sábado, 30 de julio de 2011

La lectura

La lectura

Llevo toda la vida escuchando hablar sobre las excelencias de la lectura y me gustaría decir algo respecto. Tampoco es que pretenda discutirlas. Bueno, en cierto modo y hasta cierto punto sí. Creo que lo que se defiende cuando se trata de elogiar los libros, su uso, no es tanto el acto de leer en sí como la adquisición de conocimientos que se supone que ello comporta. Cuanto más leemos más sabios somos, sería la expresión algebraica de la propuesta. Aunque no tengo claro que es lo que se aprende en una novela que no te enseñe la vida misma, directamente, sin intermediarios. ¿El punto de vista del narrador, su opinión sobre la trama y los personajes? Eso se podría averiguar conversando con él. Claro, el narrador puede ser alguien del siglo diecinueve, por que uno está leyendo una novela de Conrad, o estar fuera de nuestro alcance, porque prefiere navegar en velero a tratar con la gente. A ver quien se va de cañas con Martin Amis. Tal vez Pérez Reverte. Pero a nosotros, pobres mortales, nos pilla un poco lejos.

Hace tiempo leí un libro que trataba precisamente sobre el modo en que surgió este particular objeto de comunicación. En otros tiempos las relaciones humanas entre iguales, y hasta entre desiguales en algunos casos, se desarrollaban en la plaza pública, en el ágora griega, en el foro romano, o en la plaza mayor castellana. Lugares de encuentro donde se desarrollaba una parte esencial de la vida de los habitantes de la ciudad. Se negociaba y se conversaba, se intercambiaban noticias y opiniones. Se conspiraba o se decidía sobre los asuntos en los que se tenía cierta capacidad decisoria. Quien no se sabia manejar en estos ámbitos se extraviaba y aislaba del resto, carecía de información precisa para desenvolverse en su ámbito social. Este modo de entender las relaciones humanas era más propio de regiones mediterráneas donde el buen tiempo permitía que la vida se desarrollara íntegramente en la calle. Tratar a los demás era una fuente de conocimiento de aspectos prácticos inestimable.

Si no has sido un niño solitario en alguna etapa de tu vida no podrás entender la desventaja práctica que supone tener una difícil relación con la gente de tu entorno. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Podrás saber que el ciclo Carbono-Nitrógeno-Oxígeno, a la sazón el proceso más importante que ocurre en el Universo, pero no tendrás ni idea de si es preferible ir a renovarse el carnet de identidad a principios o mediados de semana, o cuales son las preguntas más habituales en los exámenes de esta o aquella asignatura. No digamos ya cuales son los gustos o manías de esa chica que tanto te gusta y que tanto te perturba cuando le ves colocar los mechones de pelo tras su diminuta oreja,  en un gesto tan casual y al tiempo tan premeditadamente femenino que parece desmentir que solo tenga once años. Hay datos que nacen de la experiencia ajena que la timidez aleja.

Nunca me faltaron amigos. Lo cierto es que la cercanía a las personas solía procurármelos. Acercarme a la gente, tenerla a tiro, era más azar que voluntad. Algunos he tenido cuyo entorno no entendía como se trataba con un tipo tan raro y escurridizo como yo. Nunca, salvo en un momento muy concreto, he tenido al grupo en contra, y aquella vez fue por mera diversión. Precisamente mis propios amigos. Porque para el resto yo apenas existía. Estaba a salvo de ellos. Pero la lejanía del grupo siempre me ha tenido sumido en una ignorancia peligrosa acerca de datos que no son sabiduría pero que eran imprescindibles para sobrevivir al día a día. Yo nunca sabía los temas descartados en los exámenes. Aprendí a relacionarme de forma superficial e interesada en la universidad. A tener proveedores de apuntes en los días en que faltaba a clase. Luego la mayoría acababan siendo amigos con todas las prestaciones habituales. Lo cierto es que desde la distancia, como parecía que era y lo que hacía no invitaba a acercarse a la gente. La mayoría ni se percatan de mi existencia. Glorioso aquel momento en que un antiguo compañero de clase, un repetidor que compartió el penúltimo año de instituto, vino a visitarnos ya en el último curso antes del preuniversitario y se acordaba del nombre de todos, hasta del camarero del bar donde merendábamos las porras ya endurecidas de la mañana mojadas en la caña, pero no recordaba el mío por más que estrujaba su memoria, tan fresca y empapada en apariencia. Lo estuvo intentando un buen rato y no logró sacar ni una gota de recuerdo. Le tuve que ayudar a salir del apuro. Jamás me sentí más ajeno al mundo, más desubicado en este escenario. Tuvo que ser un zorro muchos años después quien me diera mi sitio. No, no soy fan precisamente de El Principito.

Las soledades tienden a apoyarse las unas a las otras. Casi siempre en precario, como los doses y los treses haciendo de cimientos en un castillo de naipes. Y si hay una ecuación en la que el valor de las variables este clara es esta: los solitarios tienden a ser lectores empedernidos. Dale a alguien torpe en las relaciones sociales acceso a una buena biblioteca y le habrás dado una excusa perfecta para no necesitar superar sus carencias y hasta justificarlas. Y si le da por los libros lectivos hasta podrá ser un triunfador a la larga. La vida es una carrera de fondo, y quien persiste o se dosifica también tiene sus opciones. Creo que la relación entre lectura y marginalidad social es clara. No es una relación biunívoca, por supuesto. Ni todos los (auto)marginados desarrollan el gusto por la lectura, ni todos los lectores compulsivos son marginados sociales. Pero son términos que al analizar a alguien a menudo están incluidos a la vez en el informe final. Quien es popular a menudo descarta la satisfacción de leer un libro como modo de matar el tiempo. Quien no lo es a menudo utiliza esta vía como ruta de escape.

Hipólito Escolar Sobrino, el autor del libro al que antes hacía referencia ("Historia de 5 ciudades y un monasterio", Editorial Gredos), describía lo que podía ser llegar al ágora de Atenas en su momento de mayor esplendor. En una esquina podías ver a Pericles discutiendo con Fidias acerca del avance de las obras del Partenón. Quizás seguidos de cerca por Alcibiades, el protegido del estadista. En otra esquina casi seguro que podríamos ver al otro mentor de este último, Sócrates, departiendo con la gente, con Platón de oyente en el corrillo formado alrededor del padre de la Cultura Occidental. Cuanta sabiduría junta al alcance del oído, una sociedad además basada en la transmisión de las opiniones y sentimientos de forma oral y no por escrito. Si el día es bueno, si luce es sol, que es más apetecible, ¿leer un libro de Sócrates o ir a la plaza a escucharle? Ah, claro, Sócrates no dejó ni una sola línea escrita a su muerte. Todo lo que sabemos de él es por boca, de puño y letra más bien, de sus discípulos. Platón y Jenofonte sobre todo. Sócrates es el perfecto ejemplo de la habilidad social, capaz de seducir a cualquiera con su discurso, de hacerle creer que participaba en la tarea de redactarlo y declamarlo, de la búsqueda de las respuestas a los enigmas de los que discutían. Nunca necesitó escribir un solo libro para que se supiesen sus opiniones en toda la polis. Un día sus enemigos le hicieron matar, de forma legal por supuesto, aprovechándose del conocimiento exhaustivo que todos tenían de él. Contaminaba a los jóvenes con la práctica de la filosofía. Era un elemento pernicioso para ellos, que causaba su degeneración al hacerles creer que la verdad se podía alcanzar mediante la búsqueda personal, cuando de todos era sabido que la verdad dimanaba de los dioses, de lo trascendente, de lo que está más allá de nuestra capacidad intelectual. Sócrates sentía predilección por los jovencitos, pero eso no era problema entonces. Eran otros tiempos con otras costumbres. El amor puro era el que se existía entre los hombres. El que se sentía por las mujeres estaba contaminado por los apetitos carnales. ¿Y que más desprovisto de intención sexual podía haber que en la pasión por la belleza de un chico recién llegado a la pubertad? No podía haber afecto con mayor grado de pureza.

En Atenas lucía el sol a menudo, ¿pero que pasaba en el norte de Europa? Pues que quedarse en casa, sobre todo tras anochecer, era a lo que invitaba el clima. Menos vida en la calle supone menor vida social. Puedes invitar a cenar a quienes te agradan para relacionarte con ellos. Tal vez a los vecinos porque sino a lo mejor de otra forma no les ves la cara nunca. Quizás es por eso por lo que en las películas anglosajonas las cenas sociales son tan habituales. Otra forma de difundir la palabra es por escrito. Que ofrece indudables ventajas. El destinatario puede ser múltiple. Incluso un desconocido. Cualquier mediocre a través de la publicación de sus obras y su difusión puede aspirar a tener más público que el gran Sócrates. Además, el destinatario, conocido o anónimo, puede leer en el momento que lo desee o le convenga, cuando esté más preparado para entender lo que le dicen, ya sea por tener la calma que se precisa o por sentir más ganas de escuchar, de leer. Si a esto añadimos que el escritor también redacta cuando más le conviene o más inspirado se nota, cualquiera diría que hemos dado con la solución perfecta para transmitir sentimientos y opiniones. Pero nunca veremos la expresión de Sócrates mientras construye el silogismo. Tal vez en ella se hubiera apreciado una ironía, un descreimiento, que en la letra impresa no puede percibirse. Verba volant, scripta manent. La palabra vuela, la escritura permanece. Pero es fría como el hielo cuando la voz arde y demasiado precisa cuando la duda es parte de la génesis de lo que se dice. Ni a Sócrates ni a Dostoyevski. Ni siquiera a Pérez Reverte, podemos ir a escucharles. Aunque éste último frecuenta el ágora moderna, Twitter.

Y sin embargo, ¿qué no daríamos por tener algún libro de Sócrates? Un personaje histórico fundamental, del que algunos llegan a dudar de que existiera realmente, el que hay quien apunta como un mito surgido de la necesidad de crear arquetipos. Alguien cuya opiniones todos ponen en cuarentena, porque se asume que estas, dichas a través de sus discípulos, llevan una excesiva carga de idealización. Pero los libros también mienten. Las autobiografías a lo mejor más que ningunos otros. Leer es un placer y acompaña. Es una alternativa al mundo cuando afuera hace excesivo frío. En un vehículo de transmisión de sentimientos que permite aprovecharse de la calma que solo procura la soledad. Un libro son dos soledades que se apoyan la una a la otra, la de autor y la de su lector. Adoro los libros, pero a veces me resulta molesto escuchar alabanzas excesivas, escuchar desdeñar a quienes no lo usan, a quienes buscan otras alternativas de conocimiento. Creo que los anglosajones nos han impuesto su forma de ver el mundo, de organizarse dentro de él. Nos han hecho incluso renegar de nuestras propias costumbres. La cháchara de las tabernas y los mercados, de los puntos de la ciudad donde se reúne la gente. El mundo no lo manejan quienes más leen sino quienes mejor se desenvuelven en el ágora. Eso es lo que creo. Lo se, siempre el óptimo está en el término medio. Pero os revelaré un secreto: a la naturaleza no le gustan las medias tintas, las soluciones salomónicas. Si todo lo que vemos a nuestro alrededor está compuesto de materia es porque las Leyes de la Física le dieron preferencia sobre la antimateria. Si hubieran optado por el término medio el Universo sería un inmenso vacío en perpetua expansión.

1 comentario:

  1. dices que preferir los libros es un error, para mi el error es preferir a ciertas personas. Hablas del Agora y el foro Romano, donde los discursos de los grandes sabios de antaño se transmitían a viva voz. vale de acuerdo.. pero ¿ahora que tenemos? Sales a la calle y no encuentras más que superficialidad, conversaciones banales sobre programas de televisión chorra,...
    Hoy en día los niños no tiene imaginación para jugar. yo soy de la generación de las primeras consolas y pcs, pero también de los últimos juegos en la calle, de las barbies, de esa generación a la que los padres leían cuentos antes de dormir en lugar de dejarles ver Sin tetas no hay Paraíso... desvarío, si , lo se. Los niños no tiene imaginación porque no leen, porque tal como está hoy la vida tampoco pueden salir a jugar a la calle.
    Para mi, un libro te da un bagaje que no te lo da, hoy por hoy, nada o casi nada más.
    Si, a veces prefiero los libros a las personas, y no porque sea poco social, me gusta la gente y conversar, pero hay veces que la estupidez humana puede conmigo y prefiero mi ratito de soledad.

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