lunes, 11 de julio de 2011

Cine y TV (31) / Los juncos salvajes - Les roseaux sauvages - André Téchiné - 1994

Los juncos salvajes - Les roseaux sauvages - André Téchiné (1994)

La película es una ilustración de la fábula de La Fointaine "El junco y el roble", la comparación entre lo débil pero flexible y lo fuerte pero incapaz de doblegarse ante el viento sin partirse. Lo sabemos, los árboles no avisan de su caída, siempre ocurre por sorpresa, este o no alguien presente. Un día un viento quiebra su resistencia y el árbol cae a tierra con un estruendo, desdiciendo su apariencia de fortaleza inexpugnable. La espiga, sin embargo, se mece en el viento, se deja moldear por él, nada en su corriente, dobla el espinazo como si le hiciese una reverencia y después se yergue de nueva orgullosa en su insignificancia. Ambos soportan los mismos vientos, pero con distintas responsabilidades. El árbol construye el bosque y ayuda a sostener la comunidad. El junco solo es responsable de si mismo. Quizás a ello deba su superviviencia.

Los juncos salvajes narra los últimos días de instituto de 4 chicos franceses, todos ellos enfrentados a sucesos que los empujan hacia su futuro con fuerza, pero ante los que sabrán resistir sin partirse cuando otros personajes, adultos con responsabilidades, verán quebrarse sus voluntades. La historia es un largo parántesis entre dos momentos simétricos, dos momentos de intimidad entre dos de los protagonistas, Maïté (Élodie Bouchez), la única chica del cuarteto, y François (Gaël Morel). El segundo de esos encuentros con un testigo atónito. En el primero, que abre la película tras los títulos de crédito, se apreciará la complicidad entre ambos, que hablan de temas banales, sobre una película que acaban de ver en el cine, y sobre si hay posibilidades de esquivar la asistencia a una boda a la que han sido invitados. El segundo, que casi puede decirse que cierra el film, es una muestra desesperada por parte de Maïte de la necesidad afectiva que siente por François. Llorando, besándole en todas las partes de la cara, con frenesí, le dice llorosa lo mucho que le quiere, que lo necesita. Se ha sentido sola por un momento al no verle, extraviada, y le implora que no se vuelva a separarse nunca de ella. Un testigo, Serge (Stéphane Rideau), mira asombrado, tanto por lo exagerado de la explosión de pasión como por lo que parece desdecir. Por que él y nosotros hemos sido testigos a lo largo del metraje de hechos que nos confunden, que parecen tener significados que contradicen la pasión de Maïte.

Cada uno de los cuatro personajes adolescentes tiene su viento particular que sopla sobre el para intentar doblegarle. François se enfrenta a una revelación. Acaba de descubrir su orientación sexual, su atracción física por otros chicos. Quiere a Maïte, con ella se siente seguro. Le aporta todo aquello que no procura el sexo y el roce de los juncos dentro de la corriente de agua. Alguien a quien sincerarse, ante quien ser uno mismo, sin tapujos ni fingimientos. Una cómplice al fin y al cabo. Pero nunca han tenido sexo. Y por como lo cuenta la historia no es por una cuestión de falta de atracción física, sino por que no ha habido necesidad alguna por parte de ninguno de ellos. La necesidad de sexo se le ha despertado a François al ver a otros chicos. Se siente atraído tanto por Serge como por el cuarto protagonista de la película, Henri (Frédéric Gorny), un inadaptado, procedente de la Argelia francesa. François afronta su homosexualidad como un problema. Busca consejo en el zapatero del pueblo, del que alguien le ha dicho que es de su misma condición. La forma en que le plantea sus dudas, al segundo intento, ya que la primera vez que acude a la zapatería al final el pudor le vence, es realmente sorprendente. Ante tanta responsabilidad el zapatero se ve incapaz de darle ayuda, alude dar una respuesta. Es demasiado lo que le pide, una fórmula de vida para optar a la felicidad. En la mirada del zapatero, a través de las gafas de muchos aumentos, adivinamos un roble partido, alguien que no fue capaz de soportar la presión del viento. Pero François lo hará. Su desesperación y desamparo ante impulsos que no comprende, no le impedirán optar a la felicidad, al amor de Serge. Incluso tantear sus posibilidades con Henri.

Serge es en apariencia el más seguro de los cuatro adolescente. Siempre parece tener las cosas claras, por más que contradiga sus palabras con sus actos o cambie constantemente de opinión. Aunque rechaza de plano las tentativas de François la noche en que comparten cama, acaba practicando sexo con él. Es el paradigma de la heterosexualidad, por más que le veamos constantemente en calzoncillos, las más de las veces empapados por estar usándolos como bañador, pero padece de un exceso de energía sexual que le lleva a ceder ante los tímidos avances de François. Es más, ante la lentitud del otro en esclarecer sus deseos es él quien realmente toma la iniciativa. También le oiremos en un escena completamente decidido a casarse con la viuda de su hermano y poco después rechazar esta idea de plano. Siempre convencido, aunque siempre cambiante. Tal vez su capacidad de resistir al viento sea más por saber ofrecerle su perfil, como una veleta, que por ser un junco que baile a su son. El viento que intente abatirle a él será la muerte de su hermano en la guerra, la de Argelia, en un atentado terrorista, a manos de la OAS. Pero ya el mismo día del entierro sabremos de su fortaleza. Le veremos salir en mitad del sepelio del cementerio. François le pedirá a Maïte que le siga para consolarle. Y cuando ésta lo alcance sabremos que no es tanto dolor lo que siente como indignación por el sermón del cura. "Mi hermano no era un héroe, como todos me dicen, sino un cobarde", le dirá a Maïte. Sorprende ese juicio tan duro, esa claridad con que los cuatro parecen ver las cosas, como toman partido siempre sin albergar dudas. Maïte es comunista, como su madre. Henri de derechas, su enemigo natural. Sorprende porque se nos ha olvidado como éramos entonces. Madurar no te hace más sabio. Tal vez con suerte te ayude a desvelar algunas mentiras. Pero lo que hará sobre todo es aumentar las dudas, sobre el sentido de las cosas, sobre lo que es moral o justo, sobre si el amor reside en alguna parte.

Henri es un inadaptado. Inmigrante argelino, pero de origen francés. Es decir, un perdedor de aquella guerra, un apátrida. Reniega de todo. Su forma de rebeldía, de no acatar las normas que cree que lo oprimen, es abstenerse de participar en el juego de la vida. Con 21 años, tras repetir tres veces el último curso de instituto, se enfrenta a su última oportunidad de graduarse. Aptitudes no le faltan, Una de las primeras escenas nos lo deja claro. Todos los trabajos de la clase han sido mediocres, así se lo hace saber al alumnado la madre de Maïte, su profesora de literatura. Todos salvo dos. El de François, de cuya talento nadie duda, mucho menos él mismo, sus inseguridades residen en otra parte. El otro trabajo que sobresale es el de Henri. Notamos en como se enfrenta a su profesora que el logro apenas le importa. Fue más un alarde que un intento de asumir la carrera de merecimientos constante que supone un curso escolar.

La madre de Maïte será otro de esos robles que veamos quebrarse. No podrá asumir la muerte del hermano de Serge y se derrumbará ante la noticia. Tiene razones, aunque secretas. Pero también las tiene Serge, que es de su sangre, y le veremos salir prácticamente indemne del trance. El sustituto de la profesora, ingresada durante un tiempo en un sanatorio mental, hará reaccionar Henri, hacerle participar en esa carrera de la que antes hablaba. Pero en los días postreros del curso, en vísperas casi de los exámenes finales, lo abandonará todo al escuchar en la radio el derrumbe de la OAS. Será en su paseo nocturno maleta en mano, tras escapar en el internado donde reside, cuando le veamos asumir de verdad las reglas. Tendrá un encuentro con Maïte del que surgirá el amor ante la sorpresa de ambos.

Maïte es el personaje más enigmático para mi. Parece haber renunciado al amor. Su amistad-noviazgo con François parece el refugio para esquivarlo. Ni siquiera parecerá importarle la revelación de saber que su chico es homosexual. ese dato nada supone para ella, no cambia nada. Y en la escena final tendremos claro cuanto lo necesita, donde están sus necesidades primarias. Después de hacer el amor con Henrí, después de que este esté dispuesto a asumir la partida, llevarla consigo a Marsella, quedarse en el pueblo para que puedan estar juntos, ella renunciará a él en un gesto de madurez impostada. "Debes irte", le dice. "Solo quería darte fuerzas con esto, del mismo modo que tu me las has dado a mi". Se acaba de enamorar y ya renuncia al amor aunque se sepa correspondida. Renuncia a la ternura del monstruo, del marginado, que por serlo siempre tendrá menos entre quienes repartir su cariño. Porque los únicos gestos de ternura, casi diríamos de respeto, que veremos a Henri con otros personajes de la trama serán con Maïte, durante sus dos breves encuentros. Y sin embargo ella renuncia. Y para mi es un enigma. ¿Necesidad de tragedia en su vida? No me convence. ¿Saberse demasiado frágil ante el amor? Puede ser. Tal vez ella no sortee el viento sino que lo eluda evitando echar raíces en la tierra, evitando ocupar un lugar en el que sea vulnerable. Tras ver marchar a Henri camino de la estación correrá tras François para llenar con la compañía de su amigo esa soledad que le acaba de apresar el alma con su garra.

Los juncos salvajes es una película hermosa, llena de lírica, donde los sentimientos prevalecen sobre los sucesos, donde la palabra asume un rol protagonista. Quizá los diálogos sean algo ampulosos, en especial en un grupo de adolescentes, pero siempre serán interesantes, sugerentes, a menudo sorprendentes e, incluso, emocionantes. Desde el punto de vista visual sobresale ese breve apunte del viaje en moto de Serge con François agarrado a él. Su cara de felicidad mientras sitúa su cara en la espalda del hombre que ama es casi una postal para celebrar el aniversario de cualquier pareja aun enamorada, una declaración de amor, uno de esos instantes del cine que perduran en la memoria. Y las escenas de baño en el río, hermosas e intimistas a pesar de desarrollarse en exteriores. Serge juega con François a los forcejeos y las peleas en broma como si fuera una pareja de amantes adolescentes. Pero el estruendo de la corriente acalla nuestras dudas. Nada es definitivo, nada puede afirmarse de forma categórica. Los juncos ceden, no se parten. Será lo que debamos hacer nosotros para que las dos intensas horas de película no nos abatan con su carga escondida de melancolía.

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