jueves, 27 de marzo de 2014

Cine y TV (56) - Shame - Steve McQueen - 2012


Shame - Steve McQueen - 2012

El primer plano de "Shame" aporta información sumamente relevante. Podría decirse que resume el significado último de la película, al menos en su nivel de lectura más inmediato, menos profundo. Porque el relato, hay que advertirlo cuanto antes, opera a dos niveles distintos pero superpuestos, que apenas interactúan entre sí,  aunque uno de ellos, aquel del que menos información se nos aporta, explique al otro, y por eso es fácil desorientarse o perder interés por la historia, por lo que pueda aportarnos, y fijarse en lo más obvio, lo que no nos reta y menos nos agrede, este es, por los momentos de intenso contenido sexual. En todo caso, esto que digo, la relevancia de ese primer plano, cuya trascendencia el director del film subraya con un total silencio y la inmovilidad casi absoluta de quien ocupa el encuadre, es algo de lo que uno solo se da cuenta en segundos y terceros visionados del film. Ahí donde son de esperar unos títulos de crédito solo vemos una imagen fija, la de Brandon (Michel Fassbender), el protagonista, postrado en la cama, inmóvil, tan quieto que por un momento dudamos de si no se tratará de una foto o de una narración en flash-back lo que se nos propone, al estilo de Sunset Boulevard, con un cadáver haciendo las veces de cicerone en la narración. Solo cuando le vemos mover ligeramente los ojos, casi imperceptiblemente, tras unos instantes largos y tediosos, luego pestañear y después empezar a respirar ligeramnte, expandiendo y contrayendo su pecho, como si hasta ese momento hubiera retenido el aire en los pulmones o habitado el país de los espectros, nos daremos cuenta de que ya estamos metidos de lleno en el film, que se trata de una historia contada por vivos, o que al menos lo pretenden y aunque a veces parezca que carecer de alma.

Nada en apariencia ha sucedido. Un plano en que la cámara no ha variado de posición, unos cuantos segundos de metraje que empiezan a poderse contar por minutos. Si viésemos la película en una sala de cine y llegáramos tarde a la sesión, en caso de preguntar al espectador de la butaca de al lado si nos hemos perdido algo, éste nos contestaría que nada en absoluto. Las sábanas están revueltas, señal tal vez de que ha sido una noche agitada. Ese quizá sea el dato que recabemos si hemos sido puntuales y hemos estado atentos, y que portemos en la memoria para continuar con el hilo de la historia, cuando en realidad es la cara de Brandon, vacía de expresión, con la mirada perdida en un punto frente a sí que parece no existir en este mundo, lo que en realidad es trascendente. El corazón de Brandon existe en un universo paralelo y solo podremos acceder a él para escudriñarlo haciendo acopio de un derroche de intuición o apelando a los postulados de la Mecánica Cuántica. El Principio de Incertidumbre, enunciado por Heisenberg, afirma que no se pueden conocer de forma simultánea el valor de determinados pares magnitudes físicas de las partículas cuánticas, en particular la posición y la cantidad de movimiento lineal. A medida que logremos aumentar la precisión en la determinación del dónde, dice el postulado, disminuirá nuestra precisión en la determinación de la velocidad y la trayectoria, y viceversa. Es por eso que tal vez Steve McQueen haya elegido ofrecernos un primer vistazo al alma de Brandon con su cuerpo en absoluto reposo, para que podamos ubicar con exactitud su estado de ánimo. O, al revés, que nos lo ubique en un lugar fácilmente renococible, recurrente en su peripecia vital: su propio lecho, para que con un poco de suerte, y la ayuda de las matemáticas avanzadas, podamos esclarecer la trayectoria de su corazón y la razón de su impulso. Hay que aclarar desde ya, en el segundo párrafo de este torpe intento de análisis, que la película, a pesar de ser en apariencia incandescente, un fuego devastador que lo reduce todo a cenizas, atrevida y transgresora, emite una radiación de fondo que, al igual que la del universo, solo se sitúa unos pocos grados Kelvin por encima del cero absoluto, a la temperatura en la que es imposible cualquier vibración de la materia. El cuerpo de Brandon parece descongelarse, ser convocado desde la nada, como una partícula cuántica que fluctuase entre este universo y la inexistencia, para poder incorporarse desde su lecho de cenizas frías e iniciar así el relato de su peripecia vital.

"Brandon" - Harry Escott - BSO de Shame

Los ocho o nueve minutos de metraje siguientes a ese primer plano tratan de explicar la rutina diaria de Brandon. Se trata de la historia de un adicto al sexo y sus hábitos parecen ser relevantes. Toda la información, que es visual, apenas de carácter sonoro, sin apenas diálogos, con una melodía compuesta por Harry Escott en la banda sonora que tiñe de melancolía las primeras escenas y luego cesa para devolvernos abruptamente al silencio inicial, parece centrarse solo en la peripecia erótica de Brandon, cuando no en lso datos sexuales más descarnados. McQueen nos abre en canal la intimidad de Brandon, y lo vemos incluso orinar en el retrete del cuarto de baño de su apartamento. No hay lugares de acceso prohibido a la cámara, eso parce decirnos con en esa sorprendente secuencia. Le vemos incluso sacudir el pene al acabar la micción en un plano medido hasta el milímetro, como no recuerdo otro similar en medio siglo de espectador de películas. Un gesto, no obstante, más intuido que visto, la sacudida me refiero, al situarse la cámara a espaldas del personaje. Es de suponer que para lograr que la imagen no se aleje en exceso de los límites que marca el mínimo decoro, aunque se traspasen con creces. Se trata de una película en apariencia descarada, pero en realidad enormemente morosa, que cuenta de forma descarnada una historia banal en un primer nivel de lectura mientras balbucea con enorme timidez otra en un segundo nivel mucho más interesante. Tan quedo es el decir de esta segunda narración imbricada dentro de la primera que a menudo pensaremos si no la está contando en realidad nuestra imaginación en vez de la película. Son trece minutos narrados de forma fragmentaria, pero con un montaje que hace gala de una enorme precisión quirúrgica, en los que se nos muestra la realidad cotidiana de Brandon en cuatro momentos distintos de su jornada habitual: el despertar y los primeros instantes del día, el trayecto en metro a la oficina, la jornada laboral y la velada en casa cuando aquella acaba. En esos momentos troceados y luego barajados aparentemente al azar, a veves con la resultante de existir un desorden cronológico, le vemos masturbarse dos veces, una en la ducha de su apartamento y otra en un excusado de las oficinas donde trabaja, mantener tres relaciones sexuales, todas ellas con prostitutas, dos de ellas tras solicitar a una call-girl que acuda a su domicilio y la tercera a través de internet. Le vemos también desatender las llamadas telefónicas que parece realizar todas las mañanas y noches una antigua pareja sentimental, escuchando los mensajes del contestador primero con indiferencia gélida y después con evidente fastidio, como si se sintiera víctima de un acoso sentimental por parte de una antigua amante que no ha entendido que no quiere volver a verla. Le vemos finalmente mantener dos flirteos meramente visuales pero cargados de erotismo, uno de ellos con una compañera de oficina, más sutil, casi furtivo, sin que ella parezca en principio darse cuenta, y el otro con una mujer con la que tal vez suele coincidir todos los días en el vagón del suburbano, mucho más explícito, con la plena consciencia, y también la anuencia, de ella. Se trata de uno de los momentos más sensuales y turbadores que haya visto jamás en el cine, lo reconozco. Es una scuencia, ofrecida en segmentos discontinuos que bien valen la entrada en el con, incluso con el recargo del IVA.


Brandon se levanta por primera vez de la cama. Una vez se incorpora el lecho ocupa todo el encuadre. Le oímos descorrer las cortinas y las sábanas se inundan de luz. Se abre el telón y comienza la función. Viaja en el metro. Recorre con la vista el vagón. Primero se fija en un hombre que dormita en un asiento, a su derecha, con pinta de ser un sin techo. Nos parece percibir una mueca de desagrado en su rostro, tal vez preocupación por sentirse aludido por la imagen deplorable de aquel a quien mira. No es empatía sino miedo tal vez a acabar como él. Luego mira a su izquierda y se fija en una hermosa mujer rubia. Hay algo tierno en ella que le conmueve. Su gorrito de lana que le da un aire adolescente y su falda de tela escocesa parece un disfraz de colegiala para alguien que ya dejó atrás el instituto hace algún tiempo. La mira fijamente mientras ella es aun ajena a su minucioso escrutinio y la secuencia se corta abruptamente a un primer plano de él, otra vez en la cama, con la cara desencajada por un orgasmo, cuyos jadeos finales hemos empezado a oir cuando la mujer del metro aun estaba en la pantalla. Es un impulso sexual y no emotivo, parece desmentirnos McQueen. Brandon se incorpora de la cama por segunda vez. Volvemos a oir el descorrerse de las cortinas. No sabemos si deja a la prostituta sola en la cama o ésta ya abandonó la casa durante la noche. Se dirige al baño y en el camino pulsa el botón de encendido del contestador automático del teléfono. Una voz femenina dice: "Hola, soy yo... Contesta... Contesta". De vuelta en el metro, vemos a la mujer rubia sonreir nerviosa y suspirar al advertir su mirada desde el otro lado del vagón. Ese momento tan íntimo y personal entre ambos lo desmonta McQueen en la sala de montaje con la nueva secuencia: Brandon acude a abrir la puerta de su apartamento. Es una call-girl, que tras contar el dinero por el pago de su servicio, hasta el último billete, se dirige al dormitorio. El erótico streep-tease que le dedica antes de meterse en la cama con él, y que el le reclama lento para poder saborearlo, es cortado abruptamente por el sonido, que ya nos es familiar, de las cortinas al descorrerse. Otra vez en el inicio del día, Brandon se dirige al baño. Siguiendo la rutina que ya conocemos, mientras orina en el retrete escucha los mensajes del contestador automático. La misma voz, con un mensaje idéntico, al que se añade ahora el pronunciar reiterado de su nombre, cada vez más alto pero más despacio, preguntándole dónde está, como si fuera un juego del escondite y la mujer que habla tuviera los ojos tapados con sus manos  y bromeara con él antes de finalizar la cuenta hasta cien. Pero el orina impertérrito mientras escucha los juegos de la mujer para acabar cerrando la puerta del baño, como si quisiera dejar de escuchar aquello, dejar a la mujer fuera, para verlo a continuación masturbándose violentamente en la ducha.

Por tercera vez estamos en el vagón del metro. Lo que hay allí ya es un diálogo explícito de miradas. La mujer rubia le sonríe de forma coqueta y se zambulle totalmente en su mirada serena. Luego parece ensimismarse. Se humedece los labios, suspira y su rostro adquiere la misma expresión que la de Leda en el cuadro de Corregio. Brandon es como un cisne con su elegante bufanda al cuello que se lo estiliza, pero ni siquiera necesita montarla, como si tiene que hacer Zeus con la ninfa en la fábula que nos relata Ovidio en sus "Metamorfosis", para que ella tenga un orgasmo. Le basta con su mirada para penetrarla. Ella afloja las rodillas tras las primeras embestidas visuales. A pesar de estar sentada hemos notado la debilidad en sus piernas. Las cruza y coloca sus manos entre los muslos en un gesto con una enorme carga erótica, como si buscando con el contacto con sus genitales tratase de prolongar unos instantes más el éxtasis que acaba de experimentar. Luego crispa ligeramente los dedos, se recuesta hacia atrás y le mira otra vez, ahora con algo algo de descaro, tampoco mucho, conserva aun su aire adolescente. Hay una pizca de reto en sus ojos, como si ya no tuviese sentido la timidez inicial una vez le ha tenido dentro de sí y han consumado el acto sexual, furtivo aunque explícito, entre la gente aunque sin que nadie lo advierta. Luego a su mirada se asoma la duda, tal vez la vergüenza a la que alude el título del film. Se incorpora de su asiento. Está llegando a su estación. Se sitúa junto a la puerta. Se agarra a la barra vertical para mantener el equilibrio mientras el convoy frena. Al hacerlo la cámara se dirige en un suave zoom hacia su mano y vemos en su dedo anular un anillo de casada. El se sitúa justo detrás de ella, colocando su mano justo a la suya. Apenas hay un roce, leve, sin gravitación alguna, como el del aleteo de las alas de una mariposa. Que o bien no tiene trascendencia o bien puede provocar una tormenta devastadora en el otro extremo del planeta o del alma. La expresión de la mujer está turbada. El juego amoroso despreocupado ha dejado paso a la sensación de culpa. Cuando se abren las puertas sale abruptamente, y Brandon tras de ella. A pesar de que avanza todo lo rápido que puede tras sus pasos la acaba perdiendo en una encrucijada de pasillos del suburbano. Tras extraviarla parece quedar desorientado, sin motivación, nuevamente sin impulso, y vuelve sobre sus pasos hacia el andén. Aquella no debe ser aun la estación que marca el final de su trayecto.

"Leda y el cisne" de Corregio. Copia de Martínez del Mazo, con la expresión original en el rostro de la ninfa, ya que en el cuadro del italiano fue modificada por considerarse escandaloso dibujar la expresión de una mujer en pleno orgasmo.

"Shame" - Escena del suburbano (Subway attraction)

La relación de Brandon con las mujeres es simple, como corresponde a un adicto al sexo. Con esa etiqueta parece que sobran las explicaciones, que todo está perfectamente resumido con la definición. Y, sin embargo, son extremadamente difíciles de entender, en especial si se obvia, o se extravía a propósito, un dato esencial en la explicación: quien es la depositaria de sus afectos. La escena del metro nos muestra su poder de seducción, su capacidad de convocatoria para con el sexo opuesto. Bien es cierto que parece preferir los atajos, pagar a una profesional cuando desea tener sexo, pero McQuuen se apresura a explicarnos desde el inicio de la película que en materia de mujeres nada queda fuera de su alcance. En la celebración nocturna en una sala de fiestas de un logro laboral, del que no se nos explica absolutamente nada -ni siquiera llegamos a saber en ningún momento cual es la profesión, su cometido en la empresa en la que trabaja, el ramo al que pertenece ésta última-, Brandon le birla a su jefe, David (James Badge Dale) la chica de la que se había encaprichado. A ambos parecen antojárseles todas, pero mientras vemos a David porfiando por la atención de las féminas hasta rozar a menudo el ridículo, Brandon parece captarla sin el menor esfuerzo. Mientras la espectacular Samantha (Hannah Ware) baila de forma cansina con David en la pista de baile, a dónde éste la ha arrastrado casi a la fuerza, es con Brandon con quien mantiene un diálogo de miradas, lleno de complicidad, casi de súplicas porque la rescate. Pero Brandon se mantiene impertérrito en la orilla de la pista, inaccesible para Hannah, a la que se le nota demasiado que preferiría cambiar de partenaire. Tanto que nos preguntamos como David no se ha dado también cuenta. Luego, al acabar la velada, cuando todos se desperdiguen para emprender sus respectivas rutas de vuelta a casa, será abordado sin ambages por Hannah para obtener de ella lo que se supone que es lo único que desea: sexo furtivo, sin carga emocional alguna, en cualquier lugar, por ejemplo, entre la penumbra de un parque. Sexo ejecutado con urgencia, casi con violencia. Sexo físico desarropado de cualquier ternura.

"Rupture" - Blondie
David sacará a Samantha a bailar esta canción de finales de los setenta usando como gancho la torpe broma de que se trata de una canción que compuso para ella. Ella se aviene a seguirle el juego, aunque no pierda en ningún momento detalle de los que hace Brandon, situado en la orilla de la pista de baile.

Samantha (Hannah Ware), paradigma de la mujer perfecta, hermosa, radiante, triunfadora en el plano laboral, inaccesible para cualquier hombre mediocre y que será seducida por Brandon casi sin proponérselo, con la máxima economía de gestos y palabras y, en definitiva, en la utilización de cualquier recurso de seducción,

Una primera pista de lo que bulle en el interior de la mente de Brandon, de lo que opina respecto a las mujeres, cuales son sus anhelos y sus necesidades reales, nos llega antes, al final del lance del suburbano, pero que tal vez no la sepamos leer y la interpretemos erróneamente. Brandon persigue a la mujer rubia del gorrito de lana (Lucy Walters) tras bajar del tren. Después de acecharla furtivamente dentro el vagón desde una prudente distancia, sigue su rastro, cual cazador en el momento definitivo de cobrar la pieza, cuando ella echa a correr como un corzo entre la maleza. Le vemos acelerar el paso angustiado por la posibilidad de perderla entre el numeroso gentío, como al final sucede ante su desolación, y por un momento nos preguntamos cuando le vemos retornar al andén de la estación con un gesto corporal que denota abatimiento, que es lo que ansiaba obtener de ella en caso de haberla "capturado". La respuesta más obvia, si se apela a la etiqueta que ya hemos adjudicado a Brandon de adicto sexual, es que busca únicamente una posibilidad más de practicar sexo, esta vez real. Ya que el sugerido, virtual, entreverado de irrealidad, ya lo han tenido, y estamos por asegurar que plenamente satisfactorio, al menos para ella. Pero, ¿podría ser que Brandon hubiera atisbado en ella la posibilidad de algo mejor, mucho más valioso, más permanente que el sexo que se finiquita con el orgasmo, la colmación quizás de otro anhelo diferente?¿Por qué correr tras ésta mujer en concreto cuando tan fáciles de obtener le resultan todas, ya sea seduciéndolas con su personalidad magnética o con su dinero? Parece haber tenido que vencer una terrible inercia para convencerse a sí mismo de salir en su persecución. Cuando se sitúa tras de ella justo antes de abrirse las puertas del vagón su expresión es la de alguien que se asoma al vacío en un acantilado y se siente atraído por el impulso suicida de saltar a la nada. También hay un atisbo de miedo en los ojos de ella, un temor ambiguo que parece desmentir lo que acaba de experimentar: placer sin culpa. ¿Por qué huir de quien le acaba de proporcionar unos momentos tan intensos? Nos desconcierta su huida apresurada, la persecución en sí, en la que ambos, presa y predador -sean cuales sean los papeles que queramos asignarle a cada uno-, parecen en realidad preferir que no se produzca el encuentro definitivo.


La desconocida del metro (Lucy Walters) trata de mirar con el rabillo del ojo a Brandon para controlarlo cuando intuye que se ha situado tras de ella. Hay una intensa turbación en su mirada.

Quizá la mujer más determinante para poder hacer el retrato robot del subconsciente de Brandon es Marianne (Nicole Beharie), su compañera de trabajo. Al igual que a la desconocida del metro la acecha constantemente con la mirada desde el otro lado de la estancia en al que se encuentra, en este caso una oficina en vez de un vagón de metro. Toda su atención está fija en ella durante la jornada laboral. No sabemos si es su fuente de inspiración antes de ir a los aseos a aliviar la tensión sexual acumulada. Más bien parece haber una atracción real hacia ella, hacia su esencia. Parece saborear furtivamente sus gestos desde la emoción, no desde lujuria. Resulta toda una sorpresa, grata para más señas, verlos en un cita oficial, sentados en un restaurante cenando. Él llega tarde, la hace esperar, tal vez por no estar del todo convencido de lo que hace. Ella se lo pregunta incluso cuando él le confiesa que no cree en el matrimonio, siquiera en las parejas sentimentales. "¿Entonces por qué esta cita?", pregunta cargada de lógica. Brandon no sabe atinar con una respuesta apropiada, no porque no encuentre una medianamente creíble con la que salir del paso sino porque parece estar realmente sumido en un mar de confusión, aquel en el que le sumerge la visión de Marianne. Hay candor en ella, cierta vulnerabilidad. No le basta con tomarla, aunque la sepa totalmente entregada. No es su cuerpo lo que desea si no su compañía. Toda la cita se mueve en la ambigüedad, sin que Brandon parezca decidirse a proponerla nada concreto ni Marianne a dar su aquiescencia a un nuevo encuentro cuando se despiden. Y, sin embargo, se les ve a gusto uno en compañía del otro. Hay química entre los dos.

Será tras el breve episodio de negación de todo lo que es, cuando llene varias bolsas de basuras con el contenido de su vida: cantidades ingentes de vídeos y revistas porno, los guisos a medio consumir de su nevera -¿un guiño al estilo Saura?-, el PC portátil con el que se conecta con las profesionales del sexo, y depositarlo en la acera para que sean recogidas por los servicios municipales de limpieza, cuando se decida a obrar respecto a Marianne. La aborda en improviso en la oficina en un momento de descanso y, tras besarla con vehemencia, la toma de la mano y arrastra tras de sí a la calle. Ella se deja gobernar. Está totalmente entregada, como todas las demás. "Pero, ¿a dónde me llevas?", protesta, más divertida que molesta ante el repentino arrebato de Brandon. El destino es una habitación de hotel con vistas al puerto de Nueva York, donde ya hemos visto a Brandon ejerciendo de voyeur. Los ventanales sin cortinas son utilizados por los clientes de las habitaciones para practicar el sexo a la vista de los transeúntes ocasionales de los muelles. Todo voyeur precisa de un exhibicionista, son las dos caras de una misma moneda, y ya hemos visto a Brandon ejerciendo de mirón desde la explanada portuaria. Pero lo que empieza siendo un encuentro muy prometedor se tuerce en seguida. Brandon es incapaz de consumar con Marianne. Ha usado el sexo, aquello en lo que está más avezado, como trampolín para acceder hasta ella, pero en el momento de la verdad se repliega, retrocede como la ola tras batir en la playa. Es incapaz de mantener una relación con ella, tal vez porque cuando se involucran los sentimientos éstos anulan su deseo, o porque entra en juego la vergüenza a la que alude el título del film. Luego, tras marcharse ella, no tendrá problemas en cabalgar de forma bizarra a otra mujer, no sabemos si una amiga o una prostituta, frente a la ventana, gozando intensamente de ese instante de vacío perfecto. Tras el orgasmo se despedirán sin ninguna nostalgia, sin un reproche. Cada uno habrá obtenido lo que buscaba: ella sexo deshinbido, él una sustituta con la que diluir el recuerdo de Marianne en sudor corporal.


Marianne (Nicole Beharie). A pesar de resultar un pésimo acompañante -llega tarde a la cita y hace esperar a la chica, no sabe elegir los vinos, tiene una conversación pésima- es evidente una vez más la fascinación que provoca Brandon en el sexo opuesto, ahora en una cita romántica no en un mero encuentro galante.

Hasta aquí la trama en su primer nivel de lectura. Pero ya dijimos que la historia opera a dos niveles, con una segunda narración que a veces se nos relata fuera del encuadre, en una esquina del mismo o en segundo plano, como sucedía en la película de John Ford "Centauros del desierto". En ella, otro personaje protagonista, enormemente propicio para el reproche, como lo es Brandon, deja entrever con pistas diseminadas a  lo largo de la historia unas posibles razones para justificar su criticable comportamiento. Si el racismo y la rabia mal contenida impregnaban todos los actos de Ethan (John Wayne) pero, poco a poco, íbamos descubriendo de forma inesperada la ternura en la raíz de las razones del personaje, también la ternura se abrirá paso si sabemos mirar a través de la actitud tan reprobable de Brandon. También el relato de Ford era completamente circular, con un desenlace final, un último plano de la película, que remitía a su comienzo. Todo el metraje del film no era sino un arco temporal que conducía de nuevo al comienzo, como si nada trascendente hubiera sucedido en él. Y si le veíamos cabalgar desde el horizonte hasta un primer plano en la secuencia inicial, en la última le veíamos renunciar a la compañía de sus semejantes para caminar hacia el horizonte más distante de todos, la soledad. Desde la nada hacia la nada, con un breve tiempo de estancia entre los vivos. De la soledad a la soledad, como en un perverso juego de la oca. El motor de Ethan, el motivo último de todos su actos, era Marta, la mujer de su hermano. Un amor prohibido según los estrictos códigos éticos imperantes, aunque, no obstante, probablemente consumado. Llegamos a sospecharlo en la actitud recelosa del marido, hostil para con su hermano, cuya llegada no le arranca ni una gota de alegría. En la forma en que Marta trata a su cuñado, a quien dedica toda su dulzura de mujer. Incluso que la chica raptada por los indios, su supuesta sobrina, tras cuyo rastro huidizo le veremos recorrer el mundo desesperado, de parte a parte durante años, es en realidad su hija carnal se llega a convertir en una hipótesis plausible tras varios visionados minuciosos de la película. Hay en Brandon el mismo tormento por la culpa que en Ethan. Si en "Centauros del desierto" hablamos de un posible adulterio, solo insinuado, sugerido con elegancia, nunca voceado, en "Shame" es la sombra del incesto la que planea sobre cada secuencia. La chica que llena de mensajes el contestador telefónico de Brandon, que identificamos con una antigua amante despechada, resulta ser su hermana Sissy, aunque tal vez una cosa no implique que no sea la otra. Un vez superado el tabú, todo es posible. Aunque todo queda en el terreno de lo equívoco, de lo ambiguo. Si McQueen no tiene problemas para transgredir las reglas no escritas del decoro en la narración del relato que discurre en la superficie: la terrible rutina del adicto al sexo, se muestra tremendamente pudoroso con el otro relato, el que discurre como una corriente subterránea bajo el otro y en cierta forma lo explica y lo sustenta: el amor entre hermanos.

Si la forma en que nos presenta a Sissy -en principio solo como una voz-, de una forma tramposa que nos induce a equivocarnos, a confundirla con una ex-pareja -es muy significativo que en uno de sus soliloquios telefónicos dictados al contestador, Sissy bromee para captar la atención de Brandon con que se está muriendo de cáncer de vulva. Ocurrencia que en su voz infantil suena provocadora, y que a su hermano tal vez le incite a masturbarse, que es lo que hace en el plano siguiente-, el error no se resuelve siquiera cuando hace acto de presencia. Al volver a casa, Brandon descubre que en su apartamento hay alguien. En el tocadiscos suena a todo volumen "I want Your Love" de Chic. Recorre con sigilo el apartamento, recoge un bate de beisbol que guarda en un armario, y cuando irrumpe en el cuarto de baño dispuesto a agredir al intruso, éste resulta ser Sissy, que ocupa despreocupadamante la ducha. Su primera reacción, tras los gritos se que dirigen el uno al otro, es arrojarla una toalla para que tape su desnudez que tanto le ofende. Luego a la mañana siguiente, durante el desayuno, ella se mostrara provocadora, vestirá ropas más que sugerentes, jugará a hacerse la mujer celosa cuando descubra un pendiente femenino sobre una mesa -de la prostituta de una de las secuencias de arranque de la película-. El perfecto equivoco no se resolverá  en realidad hasta que el propio Brandon sugiera a su jefe, David, ir a escuchar cantar a su hermana a un night club. Luego el que mostrará celos, en este caso reales, será él cuando vea como  "se enrollan" ante sus ojos. Esta mujer también es suya, aunque la codicie su jefe, aunque renuncie a ella al considerarlo fuera de cualquier lógica lo que constantemente le propone Sissy, que vivan juntos como una pareja de amantes, a veces con gestos descarados, otras con palabras y actitudes zalameras.

"I Want Your Love" - Chic
Es la canción que suena en el tocadiscos de su propio apartamento cuando Brandon irrumpe en él, estando Sissy dentro, en el baño

Pero no estamos ante una mera atracción prohibida, pecaminosa, lo que une a ambos personajes es aun más terrible, es amor verdadero. Muchas son las miguitas de pan que McQueen nos coloca ante los ojos para que sigamos el rastro hasta esta devastadora conclusión: 1) La canción de Chic elegida para darle la bienvenida en el primer encuentro parece ya en sí una declaración de amor. El pegadizo estribillo, que se repite hasta la saciedad, dice una y otra vez: "I want Yor Love, I need Your Love" en una letanía tierna y quejumbrosa por un amor imposible; 2) La primera noche vemos como Brandon espía las conversaciones telefónicas de su hermana. A través de la puerta de su dormitorio la escucha suplicar el perdón a una pareja reciente. Igual que él es adicto al sexo, a la parte más superficial de una relación, su hermana lo es a las falsas emociones, que fabrica de la nada y la intensifica artificialmente; 3) El la velada que comparten con su jefe, vemos a Brandon derramar lágrimas al escuchar a su hermana cantar "New York, New York" en una versión muy íntima, que él sabe interpretada sólo para él. Será el único momento en que le sorprendamos mostrando emociones claramente identificables, todo lo demás es confuso a interpretaciones. En esas lágrimas hay frustación, una honda tristeza y una insoslayable añoranza por alguien que en realidad está junto a él, al alcance de su mano, que podría ser suya con solo solicitarlo; 4) Luego, en el cierre de la velada, asistiremos a la turbación de Brandon al verles besarse en el taxi de vuelta, demorar su llegada al apartamento para no tener que asistir a lo que tanto teme: que se acuesten juntos. Su única escapatoria será salir a hacer footing por las calles de la la nocturna y semidesierta Nueva York, una secuencia que McQueen resuelve con un interminable travelling, con la cámara siguiendo en paralelo la carrera de Brandon por la acera, como si lo viéramos desde la ventanilla de un coche que circulara por la calzada que discurre junto a ella. Las imágenes sirven tanto para equilibrar emocionalmente al personaje como a nosotros mismos, los espectadores, para tomar aire para lo que se avecina, el tour de force final, la ronda nocturna de Brandon por lo más degradado de Nueva York, en ámbitos que están en consonancia con su estado de ánimo, absolutamente destruido, que le sirven de perfecto decorado a su interior, que es como un paisaje de tierra quemada causado por la guerra contra sus sentimientos. En su huida constante no quiere dejar nada a los dos implacables enemigos que le persiguen: la culpa y la vergüenza.


Sissy (Carey Mulligan) interpreta una versión muy íntima del "New York, New York", la canción que popularizada Frank Sinatra, casi musitando las palabras. Por momentos s diría que en la abarroto salón del restaurante solo estuvieran la interprete y el destinatario de la canción, que no es otro que Brandon. 

A medida que la película se va convirtiendo en recuerdo y madura en mi memoria es mayor la tentación de equiparla a una hipotética secuela, perversa y desesperanzada de "El guardián entre el centeno". "No somos malas personas, sólo venimos de un lugar malo", le dice Sissy a Brandon en el final de su mensaje de petición de auxilio, probablemente mientras se secciona las arterias de las muñecas. Ella asume sus impulsos, lo que lea sume en la tristeza es el rechazo de su hermano, al que trata de acercarse utilizando todas las artimañas que se le ocurren, la coquetería de mujer para tratar de hacerse deseable, la apelación a la ternura mostrándose todo lo niña que puede, su lado más cándido y desvalido. Pero una y otra vez es rechazada por Brandon, a veces incluso con excesiva vehemencia. "Me ahogas, me acorralas en un rincón", es su reproche durante una de las discusiones entre ellos de las que somos testigos. Ese trasunto del Holden Caulfield de la novela de Salinger, ya adulto, que sería Brandon, parece haber renegado de su sueño de dedicar su vida a proteger a los otros niños de los peligros que les acechan entre las espigas, al borde del abismo. Al contrario que Phoebe Caulfield, que ha tenido que madurar deprisa para poder hacerse cargo de a su hermano Holden, un inválido emocional, Sissy es una mujer madura pero con temperamento infantil que necesita e implora la protección de su hermano. En ambos casos, novela y película, apenas sabemos nada de ese lugar malo del que proceden y que podría explicar tantas cosas. En ambos relatos sobrevuela la duda, casi certeza en el film, de un posible incesto. Pero Brandon ha preferido sumirse en la droga adormecedora del sexo y olvidarse de todo lo demás. Ajeno a su deber filial, desatiende la llamada de auxilio de Sissy, que trata de suicidarse. Mientras Brandon se sumerge en una noche embrutecedora recorriendo los rincones más degradados de Nueva York, Sissy trata de vencer la soledad a la que le condena su hermano añadiendo dos tajos más a sus muñecas y antebrazos llenos de cicatrices. Visto en retrospectiva no hay sorpresa alguna. En una escena inicial Brandon le reprocha a Sissy que se acerque demasiado al borde del andén del metro, como si fuese un juego recurrente en ella. En una de las últimas un incidente en el suburbano, mientras regresa a casa tras toda una noche de parranda, le hace pensar por un momento de alarma que ha sido ella la causante de que se interrumpa la línea, que por fin a tomado la decisión de arrojarse a las vías al paso de un convoy. Se equivoca, pero por muy poco. Cuando regresa a su apartamento la encuentra tendida sobre los azulejos del cuarto de baño chapoteando en un gran charco de su propia sangre. Llega a tiempo, pero solo para volver a poner en suspenso la vida de ambos.

La verdadera razón del comportamiento de Brandon está en su amor por Sissy, amor que le llena de vergüenza. Su adicción al sexo no es un intento por llenar con algo, con lo que sea, satisfacción inmediata y placer efímero, el enorme vacío que siente en su interior. No, lo que busca con el sexo constante es agrandar ese hueco, lograr que ese vacío le colme por completo por dentro y poder sumergirse en esa nada que tanto le calma, en ese momento de total extrañamiento, como aquel en el que le sorprendimos en el primer plano de la película. Ojalá fuera de otra manera, pero la redención para fuera del alcance de Brandon. Tendría que aceptar ese amor que tanto le ofende, para el que Sissy si parece preparada. Hacer eso que tanto nos cuesta a todos, aceptarse y perdonarse a sí mismo. El desenlace, totalmente abierto, aunque con poco resquicio para que se cuele la esperanza, nos remite al comienzo. Brandon está otra vez camino del trabajo. Ha dejado a su hermana en el hospital, a salvo por ahora. En el vagón del tren al que sube vuelve a encontrarse con la mujer rubia. Pero ahora todo parce haber cambiado de forma sutil. La imagen de la mujer ya no es tan infantil como entonces -¿un eco del deseo por su hermana, con la que tuvo trato carnal cuando eran muy jóvenes y vivían en un ambiente hostil?-, parece haber madurado. Tampoco su actitud es la misma. Hay una clara incitación en sus gestos cuando se dirige esta vez a la puerta. Nos quedamos con la duda de saber si Brandon acepta el reto. Queremos pensar que no. Aunque sería mejor no apostar. Sin un atisbo de ternura en la aventura que se le propone, como sí la hubo en el anterior lance, en la relación frustrada con Marianne, en la relación imposible con Sissy, nos inclinamos a pensar que la propuesta ser de su agrado.








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