sábado, 4 de diciembre de 2010

Una pasión en el umbral de Júpiter

Que tipo tan entrañable este José Ignacio. Siempre empezaba sus cartas con la frase “Hola, Luis Felipe, una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro”. Lo conocí en la Escuela de Montes. Gran conversador, gran persona. Lo más cercano a una persona bondadosa de la que tengo noticia. Le escribía este tipo de cartas-cuento llenas de guiños y frases cómplices.

Una pasión en el umbral de Júpiter
(O la pasión por el comentario entre paréntesis)

Estimado José Ignacio. Olvidado, sólo en apariencia –y las apariencias engañan con suma facilidad- José Ignacio. Una estrella colapsa en la hora de nuestro encuentro.

Hago un hueco para ti en mi apretada agenda de citas y actividades preprogramadas. Apenas una línea y media en esta pequeña libretilla de espiral que es la vida. Un minúsculo paréntesis ubicado en el abismo que media entre la lánguida mirada del crepúsculo y la melancólica inocencia del primer suelo, para poder enviarte unos cuantos miles de bits de información codificada.

Todo está tranquilo aquí, en Júpiter Tres (1). Bajo el mismo arco de sus tenues anillos de imposible arquitectura, ante la endeble estructura de un firmamento que se desmenuza ante los ojos en innumerables migajas de extintos planetas, inmersos en el aliento del planeta que casi fue estrella. El umbral de la muerte que conduce a los infiernos, como lo describiera en melodramáticos términos un ahora olvidado poeta.

La hermosa y romántica vista del planeta madre, una minúscula ardentía de rojizos y apagados matices, apenas un pellizco de luz perezosa que en realidad abrasa más en la memoria que en la tez morena del colosal planeta, me han proporcionado los instantes precisos ante esta terminal del ordenador central de la estación, en cuya consola tecleo frenéticamente en estos momentos utilizando solo los dos dedos índices y los dedos corazones –los dedos justos para poder tamborilear “Moon River” a dos niveles de ritmo-, con que poder rematar esta carta que hace tiempo se me resiste. Es un puesto que una compañera acaba de dejar vacante de forma apresurada, como tantos otros lo están haciendo ahora con los suyos en sus lugares habituales de trabajo, para poder conseguir una primera línea de fuego en el telescopio de ocho metros que corona la cúpula del observatorio astronómico de banda óptica. Una butaca de entresuelo, centrada y los más próxima posible a la pantalla, desde la que poder contemplar y poder aterrorizarse con la delirante y aterradora puesta de Tierra. Jonás engullido y extraviado en el vientre de la ballena. Aunque, ¡gracias a Dios!, no serán tres días los que la base Tierra tenga que guardar forzoso silencio con nosotros. Ansiamos poder seguir oyendo sus prédicas.

Es preocupante. Y, a decir verdad, estoy hondamente preocupado por ello. Me preocupa el momento del retorno de mi querida y admirada colega, la doctora Polina Kalinina Ivanovna –coronada en la catedral de San Pedro y San Pablo y en solemne ceremonia como zarina de todas la Rusias planetarias-, cuando venga a reclamar su usurpado trono informático.

Como podría describírtela, como acercarse a su cálida presencia para que madure también en tus ojos el fruto del asombro, pero sin que llegue a abrasarse la luz. Como hacerte copartícipe de su secreto sin que el hechizo de su poder conjure también tus fuerzas. Como hablarte de ella si desconozco el lenguaje de las flores. Como partir su imagen para entregarte cada uno de sus valiosos pedazos si por naturaleza es indivisible la luz y son las estrellas islas solitarias en el infinito del Cosmos. Archipiélagos de luz como sus cabellos dorados.

Es más mineral que sustancia, como una astilla de diamante en la macla del corazón –blenda acaramelada en su boca y serpentina en la beta de su mirada-, más arbusto que siembra, con la belleza prolija de la mala hierba –amapola los pétalos de su rostro, como un año de mala cosecha, brezo en su aroma y su aliento-, más credo que certeza, más plegaría que ruego. Como un acertijo que te plantea la vida mientras aguarda sentada sobre la arena que asombra la silueta de la esfinge dormida que guarda silencio. La vida, la muerte, el transcurso de la línea que une llegada y salida, arriba y abajo, el centro del círculo, por que es la misma llave la que abre todas las cerraduras. Los mismos significados que se repiten una y otra vez, mezclados, imbricados como un gigantesco crucigrama –quizás es por eso me gustan tanto sus rodillas, por que ya sea en las horizontales o en las verticales son las únicas letras comunes a todas las palabras de su cuerpo-. Con su flequillo brumoso y despeinado adrede, siguiendo pautas que ella solo entiende –esas son cosas importantes que nunca se debe dejar que las decida el azar-, solidarizado en brumosos mechones de tejido deshilachado, ondeando al viento hechos jirones, como los estandartes capturados al infiel sobre las murallas que cierran San Juan de Acre –con esta arenga pretendo enardecer los decaídos ánimos de la abatida tropa, esto es, pretendo espolearme a mi mismo en los flancos, que es donde más duelen las espuelas de la desdicha (2)-, con su falda plisada de crujiente franela negra, algo demasiado corta para mi gusto, exagerando acaso la accesibilidad de sus ovaladas rodillas –llega cualquier memo y se cree que le han tocado en una rifa, y las pronuncia sin haber leído siquiera las definiciones-, y su blusita estampada de hilo con puños de vuelta y cuello orlado con blonda –una auténtica borrachera de diminutivos toda ella, como estás pudiendo comprobar-. Creo que en la que hoy viste, si mal no recuerdo, pueden verse conejitos y zanahorias por doquiera que uno gratifique la mirada, garabateados con un hilo de un rosa primoroso y con una primorosa caligrafía, aunque no tanto como sus abigarradas y coralinas mejillas. Doce jugosas zanahorias solo para veintiún conejitos de hociquillos húmedos. Creo que van a pasar un hambre atroz. Aunque tal vez me equivoque en los números, por que solo he repasado las cuentas unas cuarenta o cincuenta veces y, además, lo ha hecho a pelo, a la cuenta de la vieja, para poder tener los dedos quietecitos y entretenido en algo.

Pensarás que exagero cuando digo que temo al momento de su regreso, que no hay para tanto. Pero lo cierto es que no se si podré sobrevivir a ese momento en que se acercará a mi, con su andar errático y turbulento, rítmico pero al mismo tiempo impredecible, sabiamente improvisado en cada movimiento, en cada compás y en cada nota, denso, áspero y melodioso, como una pieza de jazz interpretada por un solo de saxo, codicioso de la sal que orea a la orilla de mi alma desecada donde el agua se retiró por última vez en el albor de los tiempos, mentiroso como un acorde violín madurado sin savia, una vibración sonora que se espesa en el aire hasta adquirir femenina sustancia, atisbándose en su rostro esa expresión desmayada y desvalida que con tanta solicitud procuran sus hechiceros ojos –escarbados en las más ricas canteras de magnetita olivácea y negra-, y que con tanta mesura subrayan sus cejas voladizas –huidizas, serosas, suaves, esquivas: lo has adivinado, son un número capicúa de cuatro cifras-, y que a menudo son preludio de hechos que estremecen –las extinciones en masa en eras geológicas remotas, como en la que en el alto Cretácico perecieron los grandes saurios, la génesis de una nebulosa planetaria en el ámbito de Orión o la cólera de una estrella que agoniza en el corazón del Cisne, la aurora boreal alumbrando los cielos en el techo del mundo, un imperceptible estremecimiento en el eje de giro del Cosmos y que radica en su nuca- tal como los cirros a menudo son preludio de la lluvia.

Por que, cuando vuelva y me sorprenda ocupando su lugar y luego se entere que he borrado por descuido -¡lo juro!, si es que aun queda alguien que le de valor a esa palabra (3)- las cifras y cálculos que en crípticos caracteres cirílicos abarrotan la pantalla del terminal, no creo que su ira se sacie, siquiera se aplaque, con un poco de coba, aunque sea por escrito, como la de la presente carta mediante impresora y a doble espacio, con el texto bien encuadrado y croquis adjunto de las zonas más escabrosas de mi enfebrecida alma. Está más que acostumbrada a los piropos; aprendió a sonrojarse con la debida coquetería antes de andar sin ayuda de mamá, calculando con precisión la tonalidad precisa en la escala de Munsell que se ajusta en cada caso a cada embarazoso momento supuesto; así, como quien aprende a combinar colores con faldas y blusas, de bolsos y de zapatos, como quien sabe que vino corresponde a cada plato, el blanco con la sopa, el tinto con la carne –no dos bocados le duro a poca hambre de perdición que me traiga-.

Probablemente volverá a retirarme su picuda palabra, con ese timbre en la voz con el que parece quererse poner de puntillas cada vez que conversa conmigo, como un muñequito de felpa con lengua de guata –deberías oír como cecea hasta las afirmaciones más rotundas; lengüetea cada frase pronunciada como si se estuviera masticando a si misma-. Se negará a hablarme, me ninguneará como si fuese un ejemplar de insectario inmerso en su charquito de alcohol diluido y envasado –siempre que se enfada conmigo desciendo algunas hileras de ladrillos en la pirámide de la escala evolutiva y, a veces, ni siquiera merezco permanecer en el Reino Animal y se me destierra a los arrabales más periféricos de la química inorgánica- y calcará en mi piel su desprecio con el papel carbón de su mirada. Como ya hizo aquella vez cuando, tras una turbia madrugada de frenesí y cerveza, saqueamos la destilería secreta de vodka que tiene instalada en una de las alacenas de su laboratorio (4), sus compañeros del desacelerador sincrotrónico de leptones rápidos y los míos del telecopio de bosones gravitacionales, amas alas de ataque comandadas por mí –como soy español me suponen algún antepasado en la guerrilla de Viriato- y luego intentamos echar abajo la puerta de su camareta privada, en mitad del periodo oficial de sueño de la base, utilizando nuestros cuerpos como improvisado ariete y metralla de mortero –no se si incluir la muele que me astillé en una embestida mal calculada en mi columna de gastos o en la suya de ingresos. Eran grandes las ganas que sentíamos de entrar. Entre todos facturábamos al menos dos toneladas y media de ganas imperiosas por minuto, y eso calculando por lo bajo. Tanto es así que ni siquiera hizo falta que les hablase a mis tropas de las cruzadas, ni de la ofensa del turco. Siquiera se hizo necesario que les redactase y declamase una filípica rimada sobre el arte de la guerra en los tiempos de Anibal Barca; ardía en todos los corazones la brasa de la fe absoluta en el hallazgo final del Santo Graal –Polinina Kalinina Ivanovih - tras aquellos muros fortificados. Y todo por que el doctor Nkunsen, uno de los puntales de mi equipo de trabajo, un vikingo pelirrojo al que el test Smith-Frenton atribuye un cociente de inteligencia de 182,5, pero al que yo atribuyo el sentido común de un haba precocinada, décima arriba, décima abajo, en pleno delirio etílico se obstinaba en afirmar que las constelaciones de pecas –comestibles no solo para corazones omnívoros, altamente calóricas y por ello rotundamente prohibitivas, aun en las dosis más pequeñas, en cualquier régimen sentimental que pretenda hacer desaparecer las grasas y los disgustos- que orlan su nariz de bestezuela australiana asomando su cabecita orejuda de desde dentro del marsupio de mamá koala –he estado rumiando la frase durante un tiempo largo tiempo hasta que el pie e la foto de un archivo del fondo literario informático sobre fauna terrestre me ha inspirado la frase exacta- son capaces de lucir en la más absoluta oscuridad, «igual que si se tratasen de las cenizas radioactivas tras un choque frontal de partículas en un colisionador de protones, o las cenizas habidas de una violenta erupción volcánica, o el polen derramado de una caléndula marciana». Estos últimos fueron los términos de Nkunsen escogió para su discurso a los ciudadanos de Roma –si es que uno puede aspirar a ser considerado como un ciudadano si participa en una sangrienta cacería de alcohol y ya puede vanagloriarse de haber cobrado la enésima copa- cuando se subió sobre la mesa que improvisaba un estrado en el foro público de los lavabos comunales del corredor quinto. Luego hablé yo y enardecí tanto los ánimos que el populacho comenzó a reclamar la sangre derramada de Marco Bruto. Debí equivocar alguna frase que otra por que yo pretendía glosar sobre el compendio de virtudes que adornan a Polinina. Pero yo creo que en el fondo me entendieron, por que a falta de sangre se contentaron con pecas. Estaba tan borracho que habría jurado que era Shakespeare quien tomaba notas al pie de la escalinata del senado –espero que su “Romeo y Julieta” y no para su Julio César, como me temo- encaramado en el lavabote microgravedad. Eso ocurrió hace más de tres meses y:

A) El rumor sigue sin haberse confirmado –me refiero al asunto de las pecas, por supuesto.

B) Tampoco ha habido desmentido alguno por ninguna de las partes implicadas.

Y C) Aún n o se pueden hacer bromas al respecto sin que alguno de los dos nos pongamos de morros.

Así están las cosas, llueve sobre mojado.

Y se me negará de nuevo el poder disfrutar con esas brevísimas partidas de ajedrez en las que se me despacha en menos de quince movimientos y se machaca mi varonil orgullo –si estamos de acuerdo en una niña destroza juguetes yo debo ser su última sorpresa de cumpleaños-, y se me devolverá con la más esterilizada y aséptica de las miradas todas viejas novelas de Arthur Clarke -¡en soporte papel!; ya solo por eso deben valer una fortuna- que a lo largo de nuestra agitada amistad –agítese antes de usar, como sabiamente advierten las instrucciones del producto- le he ido obsequiando en fechas psicológicas, con el más adorable mohín del que sean capaces sus labios gorditos –es que me comen mucho; no he podido soportar la tentación de decirlo, aunque fuera entre paréntesis; a veces pensar en ella me vuelve perverso-, el que mejor le convine con las sombra de ojos del momento o con el esmalte de uñas de tigresa ahíta de carne humana, comentándoseme, así, como de pasada, con una amistosa sonrisa –pura bisutería, pero digna de los expositores de Tiffany’s- brotando helada en su boca tal como prende la flor del almendro arropada por la sábana del último frío, que no han sido leídas aún o, peor que eso, -se muy bien de lo que es capaz, me lo se de memoria como si me la hubiese inventado-, que han tenido que ser abandonadas a media lectura debido al profundo tedio que le provocaba la falta de consistencia en la trama. Se las da de erudita y solo por que es capaz e leer a Tagore, Proust o Hegel -¡lo entiende!, ¡y hasta le rebate los argumentos! ¿Te das cuenta de lo insufrible que puede llegar a ser a veces?- en sus respectivas lenguas vernáculas. También se me prohibirá terminantemente su acceso al tocador y me será requisado el cepillo con mango de marfil de narval, reliquia que un día perteneciera a un humilde antepasado mío, arponero en un ballenero con puerto en un minúsculo pueblecito de pescadores a orillas del Báltico –esa es la versión oficial y te prohíbo que me la desmientas. Por que lo que tu sabes por que me lo has oído mencionar infinidad de veces, y mientras yo no te de la contraorden, si es que en alguna ocasión futura se te indaga sobre el particular, las ramillas adventicias de árbol genealógico que trepan hacia lo alto por mi línea materna, todo lo delgadas que le quieras decir para ir adelantando, si ese es tu deseo, la penitencia de esta pequeñita mentirijillas de nada que te pido que digas, son tan rusas como el caviar de Beluga, el General Invierno, o la taiga- que le regalase en su décimo tercer cumpleaños –para obtener la cifra exacta añadir a esa cantidad el montante correspondiente al IVA- y con el que todas las noches me aplicó a desenredar su larguísima y regia melena , durante ese purificador cuarto de hora que tanto la señora Dambers como el mismísimo Ptolomeo defienden como lapso de tiempo mínimo necesario para que se obre el milagro alquímico del oro brotando en el alambique rizado de su ondulada cabellera.

Espera un momento, deja que recobre el pulso. He sentido la uña de un escalofrío recorriéndome el cordón del espinazo. En el ardor de la palabra por un momento creí que era ella que retornaba antes de tiempo. ¿Dónde me quedé? Ah, si, ya recuerdo: entre un lamento y otro.

Ni siquiera podré volver a inmiscuirme en la confección de sus joviales trenzas de fin de semana –es un tema en el que tarde o temprano todos los hombres que habitan la base quieren meter baza-, ni se me dará permiso para volver a desanudar juguetonamente las cintas coloradas o azules con que se adorna el pelo o los cordones con agujetas -¿"agucejas" talvez?- malvas con sus zapatillas de paseo, ni podré dejar la impronta de mis zapatos en la blanca lona de su calzado, como hago siempre concentrarme para madurar una idea o tomar una decisión importante, o cuando simplemente siento la imperiosa necesidad de volver a declararle mi amor, que son las más de las veces, y preciso llamar su atención sin tener que tartamudear su nombre. A menudo realizamos la representación con público y todo. Es uno de los momentos fuertes de la temporada teatral de la colonia científica. No en balde mi actitud suplicante, rodilla en tierra, mano derecha al corazón y mano izquierda tomando imaginariamente la suya, va impresa a cuatro colores en la portadilla de los programas de mano de todas las funciones que organiza el círculo jupiterino de bellas artes y fue adoptada por sufragio universal por todos los miembros de la hinchada como motivo central para el escudo del equipo local de balón ingrávido –es broma, la propuesta de Nkunsen no llegó a prosperar, aunque por un escaso margen de votos-. Pero lo más devastador de todo, si aun cabe mayor desgracia en mi vida, es que se negará en redondo a plancharme las camisas que me pongo siempre que la invito a pasar una tarde en el holocine –sí, sí, ríete, pero no sabes lo complicado que es planchar la ropa a un séptimo escaso de G, y te aseguro que la falta de gravedad realza y empeora la arruga.

Pero no debes preocuparte, la cosa no es tan grave después de todo, estoy más que acostumbrado a la situación. No será la primera vez que lleguemos a las manos –en sentido figurado se entiende, no le aguantaría ni medio asalto: sabe realmente donde hacerme cosquillas-, o que tenga que solicitar una tregua de alto el fuego tras alguna sangrienta escaramuza fronteriza. La solución no es tan difícil, aunque lleve su tiempo ponerla en práctica, la tengo patentada hace mucho. Basta con que simule estar interesado en concertar contactos diplomáticos al más alto nivel con su mortal enemiga, la Betty-Boop del departamento de contabilidad y análisis de datos. Gracias a Dios Polinina ignora que Paula no se trata conmigo ni a través de su abogado –ponerme una denuncia sería lo mismo que aceptar mi existencia y me temo que aun tiene pocas evidencias acerca de ella, a pesar de mis fluorescentes rastros de baba- y que la mera visión de mi nómina es causa suficiente para que se altere el orden lógico de sus facciones –un orden bastante razonable y atinado, por cierto-. O también podría fingir un repentino interés, digamos de tipo comercial para no entrar en honduras mayores, en las ricas comarcas hortícolas que se extienden por el pabellón de mujeres solteras del Bulevar Tycho Brahe y lograré, como siempre, que se rebajen las leoninas condiciones impuestas en un armisticio que, dicho sea de paso, habré pactado demasiado aprisa por temor a ver mi salud en entredicho –no es que sea una mujer violenta, es simplemente que ella es el único bálsamo capaz de contrarrestar el veneno que diariamente me inocula la vida-, y que antes te he esbozado como suele ser en líneas generales. Creo que hasta llegará el día en que pueda disfrutar con estos pequeños conflictos de índole doméstica, siempre y cuando no se alarguen en exceso. Animan aún más el cotarro, por así decirlo, casi tanto como una conflagración mundial, una hambruna en el tercer mundo o un tifón en un atolón cualquiera al sur del pacífico, y ayudan a alterar, a veces con sustanciales mejoras territoriales por mi parte, las poco claras fronteras que separan nuestras voluntades y que delimitan, y limitan, nuestras a menudo ambiguas intenciones. Bueno, las mías son tan diáfanas como el cristal de roca o el espato de Islandia –con algo de refracción, lo reconozco- y hasta una rodaja de besugo al horno podría adivinarlas. Diáfanas pero honradas, ¡qué canastos!, no vayas a pensar otra cosa. Por que cuando la veo se me olvida todo, incluso cual convenimos Dio y yo que habría de se el sexo de los ángeles.

Después de todo lo que te he contado pensarás que he borrado la pantalla adrede por que me gusta vivir peligrosamente.

En estos momentos la Tierra debe encontrarse próxima al cenit en su corto periplo ascendente sobre el perfil curvado de Júpiter. Así que aun tenemos tiempo para charlar un poco de nuestras cosas. Aún no has escrito nada acerca de tu viaje por Centro Europa al encuentro del Papa. He mirado entre las doce mil últimas cartas que me has escrito y no he encontrado referencia alguna al tema. Quizá me esté apresurando un poco, pero es que me interesa. ¿Cuándo piensas trasladarte a vivir a Madrid? Ardo de impaciencia por saberlo. ¿Cuál será la parroquia que crees que te será asignada o que tienes en mente solicitar, si es que ello te es posible? Ya se que eso no ocurrirá antes de los tres próximos años, pero supongo que te habrás hecho alguna idea aproximada al respecto. Me encantaría que fuera alguna razonablemente próxima a la casa de mis padres, allá en la Tierra, ¿Dónde cursarás estudios este próximo curso? Me comentaste algo acerca de la calle Arturo Soria, pero no recuerdo bien si me dijiste que allí no era donde se encontraban las aulas del campus o tu futura residencia. ¿Piensas abandonar el piso de la calle Zurbano? Sería una lástima, por que era un lugar excelente para poder vernos a menudo. No se si sabes que los cines Rendir han inaugurado hace relativamente poco cuatro nuevas salas en Cuatro Caminos, al final de Raimundo Fernández de Villaverde. Vamos, que ni pintadas para que hagamos alguna escapada en pos de las sombras que engendra la lámpara mágica.

Te adjunto con esta carta un breve cuestionario con algunas otras preguntas que requieren pronta respuesta por tu parte. Contesta con letra de imprenta, por favor. No es necesario que te molestes escribiéndolo todo tres veces, las copias del cuestionario están impresas en papel autocopiativo. Y ya sabes: una es para el banco donde se realizó el pago, otra para la secretaría de la escuela y la última para el propio interesado. A continuación paso a contestar el cuestionario que tan amablemente me enviaste el 13 de enero pasado:

A. ¿Dónde estás? Allí donde el viento amaine y me obligue a recoger trapo

B. ¿Qué haces? Submarinismo mental

C. ¿Quien eres? Aún no lo he decidido. Pero medito sobre ello y no me es ajena la preocupación en la opinión pública

D. ¿Dónde están tus cartas? Pérdidas en algún naufragio frente a las costas de Jamaica

E. ¿Por que mi buzón permanece silencioso? Por que es imposible escribir en el agua y la soledad es un viaje para el que jamás se fijan escalas

Como quizás habrás leído en alguna de las revistas de chismorreo científico que hoy en día llenan las salas de espera de las clínicas de todos los metalúrgicos dentales y de todos los psico-cirujanos, el año pasado logré demostrar de forma concluyente, no sin ayuda, por cierto –y no me refiero solo a las sesiones de peluquería de Polinina-, que la estrella masiva que gravita alrededor de Cygnus X-1, así como la estrella invitada de los chinos, la supernova del año 1054, cuyas cenizas se esparcen en lo más hondo de la guarida del Cangrejo, son ambas perfectos ejemplos de lo que los físicos teóricos denominamos una singularidad no censurada, esto es, para que nos entendamos, un mondo y lirondo agujero negro sin horizonte de sucesos. Doce meses de guardias nocturnas al pie del colector de rayos gamma nos han costado esta estúpida pero memorable hazaña, y dos úlceras, y un amago de infarto, tres divorcios ruinosos con reparto equitativo de gananciales –entre los abogados, se entiende- y un procesamiento por intento no consumado de homicidio múltiple involuntario –el idiota de Nkunsen quiso suicidarse tras el octavo mes de investigación infructuosa despresurizando en plena marcha uno de los vagones del magneto-rail de superficie, aquí, en Ganímedes-. Ha sido ciertamente agotador, enloquecedor a veces, pero ha merecido la pena. Sobre todo por la recompensa que me trajo Baltasar en las bodegas de su camello interplanetario las pasadas Navidades: una finísima corbata de seda italiana con oseznos y potes de miel dibujados –más potes que oseznos-, que sigo sin saber quien pudo regalármela, y un algo más modesto Premio Nóbel de Física –no está mal para alguien cuyas canas son casi todas prematuras-, y que no por tenerlo que compartir con un sueco, un escocés, un hindú de la secta Singh y dos chinos mandarines –a fin de cuentas es lo que hago con todos los juguetes de mi laboratorio- me ha dejado de saber a «Gloria in excelsis Deus» -¿se escribe así?-. Quizás tras este magnífico golpe de timón en mi vida me decida por fin a aceptar la cátedra Stephen Hawking que la Universidad de Marte me viene ofreciendo desde hace tanto tiempo, y con tanta insistencia, insistencia baturra, todo hay que decirlo. Por lo menos no podré escurrir el bulto a partir de ahora alegando que en caso de aceptar sería el primer titular en los últimos veinticinco años en tomar posesión del puesto sin un Nóbel tatuado en el bíceps derecho.

Aún hay tiempo para unas pocas líneas más. Me llegan noticias del observatorio que me informan que una arrobada multitud se apresta a contemplar el último acto de la tragedia, el momento en que la mano de Dios lanza la última laja de luz hacia el rompeolas de la noche, en que su martillo alcanza el último confín de la oscuridad y hace saltar astillas de luz a la madera oscurecida del mundo, solo un corazón rojo del haya –un nombre demasiado hermoso para tratarse de la enfermedad que causa la muerte de un árbol.

En fin, que remedio, me parece que nos toca ir despidiéndonos, me parece que Polinina regresa. ¿Cielos, que es lo que voy a decirle?, no se me ocurre nada y trae dibujada en el rostro la más radiante de las sonrisas. Va a ser como ver producirse un eclipse total de Sol. Espero que el duelo solo sea hasta la primera sangre o que quiera luego jugar conmigo a los médicos.

Notas:

1.- La estación Júpiter Tres es una base con fines científicos habitada por seis mil personas. Asentada sobre la torturada superficie de Ganímedes, el mayor de los satélites de Júpiter y el de la órbita más excéntrica si exceptuamos Calixto, Júpiter Tres se enorgullece de tener en nómina a algunos de los más prestigiosos y brillantes científicos de la federación – hasta doscientos cuatro premios Nóbel habitaron en algún momento de sus vidas en ella- y ser puntal en muchos de los campos del saber, en especial en el terreno de de las llamadas ciencias del espacio y en el de tecnología de microgravedad. Sobre un paisaje en el que predominan los grandes cráteres de impacto de objetos de gran volumen y los paisajes volcánicos y tectónicos, Júpiter Tres divide las instalaciones en dos grandes sedes, una permanente de espaldas a Júpiter y otra eternamente de cara a él, por que, al igual que la Luna y por la misma causa que ésta –la continua acción de las fuerzas de marea que han terminado por frenar todo movimiento propio-, Ganímedes no gira sobre si mismo. Los débiles pero hermosos anillos de Júpiter, una copia casi literal, aunque notablemente menos ambiciosa, de los que circundan saturno, así como la turbulenta atmósfera que oculta la superficie del planeta, son algunas de las vistas que han hecho de Ganímedes uno de los centros turísticos de mayor afluencia del Sistema Solar.

2.-No se si sabes que mi nombre rinde homenaje a un rey, Luis IX el Santo, San Luis Rey de Francia, canonizado en 1297 y que dignificó su linaje luchando contra el infiel en dos cruzadas, una contra Damietta –Egipto-, en 1249, en la que fue derrotado y hecho prisionero, y la otra contra Túnez, en 1270, y en la que dio la vida por lo que él creyó que era justo. Además, fue el fundador de la Sorbona.

3.- Como sigan produciéndose bajas en mi equipo de amistades no se si voy a poder presentar una alineación completa en la próxima celebración de mi cumpleaños, el torneo de más prestigio en el mundo del deporte, después de la Copa Libertadores de América. Primero fue Susana, que optó por una competición extranjera –la liga estatal de Alaska-. Más tarde Conchi, que fue cedida a la Balompédica de Soria. Luego Juan y Arantxa, que tuvieron que ser dados de baja por lesión. Y finalmente José Luis y Sylvia, que no estaban de acuerdo con la política de primas. Ahora es cuando hecho en falta no haberme ocupado más de la cantera.

4.- Aparte de poseer tres doctorados cum laude en física de altas energías –Gotinga, Cornell y Oxford, si mal no recuerdo; a veces me cuesta masticar la pronunciación en otros idiomas tan correctamente como ella lo hace-, el master en Cosmología, que dirige el propio Hoyle en Cambridge, el curso para postgraduados en física teórica aplicada al átomo que se imparte en Harvard, y saber cocinar un “nosequé” riquísimo con champiñones. Además de todo eso, posee una envidiable preparación física en química aplicada.

Felipe Armstrong

5 de septiembre de 2017
Bulevar Johannes Kepler, número 17, séptimo nivel, camareta A
Estación Científica Júpiter Tres
Ganímedes. Júpiter

PD 1: ¡No te fastidia!, me muerdo las uñas hasta casi horadarme los codos, se me declara espontáneamente una úlcera de bazo y otra de duodeno, se me desborda la sangre por los poros  capilares, imposibilitando mi organismo de achicar de mis venas toda la angustia y el miedo que me invade al verla, y luego, ¿qué crees tú que ocurre?, que me entero de que tenía una copia de seguridad. ¿Quién puñetas fue el que se inventó a las mujeres? ¿En qué estaba pensando ese inconsciente?

PD 2: Nkunsen también te ha escrito unas líneas que a solicitud suya te envío junto con estas. Dice que te conoce. Yo creo que el muy idiota te confunde con otro, por que asegura que fuisteis compañeros de estudios en Madrid, antes de que el cambiara de profesión y de identidad –según me confesó una vez cambio de nombre tras apelar a los solícitos tribunales de Venus y de rostro mediante una operación de cirugía embrionaria en Luna Uno -¡será idiota!-, tener la cara que tiene y aposta-. Se empeña en repetírmelo una y otra vez, cuando es del dominio público que estudiaste en Navarra y que no tienes un cerebro precocinado como el de él.


Texto del mensaje descodificado

De: Philip Nkunsen, técnico de primera clase de la base de Júpiter Tres.
A: José Ignacio Olmedo Bernal, aspirante a titular de la Parroquia de Nuestra Señora de la Merced en el Barrio de Tetuán, Madrid, Consorcio Europa, La Tierra.
Motivo: Información confidencial.
Ruta de encuentro: Satélite de comunicaciones Lagrange 4, vector Tierra-Luna.

Querido José Ignacio, un cometa viaja hacia el lugar de nuestro encuentro.

Apenas septiembre, un trocito breve y ridículo, tan poca trascendencia para la historia –no, no me he enterado de las once proclamaciones de independencia en el seno de la Unión Soviética, ni de la guerra secesionista en Yugoslavia; qué le vamos a hacer, me he quedado sin temas de conversación para las tertulias de ascensor- que bien podría resumirse en el espacio de un sello si la caligrafía fuese razonablemente pequeña. Así es, otro mes debutante en el calendario, un puñado de hojas arrancadas y guardadas en ese pliego botánico que es la memoria de todo lo que nos es prescindible para el alma. Apenas la décima semana de estío  y ya siento los huesos empapados de otoño. Sí, es cierto, lo reconozco, el calor sigue teniendo la última palabra y la vida transcurre tan lentamente que se diría un largo paseo por entre los setos calcinados del jardín del infierno. Pero, no obstante, ya se presiente por alguna parte la impúdica desnudez del frío, ya se mastica la indigesta y alargada fibra de otro invierno sin consuelo. No se en donde es lo que adivino, tal vez en el blanco escozor de las nubes más altas que al amanecer se enquistan en el cielo, o en la hojarasca seca y avaramente atesorada por el viento desterrado de todas partes. O en la densidad del aire que parece que se enrarece por momentos, como si el último hálito fuese a ser el último aliento y el último latido el último estremecimiento de vida.

Te echo a faltar, supongo que ya lo sabes, sino no te esforzarías por escribir tanta carta con renuncia previa a todo acuse de recibo. Echo de menos eses futuro que ya resopla a lo lejos y que embriaga de esperanza como embriaga de olor el esperma de ballena en un barco arponero. Por que pronto podremos volvernos a ver y el tiempo de separación no habrá transcurrido en balde.

Bueno, no me hagas caso, son los reflejos condicionados de un solitario empedernido. Echar de menos a los que nunca veo y sin embargo más a mano quedan. Saborear la sangre antes de abrir la herida, como un torero el día de alternativa, como un soldado antes de su bautismo de fuego. Pero ya no somos tan jóvenes y ninguna experiencia debería tomarnos tan por sorpresa. Pero es que sin ti me barrunto terriblemente sólo en las próximas Navidades y es por eso que a pesar de los treinta grados que aun mide el termómetro abierto en canal, siento como el frío comienza ya a endurecerme las articulaciones.

Solo quería decirte un a cosa, si es que tienes tiempo para escuchar mis tonterías y he logrado al fin enternecerte –todavía puedo ir en busca de Dickens en caso contrario-. En realidad no haría falta que te lo dijese, pero ahí va: «Toma el teléfono nada más arribes a puerto, con el arpón ballenero afilado y en perfecto estado de revista de policía –es un termino militar que usaban mis suboficiales cuando estaba en la Legión Alienígena, con el almuerzo preparado en tu casulla, la cartelera de cine bien estudiada y cinco o seis horas para malgastar –o bien gastar- en un convite». Prometo seguir narrándote las más relevantes incidencias de mi azarosa vida y las de una chica pecosa que he conocido, más bonita que un Domingo de Ramos, más linda que un personaje de Walt Disney –algún animalejo pequeñito y orejudo, sin duda- y que se llama, no te lo vas a creer. Polinina Kalinina Ivanovih –sí, todo eso, hasta la última letra.

Philip Nkunsen
Ganímedes, en septiembre de 2017

PD 1: TV2 inicia a finales de septiembre un ciclo dedicado a John Ford. “Stage Coah” (“La diligencia”) marca el momento de la salida. Ponen desde el principio el listón muy alto. Pero ya verás como mi amigo Johnny lo franquea con holgura más de una docena de veces.

PD 2: Este verano ha traído consigo la triste noticia de la muerte de tres personas muy especiales: el padre Martín Descalzo, el director David Lean –te envío para que te leas una fotocopia de una crítica de la película “Doctor Zhivago”, escrita por Garci- y Frank Capra. Ambos directores de cine murieron en edad muy avanzada, Capra con noventa y cuatro años –el buen humor, por lo que se ve, es un excelente tratamiento geriátrico-. En el caso de Martín Descalzo parece ser que a Dios le urgía más acelerar los trámites burocráticos, por que le corría prisa el tenerle a su lado o por que pensó quizás que merecía antes que nadie el descanso del último sueño. Creo que es justo que las personas realmente especiales obtengan un trato de favor, aunque no sea quizás la forma más acertada de corresponder al inmenso y desinteresado bien que diariamente nos hacen.

PD 3: Te envío asó mismo la fotocopia de un recorte del ABC, la reseña de una película que ya suena como candidata a los próximos Oscars –aseguran que a pesar de la distancia no hace falta tener una mirada de lince para verlo claro-. Además de eso, un programa de mano de los cines Renoir de la película “El séptimo sello”. Son opciones que te propongo para un futuro inminente –confío-. Ambas son apuestas arriesgadas y fuertes y, aunque estoy dispuesto a jugarme hasta el último cuarto, estoy abierto a cualquier otra opción que tú propongas. Finalmente te envío tres artículos de periódico, uno para que te instruyas, otro para que te diviertas y el último para que lo discutamos.

PD 4: No vuelvas a mandar tus acentos a por el gorro de lana. Lo tienen los míos y no están por la labor de prestarlo.

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