sábado, 30 de octubre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (5)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-CINCO-

Creo que la soledad fue la otra razón que nos indujo a tomar atajos. A la semana de conocernos éramos prácticamente inseparables; no había minutos libres que no invirtiéramos en nuestra mutua compañía. Nos veíamos entre semana siempre que su trabajo y la universidad lo permitían. El día culminante de la semana era el viernes, el día consagrado al cine, al que íbamos todas las semanas, sistemáticamente. Al salir, ya de madrugada, comentábamos la película frente a un par de cervezas. En esos momentos nuestra amistad tomaba la apariencia de un debate de voluntades.

En aquel entonces yo no me daba cuenta, pero la verdad es que era yo quien más aportaba, quien ponía más de sí mismo. Había en sus ojos la opacidad de quien le duele creer, siquiera en algo tan evidente como la sinceridad de nuestra amistad, y en sus palabras la amargura de quien está repitiendo una queja, una amargura que a menudo amargura que a menudo tomaba la forma de silencios prolongados, casi beligerantes. Ahora veo que confundía mi dolor con el suyo. Sería cruel hablar de egoísmo, pero la soledad es un lugar del que a veces no se consigue regresar. Hay algo enfermizo en ese afán de negar a los demás el derecho a existir fuera de nosotros. Sin embargo, es inútil enumerar los errores cometidos.

No se si lo que le di a leer le llegó a convencer del todo de que yo era buen escritor. El caso es que me pidió ayuda como corrector de estilo para un trabajo literario que estaba realizando. La primera sorpresa grata que me llevé cuando hicimos juntos un repaso valorativo de nuestros respectivos pasados fue el averiguar que era crítico de cine. Escribía bajo pseudónimo en la sección de cine en una revista de espectáculos, en la que su padre era el accionista mayoritario; algo que sobrellevaba con humor y vergüenza a partes iguales. Me dejó ojear algunos recortes de sus críticas, que con mimo guardaba en una carpeta de cartón azul, y he de decir que no le faltaba ni conocimientos ni entusiasmo, pero que se enredaba en los verbos como si de espinos éstos se tratasen. Sin embargo, quien se considere libre de culpa que tire la primera piedra.

Conocí su casa una mañana de sábado. Debió de ser a comienzos de mayo, porque en un pequeño matorral de serbal que se apretujaba contra la tapia de la finca podían verse ya blancos enjambres de flores. El ciclo vital de las plantas es casi tan exacto como hermoso.

Nada me previno de la impresión que iba a recibir. Cuando entré en la biblioteca sentí la misma sensación abrumadora que me embargo cuando visité por primera vez la Mezquita de Córdoba; se que la comparación sonará forzada, pero el mismo infinito sin repeticiones se agazapada en aquella sucesión de libros y estanterías que el que recordaba en los rodales de columnas árabes.

Desde entonces aquel fue mi segundo hogar. Allí quemaba las horas, como en una inmensa pura, reescribiendo el ensayo literario de Pablo.

Se trataba de un ensayo sobre el lenguaje del cine. La idea central sobre la que se basamentaba era la creencia de que entre un film y quien lo visualiza se establece una corriente soterrada de comunicación, de tal suerte que cada uno es capaz de aportar al otro pensamientos y sentimientos que no existían antes. Lo revolucionario de esta idea era que otorgaba al cine, a las películas, el stutus de entes vivos, pues les atribuía actitudes consideradas solo posibles en los seres pensantes, esto es, las de inducir y manipular conscientemente los sentimientos ajenos. La cercanía emotiva al texto en que me encontraba, el mismo hecho que éste en parte fuese también obra mía, me impedía ser objetivo; sin embrago, en más de un momento estuve convencido de que algo válido podía haber en esa idea descabellada.

Mi tarea se limitaba a dar un contenido poético a la obra, una capita de pintura, como yo lo llamaba. También en contribuir con nuevos ejemplos que reforzasen la exposición de la tesis. Lo curioso del caso es que al acabarlo nos dimos cuenta de que en el libro se citaban hasta 17 escenas de “El tercer hombre”. Supongo que otros lo hubieran considerado excesivo. Tal vez nuestra imaginación y nuestro fervor al combinarse habían añadido algunos minutos de metraje a la película.

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