domingo, 5 de diciembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (14)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-CATORCE-

En el último peldaño del cielo, como un ángel luminoso cerniéndose sobre el valle de la noche cambiante, la silueta sin rostro de un cuerpo tejido con hilo de silencio. Yo sabía que su forma de nube era solo un disfraz de la muerte, del mensajero del miedo. Y era una certeza, por que podía oír su promesa de olvido, de lejanía y distancia. Abriendo los brazos, solo mínimos trazos de lluvia, para poder abarcarme por entero y poner sobre mis ojos cansados el sudario blanco de la paz absoluta.

El viento manaba como el agua fría de la fuente del Norte. El alba estaba cerca. Ya empezaba a extenderse sobre la curva del cielo como una mancha de turbia claridad, pero aun no había alcanzado todos los rincones del nuevo día. Tanto era así, que las nubes ofrecían distintos tonos de blancura según las alturas a las que se encontraban, desde las más bajas, pequeños nimbos grises y azules, donde la luz no era más que un relicto del futuro, nada más que una promesa, hasta las más elevadas, cirros estirados y níveos, donde la mañana se había anticipado a su momento. Y, presidiéndolo todo, como si fueran en sus manos donde hubieran de estar escritas las frases que habría de decir a partir de entonces el porvenir, aquel ángel de misericordia y venganza que tenía piel de nube, corazón de viento y cuerpo de agua.

Era un espectáculo hermoso pero terriblemente desasosegante, por que en aquel cielo existía ese tipo de belleza capaz de partir y esparcir los maravillados pedazos de aquel que no fuera capaz de doblegarse ante ella. Sabía que aquella nube era la portadora de un mensaje, que había en su insoslayable presencia una enseñanza, quizás no tan dolorosa y amarga como yo la había juzgado, y que estaba obligado a intentar descifrarlo, por que yo era su único destinatario. Pero me sentía tan cansado, tan roto, que me veía incapaz de pensar en otra cosa que no fuera en lo misteriosamente dulce que era aquella visión, aunque fuese preludio de la muerte, aunque fuese el umbral de la vida.

Fue a lo largo de aquella extraña mañana, perdido como estaba en aquel pozo de gravedad, rodeado por las paredes de mi vacía casa –vacía incluso de mí- cuando las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar unas con otras y a mostrar el dibujo que permanecía oculto tras de su división y su desorden. Es curioso lo cerca que se puede estar de la verdad algunas veces, el lapso sorprendentemente largo de tiempo que se puede andar rozándola sin que nos demos cuenta, de tal manera que al dar definitivamente de bruces con ella este insignificante acto de victoria semeja ser obra de la inspiración, un logro heroico y formidable, cuando en realidad es la simple cristalización de un proceso lógico e impersonal, la mera verificación de lo inexorable. Así lo sentía yo, como una titánica batalla ganada a la ignorancia -¡que difícil habría sido en esos momentos dimitir lo contrario! ¡Eran tantas las señales a las que no había hecho caso!-. Una guerra sin supervivientes que pudiesen narrarla a la posteridad.

Desayunar a las ocho menos cuarto con un vaso alto de ginebra con limón puede ser una forma como otra cualquiera de demostrar todo el desequilibrio y la insensatez que se lleva dentro. Tal como podía vérseme en ese momento –visiblemente abatido y malhumorado, con una barba de cuatro días de aspecto sucio y descuidado asomando a la cara y el sueño atrasado reflejado en lo apagado de los ojos, sentado de cualquier manera en una de la tumbonas de la terraza, atrapado entre los laberínticos corredores de mi pensamiento, hipnotizado por el trozo de cielo que había más allá del hueco de la ventana, por su dibujo de azules brochazos, como si del catecismo de un místico o un iluminado se tratase- no hubiera podido reprochárselo a quien me hubiese calificado de triste calco de un borracho. Bebía con verdadero afán, con auténtica avidez, he de reconocerlo, era mi tercera copa y seguía sintiendo la misma sed de olvido que al principio, pero es que necesitaba del consuelo del alcohol más de lo que nunca antes lo había necesitado.

Toda mi mente estaba impregnada de una clara certeza, de una rotunda sensación de fracaso. Había perdido mi oportunidad, la había malogrado, y lo que me provocaba mayor rabia era saber que no era yo quien había elegido mi destino, que no se me había dado siquiera opción a cometer por mí mismo mis propios errores.

El canto de las estrellas, toda la música que se derramaba con su fuego, el interés que ella tuviera en que yo la escuchara, todo ello no era más que un mensaje de amor, por increíble que pudiera parecer. Algo así como si me hubiera intentado decir: “al igual que esta estrella llora la pérdida de su compañera, del mismo modo que ella sufre por su soledad irrevocable, así añoro y extraño yo todo el tiempo que jamás estuve contigo”. Era a mí a quien amaba; era un peso imposible de sobrellevar, el golpear de una responsabilidad que maceraba mis hombros y oprimía en mi pecho. Y lo peor, lo mejor, lo más maravilloso e inexplicable era que ese amor que por mi albergaba era correspondido, sin reservas ni opción a la duda. Jamás había oído su voz, desconocía su risa, su enfado, el olor de su pelo y su piel, de que color eran los guijarros de los que estaban hechos sus sueños; todo en ella me era ajeno y, sin embargo, la amaba con toda mi alma. Nada hay, desde luego, tan atrevido como el amor.

Ni un solo detalle. Aquella pobreza podía llegar a convertirse en una tragedia.

- Ojos verdes. Ojos verdes –de pronto me di cuenta que llevaba largo rato repitiendo aquella frase.

No la conocía, ignoraba de ella hasta su nombre y, aun así, la amaba, sabía que me sería inevitable quererla. El amor es un suceso y como tal puede ser justificado, pero jamás podrá ser explicado de modo totalmente satisfactorio.

¿Y Pablo?, ¿cómo aceptar la traición de un amigo?, ¿cómo perdonar cuando la ofensa es tan grave? Había partido en su busca, en pos de ella, siguiendo un sendero, una ruta entre mundos que solo se abriera para mí. Jamás volvería a tenderse ese puente, no habría una próxima vez; esta información constituía la otra parte del mensaje que ella enviara, por eso ella había juzgado como imperiosamente necesario que yo oyera su llamada desde el primer momento y la siguiera hasta su origen. ¡Qué ironía pensar que la había escuchado por puro azar! El azar, una vez más se había erigido como la fuerza más influyente en el devenir de las cosas.

Me daba cuenta de que la raíz del presente se hallaba muy atrás en el tiempo. Yo no había sido mero intermediario en la aceptación de Pablo en la secta de los Traductores. Esta no se había producido, había sido un imposible desde el principio, porque no era él a quien se había estado sometiendo a prueba, sino a mí. No podía afirmarlo, tampoco esto podía asegurarlo, pero estaba casi convencido de que Pablo había hecho todo lo posible por verme fracasar, por que el trabajo no fuera dado como bueno, pues lo contrario habría significado su derrota en la lucha por el amor de ella –ella, se me hacía difícil seguirla nombrando con un frío pronombre-. En realidad Pablo no había sido más que un eslabón entre otros muchos otros de una cadena que se iniciara en ella y que en mi debería haber terminado. Yo debería haber sido quien escribiera el ensayo.

Sin embargo, estaba obligado a perdonar. Ahora comprendía su obstinación en negarme la capacidad de amar de una forma verdadera. Es costoso aceptar que otros amen lo que nosotros amamos y exigimos como nuestro.

- Ojos verdes. –Bebí del vaso, esta vez no porque necesitase de la ginebra, sino tan sólo para poder romper aquella loca secuencia de palabras.

Ojos verdes, cabellos rojos como el cobre viejo, hombros frágiles, cejas finas y oscuras como líneas de agua. El enigma de un cuerpo que quizás ya jamás desvelaría.

Tal vez los traductores tuvieran también el secreto del tiempo y existiera un futuro donde ella pudiera aguardarme. Tal vez ni ella ni yo existiéramos y fuésemos solo bocetos de otras vidas verdaderas.

Miré al cielo una vez más y ví en él la nube, blanca y majestuosa. Siempre hay momentos de calma hasta en mitad de un naufragio. No, no era un ángel de venganza, comenzaba a verlo con claridad, sino un ángel guardián. Era el último mensaje, la forma en que oiría por última vez lo mucho que me amaba.

- Estaré contigo ya siempre. –Un mensaje nítido y claro. Me parecía mentira haber tardado tanto en escucharla.

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