miércoles, 17 de noviembre de 2010

Carta a José Ignacio (1987)


Carta a José Ignacio (1987)

Arrojo el sombrero al perchero y queda convenientemente sujeto a uno de los ganchos de arriba. He de hacer sitio sobre la mesa de mi oficina para tener donde poner los pies. Lo malo es que he empujado todo hacia un lado con tanta fuerza que la carpeta que contiene el informe Brodie se ha caído al suelo. Mal asunto ese de los Flanagan. Lo que comenzó siendo una investigación rutinaria sobre un nuevo posible socio para la firma de abogados Flanagan-Robertson-Olergui, terminó degenerando en un grasiento y pringoso caso de adulterio. Las fotos, a pesar del blanco y negro, son realmente subidas de tono. Mientras las revelaba y me recriminaba a mi mismo por mi torpeza a la hora de los encuadres, me preguntaba si sería realmente de tanta importancia, desde el punto de vista de la rentabilidad económica, ética al margen, el que el señor Brodie le fuera infiel a su mujer, la forma en que fuera en definitiva a emplear su tiempo fuera de las horas de oficina. Cuando se aclaró la imagen al fondo del recipiente con el líquido revelador, me di cuenta que lo esencial no era el “cómo”, sino el “con quién”. Me huelo que a poco que quiera a su esposa, o se sienta posesivo con respecto a ella, Flanagan no aprobará la fusión.

Me aflojo el nudo de la corbata. Liarse un cigarro con los dedos sudorosos es una auténtica proeza. No sabes el maldito calor que está haciendo estos días en Nueva Cork. El termómetro no para de subir, el mercurio se asemeja a un sherpa nepalí en busca de la gloria de alcanzar la cima del Everest. Tengo las suelas de los zapatos embadurnadas de cemento derretido. Pero no me quejo, ya que en Coneticut, en Meter Smith, estáis pasando la peor ola de calor en lo que va de década, y sin un árbol al que poder arrimaros. Todas las chicas de mi agenda, sobre todo las subrayadas, hace tiempo que emigraron a las playas de Malibú y Santa Mónica, así que mis almuerzos de trabajo últimamente lo están siendo de veras.

En fin, resumiendo, junto al informe que me encargaste sobre tu catedrático de Mecánica, que, dicho sea de paso en honor a tu intuición, ha resultado ser tan corrupto como sospechabas (:exhibicionista en las piscinas municipales; comprador de favores sexuales a algunas alumnas a cambio de buenos consejos en los exámenes finales; ignorante total en lo que se refiere a Álgebra de Boole; y un largo etcétera de actividades delictivas), te adjunto unas líneas de Felipe Marlowe, mi socio, que ha querido escribirte algunos párrafos, por que dice que te conoció en no se que cursillo veraniego de la Universidad de Stanford, o Cornell, no recuerdo bien.

Hasta pronto, y no te enroles ni en el FBI, ni en la E.T.F.

Sam Spade



A solo tres días de aquel en que me quedaré solo en Madrid, supongo que debería sentir alguna emoción: alegría, tristeza o alivio. Pero no noto nada dentro de mí, cada latido a su hora, cada pensamiento en su sitio. Dicen que la congelación es una muerte muy dulce, que quien la ve cerca casi la desea. Por que parece solo el preludio a un sueño feliz y eterno. Me resisto a utilizar este símil, aquí, a mil kilómetros de ninguna parte, a treinta y cinco grados a la sombra (seguramente nadie se ha atrevido a asomar la mano con un termómetro para medir la temperatura en el exterior), en este momento en que tan lejano queda el principio como el final del verano; pero lo noto, mi pericardio tiene algo de hielo y temo que mi corazón es un frigorífico que no descongela.

Me causa cierta vergüenza escribir su nombre. Sería ridículo a estas alturas retomar de donde lo dejamos el juego de los acertijos (recuerdo con especial horror aquel día en que te confesé que Susana era la Paula del curso anterior, pero más todavía. ¡Qué forma tan absurda de expresarlo!). Aquellas cervezas en Toffanetis sirvieron para hacerlos imposibles de ahora en adelante. Sin embargo, me causa vergüenza.

Nada más visualizar el recuerdo de nosotros dos sentados a la barra del local, tan solo un corto travelling, ligero movimiento de cámara hacia la izquierda de la imagen, flash-back insinuado con un brevísimo desfallecimiento de la luz, y se concreta en mi mente su rostro, su varicilla prisionera de un voluminoso fajo de folios, mi novela cuento, y los largos rizos achocolatados de su cabello enterrando en vida sus maravillosas orejillas (=orecejas) de cervatillo en apuros. Es horroroso, de un tiempo a esta parte solo puedo utilizar diminutivos a la hora de referirme a ella: su carita, sus hombros delgaditos, su ratoncillo sacapuntas, sus zapatitos con flequillo. Es como si el amor hubiera retomado el jardín de infancia con la esperanza de poder olvidar todo lo en su tiempo aprendido. Es un amor que quiere volver a ser niño, que prefiere la suavidad de la ternura, osito de felpa en la soledad de la noche, a la desgarbada estatura del cariño adulto.

En un aire alcalino, pH=12, el que se cuela por las rendijas de las persianas, un aire con sabor astringente y tacto rugoso (Eolo unedo). Corrientes columnares de viento trepando por escalas de calor que desde el Sol descienden; mencionar la velocidad de rotación de la Tierra es eludir la parálisis del mundo. Dios se ha dejado olvidadas cuatro nubes regordetas sobre el tapiz del cielo; tan mal pintor de tapices como Goya. Un firmamento de azulejos y una pléyade de astros que parece más la obra de un orfebre que la de un cosmólogo.

Veinticuatro fotogramas por segundo y banda sonora de Maurice Jarre. La vida es como una película en la que hubieran suprimido la escena del beso en el montaje final. Y si no lo crees, si piensas que es una idea extravagante y descabellada, a ver si eres capaz de resolverme estos enigmas:

1.- La semejanza que hay entre las calles de Madrid y las de San Francisco, como si un productor avispado de la Columbia Pictures hubiese elegido La Castellana para rodar los exteriores de una adaptación de Raymond Chandler (me acabo de dar cuenta de que me sobra la “d” final del nombre, pero me niego a tachar).

2.- El que los escenarios de todas nuestras proezas sean de genuino cartón-piedra. Además, como en las películas del oeste, siempre hay alguien que dispara más rápido o que saca mejor nota que nosotros en Matemáticas.

3.- El que nos pasemos la vida persiguiéndonos los unos a los otros, como gene Hackman, el agente Popeye, en “French Conection” (de William Friedkin: he de hacer lo que se espera de mí; en este caso añadir el nombre del director al de toda película que mencione), sin más resultado que el dejar detrás de nosotros un sangriento rastro de accidentes anímico-sentimentales-automovilísticos. Debería estar prohibido enamorarse si no se va a ser correspondido. Por otro lado no me importaría el “chico pierde chica” si hubiera algún “chico encuentra chica”.

4.- El que Gary Cooper nos robe siempre a la chica. Yo creo que es un vicio despreciable esto de ser “Guest-star” no da derecho, lo quita más bien, a casarse con la protagonista, ni a ser feliz ni a comer perdiz.

5.- El sorprendente parecido, y este es un misterio mayor, entre Autrey Hepburn y Susana (he dicho Autrey no Catherine; ya se que ella es única). Las mismas cejas en ambas, trazadas con idéntico arco de compás, pinchando el centro en el mismo lugar de la barbilla; la misma desmayada delgadez, una ingravidez que cualquiera atribuiría a pequeñas alas en los pies junto a los tobillos, como las del dios Mercurio; unos ojos que si fueran comestibles seguro que sabrían a tofe. Por otro lado otras cosas en Susana son únicas, como esa forma de volar avioncitos de papel dando un brinco previo de alegría antes de cada despegue, o el modo de impulsar las chapas o de hacer “redondillas” en las curvas del circuito, mordiéndose la punta de la lengua con los labios (un gesto de concentración que ni calcado de Paula), o la forma tan cantarina de dar los buenos días, de confirmarlos con su presencia.

¿Te das cuenta?, en cuanto hago el rodaje, en cuanto hablo un poco y cojo carrerilla me pongo a hablar de Susana.

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