domingo, 7 de noviembre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (8)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-OCHO-

Árboles frutescentes. Ailantos moribundos pugnando por sus almas, cargados con sus verdes semillas aladas, en espera de las hojas. Como si la muerte no se adivinase ya en sus gestos torcidos, en sus ramas crispadas.

Con sus copas desnudas nos daban sombra, una hilera de sombras esquemáticas donde cobijarnos de la cegadora claridad de la Luna, mientras caminábamos calle arriba por el bulevar de la Castellana.

- No se por donde empezar. Hay mucho que contar.

- Confío en que todo aquello interesante. Me has hecho levantar de la mesa en mitad de la cena y eso en mi casa se considera falta grave.

Recuerdo que pensé que el frío de la noche no era razón suficiente para que se encogiera de aquella manera dentro de su gabardina.

- No trato de que me creas. Me basta con que confíes en mí.

- ¿No debería ir una cosa emparejada con la otra?

- No necesariamente.

Pasamos al lado del Estadio Bernabéu. Solo cemento dormido.

- Aclárame primero una cosa, ¿por qué esta reunión en la cumbre no está teniendo lugar en tu casa?

- Por que ahora no podemos estar allí.

- ¿Has prestado la casa para una fiesta o algo así? –Me daba perfecta cuenta de que mis ironías estaban fuera de tono. Pero había demasiada rabia en mí. Una desafortunada llamada telefónica a Sonia, aquella misma tarde, había terminado por poner boca arriba todas las cartas de la baraja. Solo hay una cosa comparable al dolor que se experimenta al ser rechazado: la vergüenza que lo acompaña.

- Algo así. – Me miró directamente a los ojos. Sus pupilas eran dardos que siempre daban en el blanco-. No podemos estar allí por que en estos momentos alguien está sentado en uno de los butacones de la biblioteca gozando de mi hospitalidad.

Buscó algo en el bolsillo interior de su chaqueta: una pequeña tarjeta de visita que me tendió para que la examinase. El dibujo en tinta negra de imprenta de un águila cos dos cabezas ocupaba una de las caras. La otra estaba en blanco, sin nombres, sin leyendas.

- La encontré entre los barrotes de la verja de entrada. Antes de marcharnos pude ver luz en las ventanas de la biblioteca.

Le devolví la tarjeta y él la guardo, esta vez en su cartera.

- ¿Es de alguien que conozcas?

- Has cierto punto. Es de él, de aquellos a quienes representa, de lo que quiero hablarte. ¿Recuerdas que te dije que estaba muy satisfecho de cómo había quedado el trabajo?

Cinco meses de trabajo para doscientos y pico folios de letra apretada y económica, de la que me había hecho famoso entre el profesorado de mi escuela como el autor de los más agotadores exámenes. Para mi los escritos son como los cadáveres. Son únicamente las ideas en que se basan las que alguna vez estuvieron vivas. Siento el peso de la muerte sobre los hombros y solo pienso en deshacerme de ellas, en enterrarlas, porque mientras escriba será como si compartiera su tumba. Es una forma muy tétrica de explicarlo pero, al mismo tiempo, creo que muy gráfica. Según esta corriente de pensamiento el acto de escribir es, hasta cierto punto, comparable con el asesinato. No era pues de extrañar que el recuerdo del libro de pablo, como el de tantos otros antes, hubiera desaparecido de m i memoria en un olvido sin rugosidades.

- Decidí dar el paso definitivo y mostrárselo a quien en realidad es su destinatario. Se podría decir que el escrito es una tesis doctoral; con ella espero obtener, si es que esa aceptada, el derecho a ingresar en una sociedad secreta, en la de los traductores.

Había leído algo acerca de ella, muy poco, en los dos libros que Pablo me prestara. El motivo por el que fuera creada tenía su raíz en la idea de que todos los entes del Universo, tanto los animados como los inanimados, son, en cierto modo, conscientes de su propia existencia y de la de aquello que los rodea, de su circunstancia, como alguien lo denominara; son pequeños fragmentos, cada uno de ellos, de un gran mensaje cuyo significado coincide con el del Cosmos, por que ambos son uno. Dentro de este orden de cosas, el fin de la secta era descifrar el mensaje; sus metas y sus doctrinas se orientan hacia el intento de comprender todos los lenguajes del Universo: el de las plantas, los animales, las cosas; por que solo juntando las palabras podrán ser respondidas todas las preguntas. La había supuesto una invención literaria, la licencia poética de un escritor quizás demasiado imaginativo. No podía creer que Pablo la considerase de otro modo.

- ¿Cómo supiste de ellos?

- La casa donde vivo tiene su pequeña historia. Conocí a su anterior inquilino hace unos años, cuando aun vivía en ella. Fuimos amigos durante un tiempo. Fue el quien me inició; y he de decirte, aunque ello te parezca imposible, que me fue aun más costoso arrebatarle sus secretos de lo que a ti te resulta conmigo.

¿Por qué sería que sus manos se crisparon, que la Luna emergió hacia la nada sumiéndolo todo en la oscuridad, que sus hombros se derrumbaron como muros de barro?

- Un día desapareció, así, sin más, sin explicaciones ni despedidas, y no volví a saber de él. Es posible que lograse lo que yo ahora quiero.

Traté de leer en su corazón, pero era como un libro cerrado, como una foto velada.

- Dime: ¿tiene ella algo que ver con todo esto?

- ¿Quién?

- La chica pelirroja de la foto. -Fue como herirle en la frente con la daga del pasado.

- Nada en absoluto.

- Debió adivinar mi duda. Sin embargo, no hizo nada para combatirla.

- Me gustaría contagiarte mi fe, pero se que eso no es posible, así que me limitaré a pedirte que me ayudes. Si el trabajo es aceptado es probable que tenga que marchar lejos. Tal vez no vuelvas a verme.

Sus palabras hubieran sonado cómicas sino hubiera sido por la emoción con que fueron pronunciadas.

El tirón de los hilos. El suave tirón de los hilos. Como saber que mis palabras habías sido predichas hacia mucho tiempo. Tal vez antes de todo.

- Te ayudaré.

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