viernes, 22 de octubre de 2010

Sirenas varadas en archipiélagos de luz (2)

Sirenas varadas en archipiélagos de luz

-DOS-

Impulsos idénticamente nulos toda mi fuerza. Mermando entre sueños; quimeras absurdas por toso sustento y el crisol de los días partido a mis pies. Un desierto de líquenes brotando en mi cuerpo a dentelladas de vida, como microscópicas arboledas calcinadas por la llama de las horas. Palabras oscuras por toda respuesta.

Sabía que no había esperanzas, que lo que creyese en un tiempo horizontes ilimitados ahora eran solo haces de sombras en espacios finitos, arterias recorridas por torrentes de ausencias. Me sentía tan derrotado sin ella.

Como un templo de luz sostenido por columnas de lluvia. Dura tan poco que es una estación que carece de nombre. Entre el invierno y la primavera una oleada de flores amarillas y de insectos colorados. Estábamos a mediados de marzo. Cuando el corazón del bosque palpita de nuevo y la ciudad se baña de cielos turquesa, cuando la lluvia ascendente de polen cae desde las nubes de chopos y sauces reconquistando los caminos del aire y los almendros aventuran sus primeras flores de aromas de miel. Es curioso con que pocos apuntes bastan para explicar la primavera cuando no creemos en ella.

Vagaba perdido por la ciudad. Es inevitable que todos los pasos se vuelvan torpes cuando faltan los propósitos y todos nuestros anhelos se conjugan en pasado. Ya apenas le quedaban amigos a mi alma negligente, así que repartía mi tiempo en minúsculas soledades, entre cines de doble programa en los que machacar mis ojos de sucesos envidiables, entre librerías vacías donde buscar los libros con cuya lectura desertar del presente, entre poemas y cartas para no contestación.

Jamás hubiera creído que el destino me preparaba un emboscada, inmerso como me sentía en aquella dinámica de continuo retroceso. Porque, para empezar, nada parecía estar a favor de que Pablo y yo nos conociéramos, y este era el primer requisito para mi nuevo y enésimo comienzo.

Existían muchas cosas que diferenciaban nuestras vidas, demasiadas. Vivíamos en puntos de la ciudad que, aunque relativamente próximos, eran totalmente irreconciliables; por que hay distancias que se tornan insalvables cuando es de niveles sociales de lo que hablamos. Aun recuerdo la enorme impresión que me causó la primera visita a su casa, un enorme chalet en el barrio del Viso, en una de esas calles pequeñas y tranquilas que nacen en los aledaños de Serrano para desembocar en el Paseo de la Habana, cerca de la cuesta de Concha Espina. La hiedra que se abrazaba a su fachada de piedra y ladrillo, aquel jardín donde los olmos, fresnos y abedules pugnaban por la poca luz que sobrevivía al paso de las altas tapias, la misma casa con sus ventanas enrejadas y su aspecto de imperturbable quietumbre. Tan solo un boceto escueto en detalles y cargado de tópicos, si se quiere, pero una mirada rápida bastaba para comprobar cuan lejos de mis más atrevidas esperanzas estaban él y su modo de vida. A nadie podía extrañar que nos moviéramos en círculos sociales distintos y que no tuviéramos amigos comunes, que frecuentáramos diferentes. Haber vaticinado que nunca dejaríamos de ser un par de desconocidos el uno para el otro hubiera sido apostar sobre seguro. Sin embargo, existía un nexo de unión, una característica común a ambos; una obsesión que el paso de los años, lejos de mitigar, no hacia sino acentuarse poco a poco.

Una mentira maravillosa cuyo emblema es una noria que gira despacio en mitad de un descampado, blanco y negro sobre fondos mate. Como creer que los sueños son puertas que pueden abrirse en las dos direcciones.

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