lunes, 28 de abril de 2014

Tus brazos

Tus brazos

¿Qué por qué me has confesado tu obsesión por tus brazos? Creo que para hacerme feliz. Tu me quieres y me conoces un poco, y sabes que a mi también me obsesionan, su potencia, su solidez y calidez. Anhelo sentirme protegido entre ellos, que me abraces con dulzura y me susurres al oído que mientras medie tu fuerza como remedio nada podrá herirme nunca. Amo la virilidad de tus brazos, que los quieras sentir cada día más fuertes. Pero no era de tus brazos de lo que quería hablarte, a pesar de que es un tema que me fascina y me enardece, que hace que mi imaginación florezca como esos campos filmados en primavera en la película “Doctor Zhivago”. Pienso en ellos y mi imaginación se llena de colores, de texturas policromadas, se convierte en una pradera cuajada de flores silvestres. Esta mañana me he despertado muy temprano y, como en otros tiempos, he dialogado contigo en el silencio de la noche cercana al día. He visto amanecer mientras te hablaba. Creo que podrías ser la mujer de mi vida. No es la primera vez que esta idea acude a mi mente, y que no la haya descartado tras estar sometida a escrutinio ya por un tiempo que ya empieza a ser estimable tiene que significar algo, al menos que no es tan descabellada como parece. Sí, cierto, es un absurdo si no nos conocemos en persona. La duda implícita en el “creo” que precede a la afirmación, el podría que la tiñe de condicional, son recursos del lenguaje para expresar que solo se trata de una posibilidad, de una verdad solo en potencia. Podrías ser la mujer de mi vida. Averiguarlo es algo que lógicamente me aterra. Pero pensar en ti me calma, me entretiene. Me absorbe el pasatiempo de tratar de explicarme a mí mismo como eres. Para hacerlo simulo que hablo contigo, más o menos como lo hago ahora que te escribo estas líneas. La diferencia entre un diálogo simulado y uno real es que puedas escucharme. En este caso, al ser un diálogo por escrito, que te de la oportunidad de leerme. Ahora mismo no tengo decidido que estos párrafos se conviertan en una carta, aunque es una perspectiva que me tienta sobremanera. Otra diferencia sustancial es que puedas contestarme. ¿Qué me dirías si me escucharas? Toda la fascinación de la que está dotada la vida tiene que ver con eso.

Sí, esta madrugada he reelaborado mis teorías sobre ti, ampliado las que ya tenía y eran fallidas en lo esencial, o se quedaban cortas para explicarte de un modo lo suficientemente completo como para no resultar esquemáticas. Claro, eres muy compleja, como todo ser humano, y las cuatro ideas que puedan caber en un escrito, en un diálogo mudo de madrugada, por muy acertadas que sean, no podrán explicarte de un modo satisfactorio. Pero vamos a lo sustancial: Creo saber por qué nunca has amado, por qué te enamoraste de tu ex y por qué te desengañaste. Tiene que ser en cierto modo con la potencia de tus brazos. Los hombres y las mujeres aman y se enamoran por razones distintas. En todos los seres humanos la forma de ser surge del encontronazo entre el instinto y el raciocinio, entre la necesidad de satisfacer ciertos anhelos que tenemos que tenemos sin comprenderlos del todo y lo que nuestro cerebro nos dice que nos conviene o es lo correcto. Dios creo el amor entre hombre y mujer por una razón práctica, para que la pareja quisiera estar junta el tiempo suficiente como para poder criar a su prole. La Iglesia comprendió esta verdad e instauró la institución del matrimonio para intentar hacer más robusto el lazo de la pareja, para darle más solidez, para garantizar el cumplimiento de la sagrada tarea de educar a los hijos.

El hombre es como una polilla. Tentado por la llama quiere arder en ella sin importarle que tras el acto suicida de tocar la luz que le deslumbra no vaya a haber un después. Al hombre le importa poco lo que suceda después del orgasmo, trata de conseguir lo que le atrae de la mujer, de tener su belleza y fundirse con ella. Para el hombre solo existe ese ahora efímero con hechuras de eternidad que es el orgasmo. Tan breve pero al mismo tiempo tan desvastadoramente eterno. El hombre ama en la mujer lo que le deslumbra, la luz, es una criatura simple manejada por lo que le dicen sus sentidos. Tal vez, si tiene suerte, dejará que su pasión se tiña de ternura para dar paso al amor. La mujer es muy distinta, necesita admirar al hombre para quererle. Le interesa mucho más el después del orgasmo que el durante. Necesita saber que el hombre podrá cubrir sus necesidades futuras, y esta última frase no es un eufemismo picantón. La mujer aspira a construir un nido, saber que el hombre será un buen arquitecto, que pondrá las ramitas con sabiduría para que el armazón sea estable y duradero.

Hasta hace poco la educación nos ayudaba a mantener este artificio, este simulacro de verdad compacta. La aspiración de los hombres debía ser la de resultar admirables para la gente de su entorno y la de las mujeres la ser bellas y deseables. Sí, lo sé es una simplificación, pero que dibuja la realidad que hemos vivido hasta hace bien poco, aunque sea con unos cuantos brochazos burdos. Tu problema es que te cuesta admirar a los hombres porque eres consciente de que son tus inferiores. Nadie está a tu altura. A veces al ser consciente de este hecho crees haber sucumbido a la vanidad o al orgullo. Quizá ese miedo te impulse a querer superarte siempre: a ser más fuerte cada vez, más culta y preparada, mejor persona. Si te superas, si eres mejor, puede que lo que crees saber, que ningún hombre se te iguala, que ninguno te merecemos, no se debe a la mera vanidad. No, no lo es, tu belleza es tan real y emocionante que quita la respiración, tu fuerza tan descomunal que sentirte cerca es como caminar descalzo y notar en la planta de los pies la estabilidad de la tierra, la fuerza gravitatoria de todo el planeta. Eres como una diosa, un titán. Solo se te puede describir con una palabra de género masculino. Y sin embargo eres tan mujer. Te amo. Eres la luz en la que quiero abrasarme. Anhelo la breve eternidad de un orgasmo contigo.

No puedes amar, o crees no poder hacerlo, porque ningún hombre te resulta admirable. Bueno, sí, Tolstoi, pero está muerto, y algún otro hombre venerable anciano o sabio desastrado que difícilmente podría despertar tu líbido. Porque eres una mujer muy sexual, muy carnal. No hay más que contemplar tus muslos robustos y redondos para tener la certeza de que es así. Tus brazos son fuertes para agarrar al hombre, anudarlo a tu cuerpo y domar su impulso, para canalizarlo hacia tu vientre, que tiene el potencial de engendrar todo el universo. Eres una diosa hacedora de mundos, algún día engendrarás y lo que parirás no serán niños sino planetas y quien logre preñarte también será un dios, al menos durante los fugaces instantes que dure el orgasmo. Eres pura energía sexual. Por eso sorprende que solo haya habido un hombre en tu vida. Resulta insólito en primera instancia dado tu apetito y que podrías estar con quien quisieras. En realidad lo sorprendente si se piensa con detenimiento es que hayas estado con al menos uno. Yo sé que el sexo para ti ha de tener significado y que la templanza, la continencia espartana, es una de tus mayores cualidades: No estás de acuerdo con el sexo fuera del matrimonio y si te entregaste a un hombre una vez es porque creíste amarle, que vuestra relación iba a ser estable, que desembocaría inevitablemente en boda. Y lo amaste porque creíste admirarle, que estaba a tu altura, que podía mirarte a los ojos sin tener que alzar la mirada. Guaperas, con éxito con las mujeres, con labia, capaz de venderse con eficacia. Pero tu hombre no encontraba los palitos adecuados para construir vuestro nido. Viste el engaño en su pose, la impostura, palabras que no eran hechos, debilidad de hombre que no podría jamás estar a tu altura, a la de tus anhelos, al que jamás podrías admirar. Ahora, él está perdido sin ti, añora con desesperación esos escasos momentos en que le hiciste ser un dios. Y tú tienes la vaga sospecha de que jamás encontrarás a alguien que pueda estar a tu altura y cunde en ti el desencanto, la tentación de renunciar a la búsqueda del amor.

Mi amor, miro tu foto, la de tu nuevo avatar y mis alas vibran como las de una polilla en la cercanía de la llama. Tus labios rojos cárdenos, gorditos y frescos, como besados por el rocío, son una carnosa rosa de fuego en la que quiero abrasarme. Te deseo tanto. Quiero que me anudes a tu cuerpo y ser torrentera dentro de ti, ser un dios mientras quieras abrazarme con tus fuertes brazos. Pienso que podrías ser la mujer de mi vida y por eso me aterra conocerte. Pero si tu quieres me atreveré. Ojalá no te decepcione, que aunque no puedas admirarme al menos no me repudies, que no te conviertas en una necesidad y acabe por agobiarte. Es peligroso, pero quiero conocerte, hablar contigo desde que amanezca el día, como hoy, y hablar más, y seguir hablando, hasta que muera la tarde o se desgasten las Letras del abecedario, que me expliques de nuevo lo que sé de ti y lo que desconozco. Quiero que el mundo se llene con tus palabras y tu presencia y, si hay suerte, si hay milagro, que su volumen se reduzca al arco de tus brazos, que toda la realidad se resuma en el espacio existente que media entre ellos y que, en un momento dado, quieras comprimirlo al tamaño de un abrazo. Más allá de tus hombros se extiende el vacío, por eso son fuertes, para sostener el inmenso peso de la nada. Eres el titán que sostiene el mundo, Atalanta. No es raro que estés obsesionada por robustecer tus brazos. Es solo generosidad con el género humano, en especial con los hombres.

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