domingo, 10 de marzo de 2013

El Fútbol y sus aledaños (116) - Lo que arde


Lo que arde
(Artículo escrito con la colaboración de @DiosaMaracana)
(Artículo editado originalmente en el Blo: Soy Madridista)

Se le antojó a Antonio Pacheco, el suegro de Velázquez, escribir un libro con biografías de pintores españoles, al modo de las "Vidas" de Giorgio Vasari. Pacheco lo había aprendido todo, ahora era maestro de la generación siguiente, y quería dejar su opinión sobre la época que la había tocado vivir. En su casa, en su Sevilla natal, había creado un pequeño parnaso, un punto de encuentro de poetas y artistas, que era muy frecuentado por las celebridades afincadas o de paso en la ciudad. Acudían a las tertulias, charlas y encuentros que allí se producían escritores como Cervantes, Góngora o Quevedo, éste último cuando se descolgaba hacia el sur en el mapa. De este bagaje cultural, trasiego de genios, que es de suponer que dejaría poso en la casa, se benefició mucho su yerno. En su casa en Madrid, en el Alcázar, todos eran pintores: Su mujer Juana, la hija de Antonio, que a menudo era modelo en sus primeros cuadros, la vemos personificando a la Virgen en la adoración de los Reyes Magos del Prado, donde su suegro también es un personaje. Su hija Francisca y su yerno, Juan Martínez del Mazo, que tan bien imitaba su estilo, también eran pintores. Por serlo todos, también lo era su esclavo Juan Pareja, mitad negro mitad moro. Pero en la casa de su suegro todos los artes estaban invitados; más que taller de pintura, por el oficio del dueño de la casa, era academia.

Pensaba el pintor sevillano que tenía material suficiente para que su obra pudiera compararse y resultar digna ante la de su precedente italiano. Miguel Ángel, Da Vinci, Rafael, sobre ellos hablaba Vasari. Era mucho, un listón demasiado alto. ¿Había genio suficiente en Las Españas para justificar el libro? Tal vez sí. Antonio Pacheco quería empezar por el viejo maestro, allá en Toledo, Doménico Theotokópulos, conocido como El Greco. El anciano griego que, desde la pequeña pero vetusta ciudad, al sur de Madrid, se había hecho notar mucho durante su estancia en España. El gran rey Felipe II en persona, le había hecho llamar para que le ayudara a decorar su más magna obra, el Escorial. Le pidió un cuadro de gran formato para el altar mayor de la basílica y en esa tarea invirtió 4 años el cretense, aunque luego no acabara de convencer al monarca y se viera relegado a un altar lateral. El difunto rey gobernaba todo un mundo, esfuerzo titánico que excedía su capacidad -lo habría hecho con las de cualquiera-, mientras creaba otro al pie de la Sierra de Guadarrama. Su mundo interior, hecho a su imagen y semejanza, un universo diminuto, a escala, que pudo moldear a su antojo, frente al exterior, que no se dejaba tallar, influir en lo más mínimo sin oponer resistencia. El rey quería ordenar la realidad, hacerla dócil a la voluntad del Señor, y todos sus esfuerzos al final resultaron vanos, por más que la empresa fuera una gran aventura colectiva en la que toda una generación invirtió la totalidad de su empuje y su talento.

El encuentro en Toledo entre Pacheco y El Greco es narrado en el arranque de "Más perenne que el bronce", la biografía de Velázquez del húngaro Lázló Passuth. Solemne, como siempre en su escritura, narra el encuentro entre dos siglos, el fin del Renacimiento y el principio del Barroco. Dos siglos que se encontraron en Toledo porque, precisamente, El Greco constituía su bisagra de unión. El saber antiguo pudo plasmarse en la nueva forma de hacer porque El Greco rescató lo esencial de aquél. El cretense resultó ser un "bocas" al ser entrevistado, al estilo de los chulos madrileños de ahora, que mucho exageran y no queda claro para alguien no avisado, no acostumbrado a oírles, hasta qué punto se creen sus puntos de vista sobrealimentados hasta el extremo. Preguntado por el andaluz acerca de los frescos de la Capilla Sixtina, Doménico se atrevió a decir de Miguel Ángel, aquello tan célebre de que "Bounarroti no era mal tipo, un pobre hombre al que tener lástima más que nada, pero que no sabía pintar". También que él mismo podría haber pintado mucho mejor los frescos de los techos de la iglesia, y a plena satisfacción de las leyes del decoro. "Tanto desnudo distrae de lo que importa", opinaba el anciano maestro. "Y, además, resulta intolerable en una iglesia".

Como todos los genios, El Greco era libertario en la medida en que el mundo se oponía a sus ideas, a su modo de ver las cosas, a su temperamento; pero intransigente, tirano en potencia, en la medida que las ideas de los demás no concordaban con las suyas. Ejemplos de esta actitud hay muchos en la historia. Gentes que ven el mundo mejor que sus contemporáneos y sus predecesores, que luchan porque sean tenidos en cuenta sus mejores modos; mejores, y que una vez que los imponen por mera lógica, por la fuerza de la evidencia, luchan contra aquellos que le superan, que proponen procedimientos para aumentan la agudeza de la mirada del hombre. El propio Buonarroti era despiadado con sus colegas. Uno de ellos, poco dotado de talento, Pietro Torrigiano, logró pasar a la posteridad a pesar de ello por ser quien aplastara la nariz de Miguel Ángel, tras agotar éste su paciencia con las críticas e invectivas que hacía acerca de su trabajo. Desde entonces, Buonarroti, un apasionado de la belleza física, tuvo que asumir con tristeza su propia fealdad, al quedar desfigurado su rostro.

No le faltaba soberbia al Greco, y quizá hasta estaba justificada. Se le suele considerar el punto de arranque del Siglo de Oro Español en lo que a pintura se refiere, aunque hubiera otras causas anteriores y otros precedentes. Pero, a falta de un temperamento más dulce con que poder intimar con los naturales de la tierra en la que era forastero, no cabe duda de que fue quien mejor supo entender la esencia de lo español en su tiempo, tal vez en todas las eras. Si es verdad que el alma no se extingue, tampoco las colectivas. Tal vez hacía falta una mirada desde fuera y al mismo tiempo muy cercana -tan próxima que se hubiera quemado en la llama de la imagen ardiente-, de unos ojos que nos conocieran bien por habernos visto durante un tiempo demasiado prolongado, con nuestros defectos y nuestras virtudes.

Se dijo, recuerdo haberlo escuchado de niño, que las figuras humanas de El Greco, estilizadas, onduladas a veces, como recorridas por pulsos que avanzan a lo largo del tronco, se debían a un defecto en su vista, a un astigmatismo pronunciado. ¿Pero qué quería transmitir el pintor con este particular código de expresión visual? Hace tiempo que llegué a la conclusión de que esa forma de representar la realidad se asemeja a la visión de las cosas a través del fuego, de los vapores que de él emanan. Lo que queda detrás de la llama parece reverberar al hacerlo la atmósfera que lo rodea; y lo que arde, el propio fuego, tiende a ascender. Es una bellísima metáfora del alma que se consume en sus propias pasiones, místicas o carnales. Esos cuerpos, devorados por el fuego de la creencia, arden y tienden a ascender. España ardía en tiempos de El Greco. Los místicos y sus enseñanzas, la creencia en un destino nacional, la religiosidad extrema, las poderosas convicciones. Poner otra pica más en Flandes para preservar la fe verdadera, esa fue la principal preocupación de los monarcas de aquellos tiempos. Y los soldados no marchaban para ganar la paga, que era escasa y a menudo no llegaba. Lo hacían para preservar su honor. Por poner un ejemplo, el mismo Cervantes, que fue pobre hasta el extremo la mayor parte de su vida, tenía como mayor logro haber estado presente en Lepanto el día que se salvó Europa del peligro de la Media Luna. Enfermo el día de la batalla, aun con fiebre vistió su cota de malla y portó su arcabuz para participar en la refriega. Nada temía más un soldado, incluso un campesino, que ver en entredicho su honor.

¿Y pur qué hablo de El Greco? ¿Pur qué? ¿Qué tiene que ver con el fútbol? Es Mourinho la bisagra entre dos eras de este deporte, que se han apropiado del protagonismo en este último lustro. El estilo de su fútbol no es nuevo, quizá sí un perfeccionamiento de algo que ya estaba inventado. Tampoco lo es el estilo al que desplaza del liderazgo, por más que algunos escribas lo vendan como una nueva forma, como una nueva filosofía. Renacimiento de lo clásico como mucho. Aunque algún gañán catalán y campeón del mundo, que se tiene por hombre versado en todas las ciencias, como un Galileo Galilei del estadio, tras disertar sobre calidades de hierba reivindique el fútbol que practica como un hallazgo nuevo que hará entrar en los libros de historia al colectivo al que pertenece. La era de Mourinho, que hace bien poco se quería acabada, parece que vuelve a ser el futuro. Trae Mou lo mejor de la era que ahora releva. Educado en la Massia, es en el entorno de Madrid, en Valdebebas, esta vez al norte de la capital, donde plasma toda la genialidad de su arte.

El Greco tuvo su educación espiritual en Venecia, la ciudad que camina sobre las aguas, aunque madurase para la Pintura en el secarral de Toledo, por más que el Río Tajo se enrosque como una joya de plata en su cintura. Como el maestro de Candia, Mourinho es deslenguado, sus palabras le procuran muchos enemigos entre los mediocres. No tiene misericordia opinando con nadie, aunque respete las jerarquías ganadas. Es sir Ferguson el rey que le llama para que acuda a mejorar su legado, aunque siempre retorne a su Toledo en Valdebebas. Quienes están dispuestos a aprender de él quieren ser sus discípulos; aunque, como El Greco, su estilo es demasiado personal para que puedan serlo. De El Greco se dice, tal vez exagerando, que no tuvo maestros ni discípulos, que fue el sólo una época de la Pintura. Aprendió de la Escuela Veneciana el cómo, y de la mística hispánica el qué pintar. El Greco tuvo muchos obreros en su taller, pero capaces de imitar con cierta gracia su estilo sólo los más diestros. También Mou los tiene. Vilas-Boas quiso ser su réplica y fracasa tras suplirle allí donde él triunfara. Aunque su estilo sí está presente en quienes le admiran, su temperamento futbolístico al menos. Aunque quienes se encargan de opinar, torpes miopes ellos -no El Greco-, son capaces de alabar a su réplica colchonera, el Cholo Simeone, al mismo tiempo que lo crucifican a él en sus columnas en el párrafo siguiente.

Agradezco a @julio_scarlotti, @Ismarengue, @casas_1 y a la pequeña Sue, @SukaStereo, que me ayudaran a encontrar esta imagen, tan importante para que el artículo se entienda 

España arde y el combustible es el clima de fervor reinante, que acabará consumiéndola hasta dejar la tierra yerma, la hacienda gastada, la población diezmada. Y El Greco es testigo en primerísima fila del incendio. Conoce el fuego, puedo tocarlo, pero no se consume en él, como quienes le rodean, hombres cargados de convicciones y exigencias morales. ¡Qué gran ruina, pero qué gran aventura! Desde Cabo de Palos hasta la Conchinchina, pasando por Veracruz y el estrecho de Magallanes. Desde Finisterre hasta Amberes. Desde Valencia y Barcelona hasta San Juan de Acre. No habrá ruta que surquen las naves españolas, tierra que no hoyen sus ejércitos para transmitir la fe y su visión del mundo, ardorosa, excesiva, tendente a ascender hacia los cielos. El fuego vuelve a la materia liviana, igual que la fe. Ingrávido, sostenido en el aire, pinta El Greco a Jesús tras salir del sepulcro. Ha trascendido a la propia materia de su cuerpo; es sólo alma, que no pesa, que tiende sin esfuerzo hacia el reino de su Padre. Tras el paso del fuego quedan las cenizas, que el viento arrastra a su voluntad. En el monte son las pavesas las que extienden el desastre al bailar en el aire y superar los abismos que el hombre fabrica o se parapeta para detener o combatir el fuego: cortafuegos, carreteras, hondos barrancos surcados por ríos.

El primer incendio del madridismo en la era de Mourinho tuvo lugar en Mestalla. Cuando el ramaje estuvo suficientemente seco, tras ser batido por los vientos del barcelonismo durante más de una hora, prendió la llama, y ésta se propagó hasta la portería contraria. Como una pavesa voló Cristiano -así lo narré en su día en la crónica que escribiera de aquel pavoroso suceso que convirtiera en tierra quemada el pasado inmediato-, para propagar el incendio hasta las gradas. Un gol de cabeza en el que se diría que levitara. El jugador sólo era alma en ese momento y por eso pesaba tan poco, ascendía hacia el cielo como si fuera ingrávido. El madridismo es materia propicia para el fuego. Esperanza, sentimiento, fe inquebrantable a pesar de la tozudez del presente, que parece empeñado en negar todo lo que se le solicita. El madridismo es una nación de ascetas, de iluminados. Alma y no arquitectura. Fuego y no materia; lo que queda de ella, en todo caso, tras ser lamida por la llama de la creencia. Relámpago que genera la chispa cuando el fútbol vertiginoso, veloz, vertical, propicia el roce de los hechos con la atmósfera cargada de sentimiento. Ascendió Varane hacia los cielos en el Nou Camp, también con el alma como único lastre, como otra pavesa; y el territorio enemigo ardió hasta ser sólo cenizas. Bailaban las llamas en la banda, junto al terreno de juego. Fuego que abrazaba el fuego para fundirse en la misma alegría el central y su entrenador. Pavesa también Ramos. Relámpago, Modric, cuando las nubes parecían abrirse y no haber posibilidad ya de tormenta. El Greco lo hubiera pintado como a sus santos, con ojos enloquecidos en rostros que reverberan tras la llama. Estilizados, reclamados por las alturas. Porque somos los herederos de aquellos iluminados, que lucharon en todas las plazas, que conquistaron muchas fortalezas y unas cuantas perdieron.

La forma en que Evra mira elevarse a CR7, en el gol del empate en el Bernabéu, es prácticamente la misma con la que el centurión contempla la levitación de Cristo en La Resurrección de El Greco. Las posturas se relacionan. La de Evra sería el precedente a la del soldado romano. La sorpresa y el terror son los mismos. Sabemos que hay miedo en ambos sin ver la cara de ninguno de los dos por la postura del cuerpo, que cede ante el empuje de lo que acontece y se ve abatido como por un viento huracanado. Los brazos abiertos tratan de equilibrar el cuerpo, sometido a ese empuje. En la imagen del partido, con CR7 en pleno vuelo, Evra se inclina hacia atrás. En el cuadro, el Cristo ha quedado suspendido en el aire y el centurión se ha rendido a la fuerza que se le opone y ha caído al suelo. Cristo es sólo alma y por eso es liviano como una brizna de hierba. CR7 ha ardido completamente, de la materia ya solo queda una pavesa. El Greco pintó esa resurrección para el retablo que habría de adornar el altar mayor de una iglesia en Madrid, la del colegio del convento de la Encarnación, conocido también como colegio de Doña María de Aragón, su mecenas; Edificio religioso que ocupaba el solar en el que ahora se levanta el Palacio del Senado. Es una de las últimas grandes obras del pintor, se trata de obra de madurez. El mismo Ronaldo que fracasara con el Real Madrid de Pellegrini, que formara parte del equipo que encajara la dolorosa eliminación del torneo de Copa por mano del Alcorcón, pocos años después le vemos levitar por encima del bien y el mal. Después de la pasión que ha tenido que sufrir por los centuriones de la pluma, y que tal vez fue parte de su tristeza, de un tiempo acá es excomulgado. Y más tarde exonerado de toda culpa por los cardenales de la prensa, siendo subido a los altares por su eminencia Antonio Relaño: El Clavo Ardiendo es Cristiano Ronaldo, Cristiano: de Di Stéfano a Santillana, Cristiano como pirotecnia electoral, Cristiano dio un puñetazo en la mesa, Cristiano Ronaldo revolucionó el Clásico y Cristiano Ronaldo vuelve a Old Trafford. El cuadro de El Greco es una de las últimas grandes obras del pintor, se trata de una obra de madurez. Nos dice @soyvikinga en su bio: “La vida es un conjunto de casualidades”. ¿Estaremos, entonces, ante el florecimiento de la sensatez en los prelados deportivos de España?.

No nos equivoquemos El Real Madrid parece en trance de perecer. Algunos periodistas creen asistir al funeral del equipo cuando,  tras el empate con el Barcelona en las semifinales de Copa, ven al Manchester adelantarse en el marcador en el Bernabéu. Pero se produce el prodigio, la resurrección del sentimiento madridista. Evra asiste al milagro, que se produce ante él, y su cara de espanto parece adivinar lo que vendrá después: El Real Madrid le hace saber al Barça, por dos veces, que no lo puede tocarlo, por más que el equipo catalán quiera ser uno con el club blanco. Ese es su secreto más escondido. Noli me tangare. Y, al caer de la tarde en Manchester, el Madrid despliega durante media hora su mejor juego ante su afición desplazada a Inglaterra, tal como Cristo se apareció durante la cena a sus discípulos camino de Emaús. No sería de extrañar que algunos escépticos -Segurola, Relaño, Caridad, Brotons, Rivero-, ausentes en ese momento de felicidad, al menos en espíritu, exijan tocar las llagas del Madrid, algunas de ellas provocadas por los medios de comunicación que dirigen, para creer la buena nueva. Dirán como Tomás, el santo Apóstol: “Pues yo si no veo en sus manos la herida de sus llagas, no creo...”.

Pero aun queda temporada, queda mucho tiempo para que la verdad se aposente no sólo sobre los creyentes, sobre los discípulos, sino también para el resto de los mortales. Esperemos que Mou dibuje en las finales de Wembley y el Bernabéu un Pentecostés siguiendo las enseñanzas de El Greco.

Imagine Dragons - "It's time"
(Mientras escribía escuchaba esto. Dragones y fuego. Perece una música apropiada para el texto.
Es una canción que me ha descubierto @me_enervo)

Referencias

"Miradas al Greco" - Hugo Hiriart - Letras Libres - Noviembre de 2009

Ficha del Museo del Prado sobre el Retablo de Doña María de Aragón



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