una monja, además en lugar sagrado. Era muy dado el cuarto de los Felipes, como muchos de sus antecesores en el trono, a los episodios depresivos. Y no debió ocurrírsele mejor cosa que encargar a su retratista de cámara que le pintase un Cristo para la Iglesia de san Plácido. Un Cristo en la cruz que además de redimir los pecados de toda la humanidad redimiese especialmente los suyos propios. Suponiendo que sus correrías cesasen tras ver a la difunta fingida. Está claro que el engaño debió durar poco. A lo mejor incluso menos que el arrepentimiento del monarca. Los trámites administrativos de la defunción y la intendencia que acarrea un entierro es algo que lógicamente novicia y priora decidieron no simular.

Basta con pensar que Felipe IV decidió no reincidir en el error y que se hacía necesario acompañar el acto de contrición con un suntuoso regalo, lleno además de significado. ¿Por qué oculta el Cristo la mitad del rostro con su melena cayéndole sobre la frente? ¿Por vergüenza? ¿Por qué juzga que no son dignos de contemplarle la faz algunos de los que le requieren con sus rezos? ¿El propio Felipe IV sería uno de ellos? No es probable que el pintor supiese los pormenores de la razón del encargo, pero es grato dejar volar la imaginación. En todo caso, está claro que es un Cristo íntimo, pintado para que establezca una conexión privada con el espectador. No hay más foco de atención en el lienzo que la presencia del Nazareno. Velázquez ha suprimido el resto de personajes habituales en la escena del Calvario -las tres Marías, san Juan, la Magdalena-, así como todo paisaje o elemento de atrezzo, aparte de la Vera Cruz y los signos del tormento -la corona de espinas, los clavos-. El cuerpo de Luna pálida resalta sobre la negrura que se extiende a sus espaldas a la totalidad del lienzo y confiere al escenario donde se desarrollo el drama un telón de fondo neutro e inerte. Es un auto sacramental lleno de solemnidad.

8. La generosidad del rey

Aun siendo un espléndido presente, el Cristo crucificado no fue el único regalo del rey a la congregación de san Plácido. Una conciencia culpable y atormentada es siempre generosa. Es lugar común en los estudios sobre Velázquez referirse a la visita que en el siglo XIX realizará al convento el político y erudito Pascual Madoz. Habría visto allí mismo en su excursión cultural, según dejó dicho por escrito en su “Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar”, hasta tres cuadros de Velázquez. Uno de ellos el que sabemos hoy en el Museo del Prado. Los otros dos perdidos para la causa, extraviados en alguna encrucijada de la historia: una “Santa Cena”, asunto que hubiera sido gloria ver tratar al pintor sevillano por lo que permite ejercitar la narrativa y también lo emotivo, así como un “Tránsito de Santo Domingo”, tema que no se tiene noticia de que volviera a tratar. Hay una referencia en uno de los muchos inventarios de mobiliario del antiguo Alcázar de Madrid a una “Última Cena”, que pudiera ser esta misma que viera Madoz con sus propios ojos en san Plácido, y que de ser así pudiera haber ardido en el incendio del edificio en el arranque del siglo XVIII, cuando a los colaboradores del pintor Jean Ranc, que por aquel entonces trabajaba en la decoración del palacio-fortaleza para Felipe V, se les ocurriera la peregrina idea de prender una fogata en la estancia en que estaban trabajando. Es sabida la frialdad que padecía el edificio, penetrado y atravesado por miles de frías corrientes provenientes del río. Podría haberse perdido entonces la obra, como tantas otras, de Velázquez y de otros grandes maestros (Tiziano, El Bosco, Patinir). O podría tratarse de dos versiones distintas, en cuyo caso habría que explicar el paradero de la última cena existente en el convento. Velázquez no solía repetir argumentos, a duras penas incluso géneros. Como Stanley Kubrick, que sentaba cátedra en cada uno de los que abordaba y pasaba al siguiente. Caben también otras posibilidades menos dramáticas para desenredar este embrollo:

1.- 1.- Que Madoz errase en la asignación de la autoría. Hombre, algún conocimiento se le supone. Era un hombre muy culto y sumamente viajado. Aunque, si hoy día ni siquiera los velazquistas no se ponen de acuerdo a la hora de atribuir o no al sevillano los cuadros que se le suponen y que surgen de vez en cuando en el mercado de subastas o afloran de los almacenes de las pinacotecas, algún margen de error podemos asignarle a don Pascual ya que no era experto.

2.- Que quienes han diseccionado los párrafos del diccionario para extraerle todo su jugo de información -el novelista Pérez Reverte confiesa haber utilizado la magna obra de Madoz para documentar el Madrid histórico que aparece en muchas de sus novelas- hayan entendido mal lo que han leído. Cuando lo he hecho yo no me ha quedado claro que la autoría de esos otros dos cuadros que refiere Madoz se la atribuya al pintor sevillano:
«El precioso Crucifijo de Velazquez, queden tiempo del erudito Ponz adornaba la sacristía de esta igl., se halla al presente en el Museo del Prado y está señalado con el núm. 51, en el salón de la der. según se entra. Véanse ahora en la referida sacristía una cena sobre la cajonería, y un bello tránsito de Santo Domingo de Silos entre las ventanas».
Eso es todo lo que dice Madoz sobre el asunto. Llevamos casi dos siglos llorando la pérdida de dos Velázquez y quizá todo se deba a un malentendido. Esta explicación, tan aparentemente sencilla, es la que a mi juicio mejor aclara el embrollo creado por Madoz.

3.- Insistiendo en la misma senda de los malentendidos, cabe también la posibilidad de que la visita al convento no la realizase Madoz sino uno de la veintena de colaboradores que le ayudaron a escribir su mastodóntico diccionario y que, menos versado en arte errase en la descripción o en las conclusiones. Es poco probable: No imagino a Madoz enviando a san Plácido como corresponsal a un ayudante en vez de personarse él mismo, para elaborar la entrada del diccionario dedicada al edificio que califica como «el único templo de Madrid que se conserva puro de aquel período brillante».

El que no se contenta es porque no quiere, máxime cuando elucubrar es fácil y está más o menos permitido. Cualquier ardid, cualquier mentirijilla piadosa, con tal de evitar el sofoco de añadir una obra más a la lista de las que se nos han extraviado en algún recodo del tiempo -“La expulsión de los moriscos”, “Felipe IV a caballo”-. Siempre que tengo noticia de una nueva víctima me vengo abajo. Son tan pocas las obras del pintor que nos restan… Apenas un centenar -gracias a Dios aproximadamente la mitad en el Museo del Prado- y tan dudosas las atribuciones de las que se rescatan del olvido, que una víctima más pesa sobremanera.

Pero, en todo caso, fueran uno o varios los Velázquez existentes en san Plácido, la generosidad del rey, no se agotó poniendo a trabajar en la decoración de la iglesia conventual a su pintor de cámara, también puso manos a la obra a su imaginero preferido, Gregorio Fernández. Era inquisidor general en los tiempos en que tuvo lugar el escándalo de san Plácido el dominico fray Antonio de Sotomayor, arzobispo de Damasco y confesor además del rey. Regañó el prelado a su penitente y Felipe IV le dio palabra de cesar en aquellos plácidos devaneos y de ser generoso en la penitencia. Siempre acataba las órdenes de quienes se atrevían a dárselas, que no eran muchos, pero que siempre solían estar en el bando de la Iglesia. Para espiar culpas regaló a las religiosas que había endemoniado cuadros, esculturas y hasta un reloj.

Gregorio Fernández fue un escultor gallego afincado en Valladolid, de gran renombre, especializado en las imágenes devocionales cargadas de patetismo, especialmente indicadas para las comunidades religiosas de clausura y hermandades penitenciales, que solían demandar obras centradas en la pasión que movieran al rezo. Del “Cristo Yaciente” existen en torno a la decena de versiones, siendo la de san Plácido una de las más logradas, aunque solo sea por el hecho de ser una de las más tardías en realizarse, en pleno periodo de madurez del imaginero, en torno a 1630. En eso año se tiene constancia de que recibió un encargo sobre este tema, que se sospecha fue cumplido con el Cristo de san Plácido. Dicho encargo lo habría realizado el rey para ahondar en su penitencia.

Hay un claro dominio en la representación de la figura humana tanto en el cristo yacente tallado por Fernández como en el crucificado pintado por Velázquez, que en el segundo caso se explica fácilmente por el reciente paso del sevillano por Italia, donde habría aprendido a pintar anatomías contemplando las obras de los mejores (Miguel Ángel, Rafael, Guido Reni, etc.). En ambos casos hay una exacerbación de lo humano en el Hijo de Dios, más en la talla que en el óleo, con un Cristo que sangra, que suda, que incluso muestra manchas de suciedad en su cuerpo tras haber sido arrastrado por el suelo por sus torturadores durante la pasión, que casi se diría que huele. El escultor. llevado por una obsesión por los detalles -los cabellos primorosamente moldeados, los ojos azules de cristal, los dientes de pasta vitrificada imitando el blanco marfil y las uñas de hueso en los dedos de las manos y los pies-, consigue aumentar la autenticidad de la figura de Cristo. La sangre que mana en regueros, con mayor profusión que en el cuadro de Velázquez, más comedido en este tipo de asuntos -quizá porque busca una reacción más íntima en el espectador, menos instintiva y sentimental, más intelectual- es coherente con la tiranía de la gravedad. Basta con imaginarse al Cristo de pie, con los brazos formando una Y con el tronco, para entender porque la sangre que manaba de la herida en el costado, ahora coagulada, ha fluido hacia la derecha, hacia abajo en el vientre, y la del dorso de la mano, situada en primerísimo término, en sentido contrario, hacia el hombro por el antebrazo, lo que podría parecer una incongruencia en el primer momento, pero es que se han invertido el arriba y el abajo tras el descenso de la cruz. Son muchas horas en mi haber en el Prado contemplando el “Descendimiento” de van der Weyden, estudiando la hidrología de la sangre de Cristo, imaginando la geografía de su cuerpo en la cruz a partir de su imagen ya desclavado, como para dejarme engañar por el espejismo de los líquidos que parecen fluir sin lógica alguna, a su capricho, sin atender a las leyes de la gravedad y la dinámica de fluidos.

"Cristo yacente" de Gregorio Fernández (Monasterio de la Encarnación)

GGregorio Fernández es el prototipo de artista religioso del barroco español. Era profundamente creyente, participaba en muchas obras de caridad y se le tenía por persona venerable, según nos indica Acisclo Palomino. Para tallar sus obras se inspiraba en los escritos de San Ignacio de Loyola, Fray Luis de Granada, el Padre Luis de la Puente, las Revelaciones de Santa Brígida y la Biblia. Para la policromía de la obras contó con la colaboración de del pintor Diego Valentín Díaz, además de colaborador amigo, y que le facilitó su biblioteca para que pudiera inspirarse con los grabados de Durero o los textos de los grandes santos y maestros de la iglesia.

Además de las obras ya citadas, podría explicar también la generosidad del rey su actual presencia en la iglesia una talla de Martínez Montañés: un Cristo niño desnudo portando una cruz en la mano izquierda que, más alta que él, apoya en el suelo. Imagen ésta vez sin rastros de patetismo. Otra cosa habría sido de mal gusto. Se trata simplemente de un niño. La propia cruz nos revela su identidad, ya que podría tratarse de un amorcillo de los que suelen acompañar a Venus o de un querubín de un cortejo mariano. Rizos en el pelo no le faltan, uno de los rasgos habituales tanto en los mozalbetes mitológicos como en los angélicos. Es normal representar al niño Jesús rodeado de símbolos que aluden a su futura pasión, pero sin caer en lo truculencia de la sangre o el dolor. Así, este niño esculpido por Montañés porta una cruz de largo mástil que al tiempo que lo identifica nos recuerda su destino, pero lo lleva en la siniestra como quien porta un báculo o un bastón, de forma totalmente desenfadada, como si estuviera de excursión. He de reconocer que la talla me produce cierto rechazo, que me recuerda a esas muñecas que se fabricaban antaño. Si menciono la obra es porque Montañés fue amigo de correrías juveniles de Velázquez, se conocieron muy jóvenes en el taller de Pacheco, donde ambos fueron aprendices. Es de destacar la fidelidad de Velázquez a sus antiguos camaradas de profesión en Sevilla, a los que ayudo en Madrid siempre que pudo, implicándoles en cuantos proyectos pudo. Podría ser este el caso de la talla que nos ocupa. Si tal fuera, habría que atribuir también esta obra al sentimiento de culpa del rey.

Niño Jesús” de Martínez Montañés (Parroquia del Sagrario, Sevilla)

Más improbable es que el rey regalara un reloj al convento, como se le atribuye en no pocos artículos serios y narraciones basadas en la parte más fantasiosa de la leyenda de san Plácido. Un reloj que, según los novelistas del XIX, daba las horas con un sonido de réquiem. Hay quien dice que el reloj era anterior a los sucesos, otros que llegó al convento tras morir sor Margarita, y que por eso sus campanadas sonaban a toque de difuntos, como una muestra del desamparo del rey tras la pérdida de su amada. El reloj es personaje protagonista de diversos relatos, novelas y obras de teatro, amén de infinidad de artículos periodísticos y blogs de Internet. En las diversas versiones de su relato se han barajado todas las alternativas posibles en cuanto a su origen y razón de ser. En realidad ya da igual que versión es la correcta porque el reloj desapareció tras la reforma del convento emprendida en 1903. Sin embargo, solo por fantasear un poco, imaginemos que ese reloj existió realmente y que ya estaba en el convento cuando Felipe IV comenzó a frecuentar san Plácido por las noches. Aceptemos también que sus campanadas tañeran a muerto. Qué banda sonora tan inesperada y al mismo tiempo adecuada para el ardid ideado por la novicia y la priora para espantar al diablo bermejo. Doce campanadas son muchas si es que el galán llegó a la cita justo a la medianoche. Podría entenderse con estas hipótesis que al rey le flaquease el valor en el momento de la verdad de entrar a matar, nunca mejor dicho. Habría sido como una estocada hasta la bola, pero en su pescuezo.

9. El Cristo de la Clemencia

Ni que decir tiene que la tesis de la gratitud filipina como explicación de los elementos más notables de la decoración del convento tiene detractores, algunos muy cualificados y persuasivos, que argumentan muy bien sus objeciones. Y no solo se objeta la tesis de que su gusto personal pudiera influir en dicha decoración, se objeta también su implicación en la génesis del Crucifijo de Velázquez. A Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, por ejemplo, le molesta incluso que aún se siga dando crédito a esta teoría de las aventuras sexuales del rey en san Plácido, que califica casi de superchería, y monta directamente en cólera cuando recuerda que incluso la cartela que acompaña al cuadro en el Museo del Prado para su explicación a los visitantes se haga eco de la leyenda.
«La leyenda de los amoríos reales con la monja surgió de un libelo infamatorio, escrito y propalado a mediados del xvii contra don Gaspar de Guzmán, libelo titulado «Relación de todo lo sucedido en el caso del Convento de la Encarnación Benita». Dicha leyenda, por lo anecdótica y pintoresca, encontró particular aceptación entre los escritores románticos del siglo XIX […] Creo que es hora de abandonar de una vez para siempre el infundio que vincula el origen de la extraordinaria pintura de Velazquez con una leyenda que no tiene fundamento histórico».
Seamos sinceros, si me decanto por la explicación filipina en este escrito es porque me divierte más, porque, desde mi ignorancia, me parece lo suficientemente congruente y bien trabada como para ser creíble y porque, en definitiva, reclamo para mí ese derecho que se arrogan los físicos teóricos a la hora de explicar el universo de optar por la alternativa que les parece más elegante. Es un capricho ciertamente no exento de peligros. A Fred Hoyle la teoría del Big Bang le parecía burda y desmañada y para rebatirla diseñó otra explicación mejor de porque las cosas son como las vemos, en especial cuando las miramos a través de un telescopio. Fue incluso quien le puso nombre a la teoría que quería desenmascarar, que para el era burlesco. Como se decía que el universo había nacido de una explosión llamó a la teoría Big-Bang, que el pronunciaba con cierto deje de desprecio. Su alternativa, la teoría del estado estacionario, era más elegante, digna de su genio, pero sencillamente errónea. En este caso triunfo la versión chusca de las cosas. A veces uno tiene la sensación de que triunfa siempre.

Alfonso Rodríguez cree que el denante de la obra no fue otro que Jerónimo de Villanueva y que el regalo vendría tendría por motivación celebrar su absolución en el juicio de la Inquisición, lo cual ocurrió hacia 1632, con Velázquez ya de vuelta tras su primer viaje a Italia. Asimismo, niega cualquier contacto del rey con las gentes del convento una vez que el santo Oficio puso su punto de mira en él. Vamos, que nos priva de toda la diversión. El Cristo no serviría para expiar las culpas de nadie por la sencilla razón de que Villanueva había sido declarado inocente. Para explicar el tema elegido para el regalo, en el que poco júbilo se aprecia, y descartando la hipótesis bastante irreverente de que el pronotario de Aragón se sintiese igual de escarnecido que Cristo durante la pasión, acude a un hecho que convulsionó la sociedad madrileña en ese momento. Un grupo de criptojudios -cristianos que secretamente profesaban la fe judaica de sus padres- portugueses había profanado, vejado y ultrajado de forma sacrílega un crucifijo. El suceso había tenido lugar en 1630, mientras Velazquez se encontraba aun en Italia, pero había sido mantenido en secreto por la Inquisición mientras instruía el proceso correspondiente, que discurrió prácticamente paralelo al san Plácido, no revelándose al público hasta que fue dado a conocer repentinamente con motivo del Auto de Fe celebrado a comienzos de julio de 1632, bajo un sol de justicia, nunca mejor dicho.

Los portugueses implicados en los hechos eran un grupo de comerciantes, ya entrados en años, que habían alquilado una casa en la calle Infantas, donde habían abierto una mercería. Bajo el dosel de la entrada pusieron un crucifijo para simular que eran católicos. Habían decidido emigrar de su país y recalar en España por la recesión económica existente entonces en su tierra y porque, pásmense señores -esto va contra el tópico-, el trato dado por la Inquisición a los judíos y judaizantes era mucho mejor aquí que en el sitio de donde provenían. Contraste que se había visto agravado por la política del conde-duque de Olivares de proteger a los banqueros sefardíes, a los que quería atraer para la causa española, ya que estaba harto de los absentistas habituales de la corona, los banqueros genoveses, ávidos siempre de la ya muy escasa sangre financiera de España. Acordémonos de la estrofa del famoso poema que Quevedo dedica al dinero:
«Nace en las Indias honrado,
donde el mundo le acompaña,
viene a morir a España
y es en Génova enterrado
y pues quien le trae al lado
es hermoso aunque sea fiero,
poderoso caballero es don dinero
»

Esta estrategia le valió a Olivares fama de filojudío para sus compatriotas, de la que se sirvieron sus enemigos para atacarle. La causa contra los portugueses no hubiera prosperado si no hubiera mediado la aparición de un testigo sorprendente e inesperado. El hijo de uno de los encausados afirmó ante los jueces del Santo Oficio haber visto a través de un agujero en una pared de su cuarto a sus progenitores y a otras personas azotar a un Cristo crucificado, que luego de agredirlo arrojaban al fuego, para volver otra vez a iniciar la rutina. Esta ceremonia al parecer ocurría todos los miércoles y era conocida por los participantes como la “Fiesta de los azotes”. El muchacho había faltado un día a clase y, temeroso de ser castigado, había justificado su ausencia con su participación en dicha fiesta. Enterado el profesor de la sacrílega celebración fue con el cuento a la Inquisición. El testigo estrella de la vista afirmó también que el Cristo crucificado hablaba a sus torturadores, inquiriéndoles quejoso por el por qué se sus agresiones. Una inspección a la vivienda del niño y el descubrimiento del agujero en la misma predicho convenció a los jueces de la veracidad del testimonio. Además, el dato del milagro acabó por seducirles.

Los acusados fueron sentenciados a muerte. El Auto de Fé, que en principio se iba a realizar en Toledo se acabó celebrando en Madrid, con gran aceptación de crítica y público. El rey y la reina no quisieron, o no pudieron perderse el festejo. Tenían que demostrar su celo cristiano, a pesar de que a él no se le intuye muy entusiasta del género. No se tiene noticia de que volviera a acudir a ningún otro Auto de Fé. Este lo pudo ver desde el balcón de la casa del Conde de barajas, que daba a la Plaza Mayor. Del diseño y construcción del tablado donde fueron ajusticiados los reos y hablaron los jueces se encargó el arquitecto Juan Gómez de Mora. Los penados fueron sentenciados a estrangulamiento en vez de a la quema en vivo gracias a que finalmente confesaron y solicitaron perdón por sus pecados. Eso sí, sus cadáveres serían quemados tras las 13 horas que duró el acto en un lugar preparado al efecto cerca de la Puerta de Alcalá, así que el jolgorio se prolongó hasta bien entrada la madrugada. La canícula madrileña invitaba a apurar la jornada hasta la llegada del alba. No es extraño que muchos testigos afirmaran que jamás habían visto cosa igual, tan llena de maravillas

Aunque se había logrado hacer justicia, la grey cristina, el pueblo y la nobleza, siguió indignada contra los portugueses tras celebrarse el Auto de Fe. Ofendía especialmente el hecho de que los torturadores del crucificado hubieran seguido escarneciéndole pesar de que este les hubiera suplicado explicaciones a sus actos. Así que se organizaron diversas ceremonias de desagravio por toda la ciudad, en la capilla del Alcázar de Madrid, en el convento de las Descalzas Reales y en otras iglesias y lugares religiosos señalados. La aportación de Jerónimo de Villanueva a este empeño habría sido la donación a la Iglesia de san Plácido de un crucifijo, el más bello posible. Es de suponer que los servicios de Velázquez no debían ser fáciles de lograr. Era el pintor del rey, con muchas ocupaciones en palacio, recién llegado de un largo viaje además, así que imaginamos que a Felipe IV no le debió gustar mucho tener que verse privado de sus servicios para satisfacer encargos de otros tras tenerlo tan lejos de España durante tantos meses. Pero, hay que recordar la enorme complicidad entre Villanueva y Olivares. Que además era protector del pintor y quien lo introdujo en la corte filipina. No iba a ser por falta de favores antiguos que corresponder, ni por parte del pintor ni por parte del monarca.

La casa donde vivieron los profanadores portugueses, que se situaba en la actual Plaza de Vázquez de Mella, fue demolida y el solar resultante regado con sal para hacer infértil el suelo. En se edificó, por iniciativa de al reina y como medida de desagravio, un convento de capuchinos bajo la advocación del “Cristo de la Paciencia”, en cuya construcción se implicó don Jerónimo de Villanueva y en cuya decoración participaron artistas que también están representados en san Plácido. Del templo no resta prácticamente ningún rastro, se vio muy afectado durante la invasión napoleónica y, aunque fue parcialmente restaurado, la desamortización de 1837 le dio la puntilla y se ordenó su derribo. Todo lo más queda algún grabado o estampa de la época que nos permiten hacernos una idea de cómo era, y alguna obra de su decoración interior, como la “Flagelación de un crucifico” de Francisco Rizzi o “Injurias a un crucifijo” de Francisco Camilo, ambas hoy día en los celebérrimos peines de los sótanos del Prado, tras el breve paso intermedio, suponemos, por el Museo de la Trinidad. Pinacoteca ésta de muy corta vida cuya colección s formó con los frutos del expolio de los templos religiosos de Madrid y sus alrededores durante las desamortizaciones.

"Flagelación de un crucifijo" de Francisco Rizzi (Museo del Prado)

Convento de capuchinos del "Cristo de la Paciencia". Estampa antigua


Nos dice Alfonso Rodríguez que Velázquez se implicó mucho en la obra porque los hechos vengados por el Auto de Fe le habrían conmocionado especialmente. Cuando leo esto no puedo evitar que me asome una sonrisa a los labios con un rictus burlón, no porque no lo crea sino porque recuerdo que el pintor era precisamente de ascendencia luso-portuguesa por la rama materna. Menos creíble me resulta la afirmación de que el rey no tuviera nunca ningún trato con la comunidad conventual de san Plácido, especialmente tras empezar a trascender los hechos que acabarían escandalizado a la corte, así como que todos los hechos que le son imputados por la “leyenda galante” sean completamente falsos. Me reafirma en esta postura que no se le mencione por ninguna parte en las actas del juicio. Es un silencio que retumba como un trueno. Asimismo, aunque sea prueba circunstancial, sabemos que era extremadamente aficionado a los devaneos extraconyugales. Además, ¡qué caray!, aun me quedan datos por desvelar que apuntalarán la tesis de los amores con sor Margarita.


No obstante lo anterior, y lo que seguirá en posteriores capítulos, no quisiera dar la impresión de que mi opinión de Felipe IV es negativa. Nada más lejos. Para mí se trata de un personaje que, a pesar de sus muchos defectos, me resulta sumamente simpático, aunque solo sea por ser el principal responsable de la fastuosa colección que atesora el Museo del Prado. Me ocurre algo parecido que con Felipe II, el otro gran mecenas del museo, también supuesto villano de manual y desastre para las Españas, éste, el diablo del mediodía, por cruel e insensible con su pueblo y sus allegados, aquel, el diablo bermejo, por incapaz para el gobierno en horas aciagas para sus reinos debido a su necedad e indolencia. ¿Medio arrepentimiento sincero en el encargo a Velázquez? Es casi seguro que sí, creo yo. El rey era muy consciente de sus faltas y a ellas, desde su devoción extrema, achacaba todos sus males. Tras la muerte por unas fiebres mal curadas de su heredero, Baltasar Carlos, en quien estaban depositadas todas las esperanzas para el futuro, le dice a sor María Ágreda por escrito:
«Yo merezco, sor María, graves castigos, y que todos los que pudieran venir de esta vida serán cortos para satisfacer mis pecados».
No es la primera vez ni será la última que se exprese de forma similar en la correspondencia que sostiene con al religiosa durante más de 20 años. Años más tarde le confiesa su propósito de enmienda, el haber refrenado en buena medida sus impulsos, ya sabemos cuales. También seguramente la monja. A pesar de la lejanía de la corte es muy probable que sor María Ágreda estuviera muy al tanto de todo lo que ocurría en Madrid, de día y de noche, a través de terceros por los ecos de los chismorreos, que seguramente le llegasen a donde estaba, precisamente por ser mucha la distancia, más agrandados que mitigados. Felipe IV es un tipo que vivirá atormentado sus últimos años por el fracaso que sabe que ha resultado ser su proyecto vital y de monarquía. Sí, creo a pies juntillas en su arrepentimiento sincero, y en que quizás pudiera trasmitírselo a Velázquez, que tal vez fuera también su confidente en esas largas veladas que transcurrían a solas en el obrador del sevillano en palacio, uno en compañía del otro, sin más gente alrededor mientras el pintor pintaba y el rey observa trabajar al genio. Aparte de Juan Pareja, claro está.

10. Los rescoldos del fuego demoniaco

La aparente calma que trajo la sentencia del tribunal inquisitorial y que duró algunos años, se truncó en 1638, justo una década después de iniciarse el escándalo, cuando el pícaro fray Francisco, preso en Sahagún, decidió no conformarse con su suerte y apeló. Puso en circulación un escrito en el que explicaba los motivos por los que se sentía injustamente tratado por el Santo Oficio. Además de defender su inocencia en todo aquello de lo que se le acusaba, argumentaba también importantes defectos de forma en el proceso que había concluido con su condena. Alguno de ellos, concretamente uno, puso muy nerviosa a la gente de la sede central de la Perpetua en Toledo y también a la de palacio en Madrid. Decía fray Francisco:

1.- Que se había vulnerado el secreto de confesión. Aducía que tal era en realidad, relato de los pecados propios ante un confesor su declaración ante los jueces. No sé el alcance jurídico de esta alegación, si tiene recorrido, pero a mi me parece que el fraile lo que tenía era mucho morro.

2.- Que Serrano había actuado como juez y parte en el juicio, y en realidad tenía razón. Designado en principio como juez en el proceso, la muerte inesperada del abogado de la acusación, estando próximo el inicio del juicio, había obligado a improvisar esta solución. De la lectura de las actas no se desprende que Serrano actuase de forma impropia como fiscal o como juez, o que fuese hostil con el acusado, más bien todo lo contrario, aunque está claro que se trataba de un grave defecto de forma que habría invalidado cualquier juicio en la actualidad.

3.- Que el Santo Oficio había usurpado la jurisdicción de la Santa Sede, correspondiendo a los tribunales pontificios ser la última instancia en la apelación. Todos los caminos conducen a Roma.

Y parece ser que la tercera objeción algunos visos de prosperar tenía. Los suficientes como para que los responsables del gobierno en Madrid pusieron en movimiento los resortes del poder y como para suscitar cierta curiosidad en el Vaticano. En cuanto tuvo noticia del escrito de fray Francisco el papa pidió ser informado en detalle. A partir de 1638 se entabló una lucha jurídica entre la Inquisición y Roma para dirimir quien tenía potestad para juzgar los sucesos de san Plácido. Lucha en que la Santa Sede se acabó inhibiendo, aunque tuviera las de ganar. Era su costumbre dar rienda suelta al Santo Oficio en cada uno de sus ámbitos de actuación, más aun en el Español.

Decía el hispanista Jean Dumont en uno de sus libros que en la historia de la jurisprudencia la Inquisición Española fue la precursora de los derechos de los procesados. Y apuntaba dos razones para explicarlo, una algo cándida y la otra un bastante cínica. Por un lado mediaba el deseo del tribunal de impartir justicia con la máxima pulcritud al ser siempre los asuntos que dirimía de la máxima trascendencia. La fé y esas cosas. Por el otro, el deseo de que el trato a los procesados fuese el mejor posible, toda vez que los que los que juzgaban a menudo, con el correr del tiempo, acababan siendo a su vez juzgados. No son pocos los juicios a importantes miembros de la Iglesia, alguno incluso del Santo Oficio, en la historia de Inquisición Española. Más valía prevenir que curar y la generosidad bien entendida empieza por uno mismo. Una de las innovaciones en este sentido fue el arresto domiciliario. No es lo mismo esperar sentencia en una mazmorra, lo habitual hasta entonces, que en tu propia casa. Más si eres un alto dignatario de la iglesia y vives requetebién. Fray Luis de León esperó buena parte del largo tiempo que tardó en pronunciarse su sentencia cómodamente instalado en su propio domicilio, quizá por eso al volver a dar clases en la Universidad de Salamanca se le escapara aquello de «Cómo decíamos ayer». Lo mismo no era un alarde si no una sensación real que él tenía.

Por lo que acabamos de decir, no es previsible que se vulneraran en exceso los derechos de fray Francisco durante el juicio. No más, en todo caso, que lo habitual en tribunales de otras jurisdicciones y países. Tampoco se desprende tal cosa de la lectura de las actas. Es más, ya hemos dicho que el castigo que le fue impuesto parece escaso para tanta sinvergonzonería. Se había aprovechado de la candidez y buena fe de un grupo de mujeres para poder tener con ellas tratos carnales. Y si bien es cierto que no todas eran almas candorosas -por ejemplo, las hermanas del Valle de la Cerda hacían honor a sus segundo apellido-, también lo es que si no se benefició de la totalidad de su grey -pero, por muy poco, hay que decir-, es porque en el lote había algunas venerables ancianitas, como sor Josefa, que tuvo que contentarse con ser testigo de los inocentes juegos acuáticos que el cura confesor se traía con sus condiscípulas. A fin de cuentas, poco rigor se destiló de hechos tan poco edificantes. Peor suerte habían corrido los criptojudíos portugueses. Es curioso como han cambiado las cosas. Hoy los atentados contra la fe no solo no escandalizan sino que a menudo se aplauden, en cambio los atentados contra la libertad sexual se consideran los crímenes más viles. Alguna feminista dictaría hoy día la castración química, o quijúrgica, para fray Francisco si fuera jurado en su juicio.

En definitiva, con el cierre provisional del caso en su primera apelación se había logrado obturar la vía de agua y los devaneos del rey en san Plácido pudieron mantenerse sub rosa. Al menos a instancias oficiales, porque en los mentideros más concurridos por los chismosos de la villa, como por ejemplo en las Gradas de san Felipe, no se hablaba de otra cosa.

Castel Nuovo (Castillo Nuevo), en Nápoles


La situación dio un giro inesperado de 180 grados un lustro después, en 1643, con la caída en desgracia de Olivares. El valido era el que en realidad venía sujetando de las riendas del caballo en la estatua ecuestre de Felipe IV de la Plaza de Oriente desde la llegada al trono del monarca. Peo el rey hizo caso por fin a los que venían demandándole que asumiera en solitario la responsabilidad del gobierno de sus estados. Como sor María Ágreda, su confesora, confidente y consejera epistolar -todo eso era a la vez la monja de clausura Soriana, además de amiga, desde su retiro conventual a más de 200 kilómetros de la capital-, o su propia esposa, Isabel de Borbón, quien dicen que se presentó un día en el Alcázar con el príncipe heredero cogido de la mano para exigirle a Felipe IV que se convirtiera de una vez por todas en una hombre cabal y se pusiera manos a la obra para evitar la ruina de España, que se acercaba a marchas forzadas tras la insurrección portuguesa, catalana y napolitana, y la incipiente en Andalucía, precisamente el coto privado de Olivares. Su majestad atendió en parte la petición y mandó al conde-duque al destierro. Nominalmente se puso a la cabeza del gobierno, si bien en la práctica siguió apoyándose en lo que pudo en un hombre fuerte, a partir de ahora don Luis de Haro, sobrino de Olivares. Para ese viaje ciertamente no hacían falta alforjas.

El caso es que los hermanos Villanueva o las hermanas del Valle de la Cerda de un día para otro, como quien dice, se vieron privados del paraguas que suponía Olivares, de sus recursos y su protección, quedando a merced de sus enemigos, a plena intemperie y cayendo chuzos de punta. El Santo Oficio decidió reabrir el caso de las endemoniadas, ya no para juzgar hechos nuevos, que se suponían esclarecidos todos y convenientemente probados, sino para dilucidar las responsabilidades de Villanueva en ellos. Era público y notorio que el “reclutamiento” de fray Francisco había sido decisión exclusiva de don Jerónimo. Por ahí encontraron la grieta para forzar su defensa, y sin el escudo de Olivares las puñaladas jurídicas que le asestaban empezaron a palpar la carne. Le acusaron del lote completo, como dicen en las películas policíacas: de tener antepasados judíos, de impiedad, de hacerse pasar por profeta, de haber hecho tratos con el Demonio. Esto último en cierto modo…

Tampoco hacía falta probar nada, bastaba con sembrar la duda y enturbiar su fama. Las cosas empeoraron aun más: se confiscaron parte de sus bienes inmuebles en el entorno del convento y se encarceló a su hermano. Cuando la situación se volvió insostenible decidió emigrar a Aragón. Aunque era natural de Madrid sus antepasados eran de aquellos pagos y allí estaban los predios familiares.

No se quedó inactivo. Decidió probar, como fray Francisco, la “solución vaticana”, tratando de involucrar a la Santa Sede en el contencioso, apelando a su jurisdicción en la nueva revisión del caso. El papa Urbano VIII, declarado antiespañol, se mostró receptivo a la demanda de don Jerónimo, vivamente interesado por lo que pudiera derivarse de aprovechar la oportunidad. El santo padre comenzó a solicitar información sobre el caso, cada vez con más insistencia, a impacientarse más y más cuando no le era remitida. Información que de haber llegado a sus manos y quedar enterado de las correrías nocturnas de Felipe IV en suelo sagrado, podría haber causado un verdadero estropicio a los intereses de la corona. Urbano VIII se alineaba con las tesis de Francia en el contencioso que esta nación mantenía con España por el dominio del mundo, del orbe cristiano al menos. Ahondando por esta vía, sor Teresa recabó toda la información que obraba en su poder, que era bastante, si no toda, como ya sabemos. La tradujo a palabra escrita y la envió a Roma en un cofre rumbo custodiado por don Álvaro de Paredes, uno de los pocos soldados que iban quedando de la cada vez menos nutrida tropa de la facción de Olivares. Como la intercepción del correo en territorio español se consideró complicada, la corona encargó esa tarea a Ramiro Núñez de Guzmán, duque de Medina de las Torres y a la sazón virrey de Nápoles. Aunque era yerno de Olivares -¡Hay que ver la cantidad de parentela que tenía el conde-duque instalada en los resortes de poder!-, debió aceptar gustoso el mandado que se le hacía para evitar verse arrastrado por la caída de su suegro. Había que ponerse a bien con los nuevos amos.

Álvaro de paredes fue apresado en el puerto de Nápoles nada más desembarcar y encarcelado en la fortaleza de Castil Nouvo. En la que continuó su cautiverio hasta sobrevenirle la muerte algunos años después. Se asignó pensión a su viuda y huérfanos, aunque éstos no llegaran a saber nunca el por qué de la misma. Tampoco el pecado cometido por el correo del papa que, a fin de cuentas, iba de camino de lugar santo para cumplir una misión se suponía también santa, al menos pía.


Tras este revés para Villanueva y sor Teresa las cosas se apaciguaron por si solas poco a poco. Empezó a fraguarse una tregua entre las diferentes partes en litigio, propiciada más por las circunstancias que por la voluntad de las personas, así como por la imposibilidad de avanzar en sus deseos para cualquiera de los contrincantes. En 1644, tan solo un año después del intento de jaque al rey con el alfil vaticano, subió al trono de Roma, vacante tras el deceso de Urbano VIII, el papa Inocencio X. El nuevo actor de la comedia era aquel que años más tarde retratara Velázquez vestido de reluciente rojo. Un color que predomina en el retrato como predomina también en el crucifijo. Rojo como la sangre derramada por Cristo, aunque con una tonalidad menos oscura en este caso, seguramente por tratarse de sangre arterial y no venosa y haber transitado ya por el corazón. Sangre que huye de la víscera que dicen ser la depositaria de los sentimientos, que no acude de ella. Basta con tratar de sostener la mirada de Inocencio X para preguntarse quien es en realidad el diablo bermejo de esta historia. Pero lo que importa no es la catadura moral del personaje sino su voluntad política. El nuevo titular del Obispado de Roma era descaradamente afín a los intereses españoles, porque a Madrid debía su elección. Se cercenó de esta manera para siempre la “vía vaticana” para Villanueva.

"Retrato del papa Inocencio X" de Diego Velázquez (Galeria Doria-Phamphili, Roma)


Reconozco mi desilusión al enterarme de las tendencias políticas de este personaje, que me resulta sumamente antipático desde que Velázquez le pusiera rostro y supiera hacer aflorar magistralmente a los de su cara los siniestros rasgos de su alma. A su oblicua mirada, a la cínica y agria mueca de su boca, a sus cejas puntiagudas. Soberbio el retrato, como dijera el pintor inglés Joshua Reynolds cuando lo viera. Soberbio también el retratado, aunque en el otro sentido. No habría querido este aliado para nuestro bando. Olivares murió en 1645 de pura melancolía. Al verse tan fracasado se dejó arrastrar al otro mundo sin una queja. Como dijo Stalin: “si el hombre es el problema, muerto el hombre solventado el problema” –lo dijo en ruso y quizás mi traducción no sea la correcta, pero la idea se que se entiende-. Villanueva, menos peligroso ahora, una pieza marginal en el tablero tras cobrarse las negras a Olivares, se mantuvo en su retiro, alejado de la corte hasta su muerte, que ocurriera no mucho después -la parca de repente se puso a hacer horas extra como si le costase llegar a fin de mes-. Se le empezó a dar cuartelillo. Sus bienes confiscados le fueron restituidos, por lo que se los pudo asignar en testamento a su sobrino para que se hiciera cargo de cumplir su promesa, aun pendiente, la de construir un convento de nueva planta en san Plácido. Entretanto, el contenido del cofre maldito fue quemado en una estancia poco concurrida del Alcázar de Madrid. Concretamente, en el despacho del rey. Precisando aun más, en presencia únicamente del dueño de la estancia y de su privado. Y cuando las cenizas de los documentos comprometedores se enfriaron se apagaron también los últimos rescoldos de los fuegos y de los juegos demoniacos que una vez habían tenido lugar en el convento de san Plácido. El diablo bermejo, fuera quien fuera, pudo al fin respirar tranquilo.

11. Las dos encarnaciones

De la construcción del convento se encargo finalmente el sobrino del pronotario de Aragón, que no solo heredó su patrimonio sino su nombre. Se llamaba también Jerónimo de Villanueva. Aunque reticente al principio a colmar el deseo póstumo de su tío, se avino a razones y en 1655 comenzaron los trabajos de edificación bajo la batuta del arquitecto fray Lorenzo de san Nicolás, arquitecto nacido en Madrid, que se haría célebre por inventar la cópula encamonada, un recurso constructivo que también aplicó en san Plácido, logrando en el convento de la calle san Roque uno de los ejemplos más logrados del mismo.

La cúpula encamonada, o falsa cúpula, como también se conoce al invento -segundo nombre que da una mejor pista de lo que se trata-, es un ardid constructivo cuyo objetivo es doble. Por un lado, evitar el uso de materiales excesivamente pesados en la creación de cúpulas, caso de la piedra, que dificultan la sostenibilidad de las bóvedas y complicaban su cálculo matemático. Por otro, abaratar costes. La posibilidad del empleo de materiales más livianos, como la madera y el yeso, derivaba en una reducción del gasto económico que acarreaban las obras. En aquel Madrid barroco, donde las cúpulas en suelo sagrado, en edificios religiosos nuevos o reformados, crecían como las setas tras las primeras lluvias de otoño, donde los pintores italianos que llegaron aquí a decorar El Escorial y otros edificios de la corona, habían enseñado ya a sus colegas españoles los secretos de la pintura al fresco, la ocurrencia de fray Lorenzo fue recibida con alborozo. Cualquier iglesia podía contar ya con su cúpula decorada por un coste más ajustado a las posibilidades de los promotores de las obras.

De aquella magnificencia madrileña de techos abovedados decorados con esplendores celestiales barrocos no queda mucho, aunque si algo. San Plácido es un ejemplo no tan modesto. La muy próxima iglesia de san Antonio de los Alemanes quizá el culmen. Al menos de lo que nos resta de toda aquella maravilla. La poca calidad de los materiales, la inflamabilidad de la madera, pero sobre todo la desidia, el desconocimiento y el poco apego a nuestro pasado cultural explican que ese resto sea tan escaso. El arte se lo apostó casi todo al apago por lo propio de las generaciones venideras y perdió por su error de cálculo...


De aquella magnificencia madrileña de techos abovedados decorados con esplendores celestiales barrocos no queda mucho, aunque si algo. San Plácido es un ejemplo no tan modesto. La muy próxima iglesia de san Antonio de los Alemanes quizá el culmen. Al menos de lo que nos resta de toda aquella maravilla. La poca calidad de los materiales, la inflamabilidad de la madera, pero sobre todo la desidia, el desconocimiento y el poco apego a nuestro pasado cultural explican que ese resto sea tan escaso. El arte se lo apostó casi todo al apago por lo propio de las generaciones venideras y perdió por su erro de cálculo.


Frescos de la cúpula de la iglesia de san Plácido, obra de Colomma y Mitelli

Santa Isabel de Schonangía” de Francisco Rizzi.
Detalle de una de las pechinas de la cúpula de san Plácido

La magnífica Anunciación del altar mayor es obra de un discípulo de Rizzi, Claudio Coello. Se trata de una obra de juventud, cuando aun contaba con veintipocos años, muy probablemente su primer encargo de importancia cuando aun trabajaba en el taller de su maestro. Teatral, excesivo, recargado, profuso de temas y personajes, el cuadro de Coello es un gozo para la vista. Como casi todas su obras, y en general las del barroco, parece pintado a otra escala diferente a la nuestra, mucho mayor, con infinidad de estratos en la narración del tema representado. En el piso más bajo, de los tres en que puede dividirse narrativamente el gigantesco óleo, están representados las sibilas y profetas que anticiparon la llegada de Cristo y el misterio de la Encarnación. Cada uno de ellos porta una cartela con una leyenda alusiva. Así, en la de la sibila Cumas puede leerse: «de virgen nacerá un niño». En la de la sibila Libica: «Rex sanctus». Mientras que una tercera sibila porta una imagen de la Inmaculada. El profeta Isaías, por su parte, porta una leyenda que reza así: «He aquí que concebirá una virgen y nacerá un niño y su nombre será Enmanuel». En el piso intermedio están representados la Virgen María y el arcángel san Gabriel, el heraldo de la Anunciación. Ella viste de azul y rosa. Con las manos juntas escucha el mensaje del Ángel. Está a medio camino de la representación prototípica de la Encarnación flamenca, a la que la visita de san Gabriel "pilla" siempre leyendo una un libro pío, -un misal, una vida de santo-, y la Virgen típica barroca, rodeada de magnificencia pero apegada a lo cotidiano, como la quiere el Concilio de Trento, siendo el cesto de costura y las tijeras a su izquierda muestra de sus tareas domésticas. San Gabriel viste de verde, tiene las alas desplegadas y porta en la mano derecha una azucena, símbolo de la pureza. Con ese porte poderoso parece un personaje salido de una comic Márvel. Encaramado sobre la diminuta nube que le permite levitar unos centímetros sobre el suelo me recuerda al mismísimo Silver Surfer. Y pido perdón por la digresión. También por la irreverencia. Finalmente, en el piso superior están representados el padre Eterno y el Espíritu Santo, así como un enjambre de angelillos que portan palmas del martirio y símbolos de la Pasión, como los clavos con los que los romanos anclaros a Cristo a la Cruz y la corona de espinas. Pasado, presente y futuro se suceden de abajo a arriba. La flecha del tiempo se dispara hacia lo alto, hacia el Cielo.


"Anunciación" de Claudio Coello (Convento de San Plácido, Madrid)

Virgen María. Detalle de la “Encarnación” de Claudio Coello (Convento de san Plácido, Madrid)

Arcángel san Gabriel. Detalle de la “Encarnación” de Claudio Coello
(Convento de san Plácido, Madrid)

Profeta Isaísas. Detalle de la “Encarnación” de Claudio Coello
(Convento de san Plácido, Madrid)


Elías Tormo creía que esta anunciación estaba basada en un boceto de Rubens y la consideraba como la «obra de un joven genio, impetuoso y nerviosos, lleno de fuego y pasión, un remolino de convulsión emotiva y lírica». Este pintor se convertirá en algo así como el canto del cisne del barroco madrileño, en el último gran maestro. El puesto que creía Merecer como primus inter pares de su profesión le será negado al venir a España el napolitano Lucas jordán, atendiendo la llamada del rey Carlos II, convirtiéndose el italiano y no él en el favorito de la corte. Coello se deja hundir en la depresión y muere a los pocos años de recibir esta bofetada en su orgullo. Luego, en el reinado siguiente, el de Felipe V, el reino se vio invadido por un sin fin de pintores y artistas franceses, a veces con menor capacidad y menos arte que los que aquí había y la pintura sufrirá un claro declive hasta el advenimiento de Francisco de Goya.

Este recorrido apresurado por la iglesia actual, en el que mucho queda en el tintero, lo completamos con la alusión al escultor portugués Manuel Pereira, el otro gran artífice de la decoración interior del convento. Incluso de la exterior, porque un relieve en mármol suyo, también con el tema de la Encarnación, que es el que da nombre al convento -su denominación real es la de Convento de Benedictinas de la Encarnación- puede verse sobre el dintel la puerta de acceso al edificio religioso desde la calle san Roque. Este relieve, cincelado hacia 1660, es el único que sobrevive de los dos existentes en un principio. El otro desapreció cuando el convento fue derribado a principios del siglo XX. Y no es el único ornamento perdido. Una imagen de san Roque, uno de los discípulos predilectos de san Benito, adornaba la pared del convento que daba a la calle a la que el acervo popular dio nombre.


Anunciación”. Relieve en mármol de Manuel Pereira (Convento de san Plácido, Madrid)

El relieve tiene cierta similitud en su composición con la otra Encarnación, la de Coello. San Miguel porta también una azucena, que la Virgen parece aceptar con su mano izquierda, mientras la derecha se la lleva al corazón. El Padre eterno contempla la escena rodeado de querubines, con el Espíritu santo cerniéndose sobre la pareja terrenal. El arcángel señala al cielo para mostrar que lo que viene a anunciar tiene repercusión y su razón de ser en las alturas.

12. Los cuatro clavos.

Que en el Cristo de san Plácido predomina la emotividad sobre el intelecto es buena prueba lo poco que innova Velázquez por lo que respecta a la iconografía. Otras obras suyas, a decir verdad casi todas, parecen haber sido más meditadas, predominando claramente lo filosófico sobre lo artístico. Y no debe extrañarnos. En “Las Meninas” se retrata así mismo más en una actitud de pensar que de pintar, por más que lleve el pincel en la mano. Por pensador se tenía, no por artesano. Sin embargo, a la hora de ejecutar el encargo del rey para san Plácido se limita a seguir los patrones establecidos para los crucifijos por su mentor Francisco Pacheco en su obra “El arte de la pintura”, tomando algunas decisiones más con el corazón que con la cabeza. Así, para el historiador y crítico de arte decimonónico Gregorio Cruzada Villaamil, Velázquez «no se atreve á descubrir el rostro de Cristo en su redentora agonía por no sentirse capaz de representar la sublime expresión de tan supremo instante». El corazón tiene no solo fortalezas, también debilidades, y al enfrentarse a la ejecución de la obra, apelando más a él que a la cabeza, el pintor retrocede allá donde no se atreve a llegar. El problema lo solventaría cubriendo la cara del Cristo con su propia melena y representándolo con la cabeza inclinada sobre el pecho, hurtándonos no solo su mirada sino casi por completo su faz.

Francisco Pacheco pinta en 1614 un Cristo crucificado, actualmente en la colección de la Fundación Rodríguez Acosta de Granada, y el resultado le es tan alabado por sus amigos y colegas que decide incorporar la iconografía que ha seguido a su manual para pintores. La principal novedad es el uso de cuatro clavos y la postura hasta cierto punto relajada de Jesucristo, todo lo relajado que se puede estar cuando estás agonizando en una cruz. A lo que me refiero es que el cuerpo no se retuerce. En la Edad Media solía representarse al crucificado en actitud mayestática, incluso vestido con ricos ropajes en vez de desnudo, con corona de orfebre ricamente adornada con joyas en vez de espinas. En definitiva: Más que en la actitud que se supone a un ajusticiado, con la dignidad de rey que proclama, aunque sea de forma burlona, la leyenda INRI que caligrafían sus torturadores sobre su cabeza para hacer mayor el escarnio. El Cristo crucificado medieval mueve a la reverencia y no a la compasión. Es a partir de las visiones de santa Brígida cuando cambia la forma de abordar este asunto.

Santa Brígida es la patrona de su país, Suecia, además de haber sido declarada copatrona de Europa en 1999 junto a santa Teresa Benedictina de la Cruz y santa Catalina de Siena. Tuvo muchas visiones desde muy niña, algunas podríamos decir que dulces, como una en que veía como la Virgen le colocaba una corona en la cabeza, y otras terribles. Entre estas últimas estaría su visión de Cristo torturado y muerto en la Cruz, con todo lujo de detalles, que se apresuró a relatar a sus correligionarios y que los artistas comenzaron a incorporar a las representaciones del Calvario. Santa Brígida decía haber visto al crucificado con el cuerpo retorcido, clavado a la madera de la cruz con cuatro clavos, uno en cada una de las extremidades y con los pies cruzados en una postura que le daba poco sosiego.

Es curioso como en la mayoría de temas que abordo en estos escritos sobre el Prado, lo quiera o no, Velázquez acaba siendo el punto de destino y, a menudo, Alberto Durero el de partida. Tal como confiesa Pacheco en su manual para pintores, su modelo para el crucifijo fue un dibujo del grabador alemán, que seguramente pudo ver y copiar en la biblioteca de El Escorial en su viaje a Madrid en 1611, el mismo en el que acabara visitando a El Greco en Toledo para entrevistarle. Encuentro que tanta literatura ha suscitado. Este momento tan sumamente curioso es el arranque de la novela de Laszlo Pasuth “Más perenne que el bronce”.

«Alberto Durero, diligentísimo, docto y santo artífice, habrá casi cien años que debuxó un crucifixo que yo hallé en un libro de cosas de su mano, que fue de nuestro Católico Rey Felipo segundo con cuatro clavos y el supedáneo, bien así como yo lo executo; cuya autoridad en pinturas sagradas es de grande veneración y poderosa a que se siga su imitación».

 "Crucificado" de Alberto Durero (British Museum, Londres)

Resumiendo, en la cuestión de los cuatro clavos y la colocación de un supedáneo -ese listón de madera para que los pies reposen en él-, para que el Cristo pueda adquirir una postura más “compasiva”, Velázquez sigue a Pacheco, que a su vez sigue a Durero, recuperando éste último detalles de la manera en que se solía representar al crucificado antes que santa Brígida explicara su versión de los hechos

Velázquez se aleja de otras representaciones barrocas de la escena cargadas de dramatismo retórico y detalles truculentos. Parece ser, tal como han demostrados las radiografías del cuadro, en una primera versión de la obra había mucha más profusión de sangre. Alguna de esa sangre que hoy falta habría desaparecido en las sucesivas restauraciones, pero en mayor medida estaría la que habría velado el mismo artista sevillano en uno de sus famosos pentimentos. Francisco Pacheco había aconsejado no abusar de la sangre en las imágenes de Cristo Crucificado, y Diego Velázquez, tras una cierta pugna consigo mismo, se habría quedado a medio camino entre el acatamiento de las directrices de su mentor y la representación más emotiva de las posibles de la pasión en la cruz, que, muy probablemente, era la que le pedía el cuerpo. La sangre no es poca, desde luego, en la versión final, pero es significativo advertir que no se perciben en el cuerpo del Cristo velazqueño ni verdugones ni llagas ni huellas de la flagelación.

"Crucificado" de Francisco Pacheco (Fundación Rodríguez Acosta de Granada)

"Crucificado" de Francisco Pacheco (Museo de Bellas Artes de Sevilla)


Velázquez parece mostrar a Cristo justo en el instante mismo de su muerte -ya sabemos que el sevillano capta instantáneas, congela la acción en sus cuadros-, en ese momento en que vuelve a ser completamente espíritu, en que sobreviene al fin la calma tras cesar el dolor y todo se ve envuelto en las tinieblas y el silencio. Al final es como un círculo que se cierra. Más que eso, es como la cuadratura del círculo: A pesar de poner por una vez más corazón que cabeza en su obra acaba pintando un Cristo para la meditación pero que también induce a las emociones.

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