martes, 25 de diciembre de 2012

El Fútbol y sus aledaños (61) - Intrusismo profesional


El quinto poder
Carlos Toro
Orbyt - Sala de Columnas - Madrid - 24/12/2012

Las redes sociales se han constituido en el quinto poder. O en el cuarto y medio. Hasta hace poco los periodistas éramos los únicos que hacíamos periodismo. Tradicional y, recientemente, informático. Hoy los usuarios de las redes compiten con nosotros en la emisión y análisis de noticias. Bueno, de esa amalgama de mentiras, rumores, insultos, descalificaciones, cotilleos y trivialidades que caracterizan a Twitter, Facebook y demás parientes cuando los utilizan aficionados.

Hordas de comunicadores espontáneos, becarios virtuales con ansias de un protagonismo pueril, saturan la red de opiniones sobre todo lo divino y lo humano. Las emiten desde el culto al subjetivismo, la afición al exabrupto, el desprecio a la reflexión y, en general, la violencia de género ejercida impunemente contra la ortografía y la sintaxis. Algunos informadores, heroicos defensores de la veracidad y la gramática, se resisten a hacerles caso, en la convicción de que existen formas más satisfactorias de perder el tiempo.

Pero siempre dispuestos a bendecir las novedades, y más si vienen investidas del juvenil prestigio de la juguetería tecnológica, los periodistas, especialmente los deportivos, nos hemos dejado llevar por el entusiasmo democratizador y retrocedemos gustosos ante el intrusismo on line. Deseosos de abandonar nuestro aristocrático aislamiento y unirnos a la revolución en marcha, abrimos al pueblo soberano la última frontera informativa y le reservamos espacios en los medios, fidelizándolo a través de la digitalidad triunfante e 'interactiva'. Estamos pasando de ser un puente entre el deporte y su consumidor a un vehículo de infiltración de forofos incendiarios.

Esos nuevos bárbaros que nos invaden y saquean, los tuiteros (o como se llamen), nos llevan ventaja. Los periodistas no nos inmiscuimos en sus profesiones. Pero ellos se entrometen en la nuestra, alterando sus rasgos y suplantándola. Y es que nosotros, ebrios de modernidad y ávidos de descubrimientos que nos potencien o rejuvenezcan, hemos franqueado las puertas de nuestras murallas a un indómito caballo de Troya. Preñado de enemigos, contribuirá a destruirnos.

Intrusismo profesional

Me llamó la atención ayer este artículo, que alguien colgó en Twitter. Y me la llamó porque me recordó a aquellas cantinelas de antaño, tan peligrosas y cargadas de veneno, que casi todos hemos usado alguna vez, para nuestra vergüenza, y que podrían resumirse en esa mítica frase de "Con Franco se vivía mejor". Para los nostálgicos del tardo-franquismo la clave de la frase estribaba en la protesta, implícita en las cinco palabras, del salvoconducto que se había otorgado a la gente que no era decente para que emergieran a la luz del sol. Gente sin educación ni modales, que podía campar a sus anchas para escándalo de las personas de bien, porque la libertad no es capaz de atar en corto a quien la abraza sin reservas. Nada más molesto que los otros. Nada más catastrófico que el prójimo asaltando los club privados, los corralitos de poder, sumándose con desvergüenza a las filas de los que cuentan y hay que escuchar con preferencia sobre el resto. Los libros de "Quien es quien" cuanto más flacos, por exigentes, más completos. Matrix ha tomado al mundo del periodismo por los tobillos, lo tiene colgando de los pies boca abajo y lo agita para sacarle la calderilla de los bolsillos. "Hasta hace poco éramos los periodistas los únicos que hacíamos periodismo", dice el señor Toro, y la frase parece coherente en su denuncia, cargarle de razones para su enfado, si no incluyera en la rápida definición que hace del oficio, poco meditada, me temo, la palabra "análisis". Siente nostalgia el señor Toro de aquellos lectores menos adultos, menos formados, al menos en apariencia, que callaban en las horas lectivas, que leían los artículos y no rechistaban. Todo lo más a través de la sección de "Cartas al director", tan proclive a la censura y tan conveniente para el lucimiento personal, al hacer uso del turno de réplica el interpelado. La última palabra del redactor, del periodista, y punto en boca el mundo entero, que es en esta bancada del hemiciclo donde mueren los turnos de palabra. Y podría estar de acuerdo si las cosas fueran como entonces, como el señor Toro las recuerda, si  no solo hubiera cambiado, para mal, la canalla que lee los periódicos, sino también quienes escriben en ellos y los editan.

Dice el señor Toro que el periodismo es el oficio de difundir y analizar noticias. Sobre la primera función que le asigna, decirle que no se puede ir en contra del progreso. Los medios de comunicación ya no tienen el monopolio de contar lo que pasa. Importa saber qué ha pasado y saberlo cuanto antes, y no sólo crecen de forma exponencial, a velocidades de vértigo, las posibles fuentes, sino también la rapidez en la difusión. Cualquiera puede ser el origen de la noticia si se encuentra en el lugar adecuado y está conectado a una red social para difundirla. Pero este es un debate que se me escapa. Entiendo que controlar las noticias se ha vuelto tarea casi imposible cuando no se controlan las fuentes, que la necesidad de dar la noticia con inmediatez obliga a asumir riesgos, que son inevitables los errores actuando de esta manera, que es posible que estuviéramos mejor informados si los profesionales de la información pudieran controlar mejor su ámbito. Pero lo que me llama la atención, ya lo he dicho antes, es la segunda labor que el señor Toro asigna al periodismo, la del análisis de la noticia. Y lo hace por muchos motivos. Siempre se ha dicho que la máxima aspiración de quienes editan los periódicos es dar a sus lectores los suficientes elementos de juicio para que ellos mismos formen su propia opinión sobre los hechos, sus causas y sus consecuencias. Pero la aparición de las redes sociales ha desmontado esta farsa. Al periodista le molesta no sólo que el lector discrepe, sino que exprese su opinión y que ésta le alcance en su torre de marfil, donde ha de escucharla con desagrada quiera o no quiera. Es fácil comprobarlo en Twitter, donde lo normal es que los periodistas sólo sigan a otros periodistas y, todo lo más, a aduladores especialmente certeros en el elogio. Además, ante la pérdida del monopolio en la difusión de la noticia los medios no han potenciado su capacidad de análisis, sino que la han mermado. Se contrata a opinólogos profesionales, pero utilizando como criterio de selección no sus conocimientos en muchos casos, siquiera su capacidad expresiva, de transmitir y convencer, sino por su pericia para engendrar ruido. Lo digo a menudo porque a si lo creo, por más duros que sean los comentarios que puedan leerse en Twitter, la máxima agresividad siempre procede de las cuentas de los periodistas. Piratas con patente de corso, con autorización para saquear nuestras costas, sembrar la duda y volver a puerto seguro una vez hecho el trabajo. Porque es tarea, oficio, y no pasión o entretenimiento, eso es cierto.

Dice el señor Toro que los tuiteros somos como hordas de bárbaros. La descripción que hace de nosotros no es nada favorecedora. Mejor no mirarnos en el espejo que sostiene ante nosotros este periodista. Dice, entre otras cosas, no ya que carezcamos de capacidad para razonar, sino que despreciamos su práctica. Somos irreflexivos, subjetivos y violentos. Violadores de la palabra, seríamos raperos si supiéramos expresarnos con adecuada ortografía y sintáxis. Da la sensación de que al señor Toro no le gusta la gente. La que no permanece callada mientras él habla, sobre todo. Mientras los últimos defensores de la verdad y la gramática, -perdón si he debido escribir ambos conceptos con mayúsculas, pero es que las que él propone desde su atalaya me parecen sumamente minúsculas-, presentan batalla a la oscuridad, a la sombra que la desinformación extiende sobre el planeta 2.0, ejércitos de trolls ensucian las antaño verdes campiñas del periodismo con sus tuits malolientes y nefandos. Cuando caiga el último de estos heroicos luchadores, que el señor Toro rescata de su lucha anónima  y esforzada para hacerles homenaje, cuando el más postrero de los EREs extinga la palabra en los labios del último de estos guerreros de la luz y las ideas, que quien sabe si será el caballero negro, sir Diego Torres, o el príncipe valiente Forjanes, el adalid de la sala de prensa, venido de las costas del norte, del septentrión, donde la nieve traza la raya del mundo y las nieblas en el cerebro son perpetuas, cuando caiga el último, digo, alumbraran los tiempos una nueva era de miseria verbal y ordinariez en las formas. Potestad para ejercer la libertad de expresión en cada uno de nosotros y un monopolio de la información que nos calle a todos, por borricos y cansones, como dicen en Colombia. Quien posea los medios de comunicación será señor del mundo de las opiniones y a nadie deberá dar cuenta de sus mentiras. Como comprendo al señor Toro cuando expresa su cariño a este monopolio extraviado y lo llama "Mi tesssssoro".

Hordas de bárbaros nos llama y no le rebato. Ni puedo ni quiero. Bárbaros son para el imperio los que habitan más allá de sus dominios, donde no alcanza su ley. Bárbaros eran los persas para los griegos, a pesar de ser vasallos suyos. Lo eran también germanos, galos e hispanos para los romanos. Incluso los cartagineses, que eran civilización más antigua y menos dotada para la guerra. Bárbaros somos para ustedes porque no nos conocen, porque no nos controlan, porque no odedecemos a su ley de "calla mientras yo pontifico". Y me resulta paradójico que quienes viven de conocer y de entender lo que conocen, de sacar conclusiones de los datos, quieran desconocer por propia voluntad a quienes consideran sus enemigos. La diversidad se combate con las palabras, que reduce la carga, el volumen de la ignorancia de quien las pronuncia. Una etiqueta basta, en apariencia, para abarcar lo que no se alcanza ni aunque se abran todo lo posible los brazos. Se autoengaña quien piensa que bautizando lo que ve por primera vez y no comprende puede olvidarlo a sus espaldas. Bárbaros, Yihad, palabras que se usan como sinónimos elevando al cuadrado la cuantía de los errores. Reducir el punto de vista no lo simplifica, lo extravía. Pues bien, le diré si me permite, señor Toro, para su estricta información, volviéndome intruso en su oficio, que hay en las hordas de quienes enfrenta más verdad y emoción, porque no nos mueve el salario, más corazón y poesía, que en las legiones de fanáticos en las que usted se encuadra. Dese un paseo por el universo Matrix, lo que algunos llama 2.0, si se atreve, claro, y verá como no le miento. El oficio en el que usted denuncia intrusismo no es el del periodismo, ni siquiera en la forma en que lo define, sino en el de "tener razón siempre, porque yo lo digo y por que yo lo valgo". Un mundo en el que aprender cosas de los otros, incluso de los bárbaros, no es tan terrible como usted lo supone, yo vivo en él todos los día cuando me conecto a Twitter, y eso que mis fronteras son estrechas y no logre hacer con mi ley imperio alguno.

Pero le diré más. En las postrimerías del imperio más grande de todos, el de los romanos, los ejércitos que se enfrentaban por el dominio del mundo en litigio eran prácticamente indistinguibles, usaban las mismas tácticas, las mismas armas, los comandaban general intercambiables, estaban formados por las mismas personas, un crisol de razas de todas las partes del mundo consideradas en los mapas. Poco nos diferencia a los que formamos las hordas de bárbaros de quienes forman con usted la tropa de caballeros temerosos de Dios y de la sintáxis. Tras la primera gran invasión, la que sobrevino tras la derrota en Adrianópolis, las diferencias eran una cuestión de matices más que de conceptos importantes. Ni costumbres, ni creencias, ni en metas discrepaban los oponentes. Las tribus de godos regaron Europa y la inundaron de forma incontenible tras masacrar un ejército en el que posiblemente predominaban sus hermanos. Y su llegada no obedeció a la codicia sino al miedo. Bárbaros aun más salvajes que ellos los empujaban hacia sur y los obligaban a buscar nuevas tierras de las que alimentarse. Bárbaros venidos de la tundra, donde las posibilidades de alimentar caballos eran ilimitadas. Naciones que engendraban inmensos escuadrones de caballería, donde los jinetes prácticamente nacían sobre la montura, que asaltaban aldeas y poblados por sorpresa, sin dar tiempo a los ejércitos regulares a defenderlos. Y como el mundo es redondo le diré un secreto: Son ustedes los bárbaros de sus bárbaros. Son sus mentiras las que nos obligan a movilizarnos, a expresar nuestras opiniones para defendernos de ellas. "El que calla otorga" era ley inviolable cuando imperaba el silencio en sus lectores. Pero el progreso nos ha dado voz, y su hipocresía nos ha dado propósito. Más en el deporte que en ningún otro campo. Ustedes agreden y nosotros repelemos el ataque. Llámele usted barbarie a lo que sólo es defensa propia. Total, solo ha de rendir cuentas a su redactor jefe y a los periodistas compañeros de camada.

Ir contra la modernidad no es defensa de la pureza sino oscurantismo. La tecnología no rejuvenece, no es cosmética eficaz cuando la piel de un hombre está formada por palabras. Las palabras que el mismo escribe. No hay maquillaje para la mentira que detenga el avance del tiempo. Tarde o temprano todo se sabe. Y le doy un ejemplo para que me entienda. Tras el partido del sábado, en La Rosaleda, se habló de la enorme sorpresa de Florentino Pérez al saber de la suplencia de Iker. Y se difundió una foto en la que supuestamente una periodista mostraba en la pantalla de su móvil la alineación elegida por el señor Mourinho. A día de hoy todos sabemos la verdad, narrada por la propia periodista implicada, en esta tierra de zafios y de bárbaros. Estoy hablando de Twitter, por supuesto. Ella no había sido la informante sino la que había sido informada. El móvil que ambos miraban no era suyo sino del señor Pérez. ¿Intrusismo del señor presidente? La verdad la sabemos todos menos los periódicos, que, a día de hoy, aun se reiteran en la mentira. Ese caballo de Troya que usted teme que haya franqueado las murallas de su baluarte, lo que antes fuera un imperio, el territorio en el que ustedes dominan y en el que atan en corto a quienes discrepan, no está preñado de enemigos sino de verdades. Hace tiempo que lo dejaron entrar, y no fueron sus ansias de mejorar sino por todo lo contrario. Perdido el monopolio de las fuentes de información deberían haber potenciado su capacidad de análisis. Pero han llenado periódicos y cadenas radiofónicas de deslenguados y lenguaraces, gente que usa la palabra sin respetarla o como simple arma blanca para apuñalar con ella. Es convencer con la excelencia, desde el conocimiento del tema que se trata y la persuasión, lo que da la victoria en un debate. Pero ustedes solo agreden y desprecian a quienes desconocen. Son una hueste de ignorantes del fútbol, que ni saben del tema ni les importa. Mucho peor preparados, mucho peores redactores u oradores, se nos enfrentan todos los días para hacer el ridículo cuando se les reta. Ni héroes de la verdad ni de la gramática, ejército cada vez más penetrado por zoquetes reclutados tras cada ERE, que van reduciendo la calidad del periodismo español a ojos vista. Esos son los verdaderos intrusos, los violadores de la palabra. Mándenles a hacer instrucción antes de lanzarlos en contra nuestra. Oblíguenles a obtener el título de educación primaria antes de enviarlos a la guerra. No armen caballeros a tantos Forjanes y patanes. Es consejo de amigo. No lo desdeñe por no saber quien se lo ofrece.

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